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De la infancia y el paso del tiempo

JUAN CARLOS SIERRA | Que la infancia es un territorio fértil para la escritura no seré yo quien lo vaya a descubrir a estas alturas de la Historia de la Literatura. Que, además, suele aparecer elegíacamente bajo el tópico del paraíso perdido tampoco es una novedad, sino más bien una tendencia predominante; quizá demasiado abrumadora, si tenemos en cuenta las trampas que nos suelen poner en el camino la memoria y la nostalgia, barreras amnésicas que pasan por alto otros aspectos de la infancia, los más complicados, los más duros, los más crueles, que también los hay.

El libro que hoy nos convoca, Los niños no ven féretros, de Omar Fonollosa, a la sazón XXXVII Premio de Poesía Hiperión, tiene mucho que ver con esta visión preponderante sobre la infancia y también, en una suerte de contrapunto necesario para resaltar esa condición ‘paradisíaca’, con el inexorable, cruel, definitivo, desilusionante,… paso del tiempo. Las cartas están sobre la mesa del poemario desde el principio, desde su primer poema ‘Conversaciones’, en el que se recurre al tópico del diálogo con el yo poético niño para manifestarle esas dos líneas que recorrerán el conjunto del libro: el paso del tiempo con sus inconvenientes y la necesidad, en contraste, de instalarse en la memoria de la infancia a través de los versos, de encontrar una especie de consuelo ante la intemperie de la edad adulta y del futuro.

Estas son las líneas maestras, con todos los matices que cada poema pueda aportar, de un libro bien pensado y bien medido en su arquitectura, en una estructura que se articula en cuatro secciones coherentes dentro de sí mismas y del conjunto, más una quinta, una especie de bonustrack titulado ‘Aquí expongo mi queja’ y que solo contiene el poema ‘Bildungsroman’, que cierra perfectamente el libro, que no chirría, a pesar de que aborde la salida de la infancia, es decir, la adolescencia enmarcada en este caso en los años de instituto –de los 12 a los 18-. Lo hace, como cabría esperar, también desde esa mirada amable hacia el pasado que soporta todo el poemario, una perspectiva, por tanto, idealizada, nostálgica, simpática, es decir, algo fullera bajo mi punto de vista, ya que la adolescencia, como todo el mundo sabe, es un campo de minas, una montaña rusa de dimensiones desconcertantes, cuando menos. No obstante, el verso final del poema, “Exijo la hoja de reclamaciones”, resulta algo ambiguo en relación a esa perspectiva edulcorada, ya que no queda claro del todo si las quejas vienen por haber salido sin remisión de esa adolescencia añorada o porque esta significa en su feria alocada de la confusión el fin de la infancia, la primera estación del viaje de ida a ninguna parte que es lo que hay al otro lado del paraíso de la infancia.

Se me ocurre que esa puerta podría quedar abierta en este poema final como una invitación hecha por el poeta a sí mismo para continuar escribiendo cronológicamente una suerte de saga poética que aborde en un segundo volumen la adolescencia y sus cuitas. Pero de esos futuribles no podemos hablar por su consistencia etérea, de modo que centrémonos en la realidad de los poemas que tenemos entre manos en esta reseña.

De entre ellos, los hay memorables, sobre todo los concentrados en la cuarta parte del libro, la titulada con el archiconocido poema de Jaime Gil de Biedma ‘No volveré a ser joven’. Tras diez haikus también muy meritorios en la sección ‘Posibles epitafios’, Omar Fonollosa aborda los poemas quizá más maduros, más contundentes líricamente hablando que son, a mi entender, ‘Salvo de esta manera’, ‘Cubiertos’ y ‘La nave del tiempo’. En el primero, se introduce a la poesía en particular y al arte en general como tablas de salvación frente al tedio de la edad adulta; en el segundo, de una forma sencilla y casi naif se revela una verdad palmaria: en la madurez se pierde en gran medida la capacidad metafórica o simbólica para dejar a la realidad en crudo que campe a sus anchas; de ‘La nave del tiempo’, finalmente, reproduzco los versos que creo que representan a este poema y quizá al conjunto del libro: “Volvamos a los seis: (…) // Sigamos siendo niños/ pese a que este cansancio/ con su dedo corrupto nos señale”.

Sin embargo, aunque los hay, como acabamos de señalar, excelentes, en Los niños no ven féretros se detecta cierta irregularidad, quizá debido a una labor de poda no demasiado exigente. Quiero decir que muy probablemente, por ejemplo, el título del poemario podría haber sido el del poema antes mencionado, que sí que recoge el espíritu de este, y no ‘Los niños no ven féretros, poema de la primera parte que una vez leído y releído no parece muy central, no sostiene al conjunto del poemario. También podemos leer poemas prescindibles como ‘Rayuela’, que explota una ocurrencia bastante manoseada y obvia, ese doble significado de la palabra ‘rayuela’ como juego infantil y como título de la obra de Julio Cortázar, o ‘Insisto’ por el que se transita a trompicones; o piezas algo desequilibradas como ‘Plastilina’, que según avanza se va elevando, promete mucho, pero que se cierra abruptamente, cae, se aplana, aunque en el caso concreto de este poema puede que haya gato encerrado: el reino de la infancia con su lenguaje rico e imaginativo en contraste con el prosaísmo de la edad adulta que cierra el poema. Probablemente sea así, puede que la intención del poeta haya sido poner de relevancia este conflicto, pero del todo no creo que esté conseguido si da pie a tan divergentes lecturas y, sobre todo, si deja en el lector esa sensación de sí pero no.

La única sección del libro que no hemos mencionado aún es la segunda, titulada ‘Aquellos besos míos’, que a su manera marca un punto y aparte en la lógica discursiva del poemario, ya que aborda la temática amorosa desde la perspectiva de quien la ha disfrutado, pero también -¿y sobre todo?- la ha sufrido ya sea en forma de ruptura o de separación de los amantes, unido todo ello a la candidez de la juventud y sus primeras tentativas amorosas. En resumidas cuentas, otra cara de la complicación de la adultez, del territorio hostil fuera de la infancia, pero que a veces tiene la virtud de consolar en medio del exilio –“Como la luz del sueño/ has hecho más amable/ el viaje a la deriva de la infancia”, escribe Omar Fonollosa en ‘Aunque tú no lo creas’ (página 32)-.

Como en el conjunto  del libro, aquí nos encontramos poemas realmente meritorios como ‘En primera persona’, que recoge no solo tradición de la Celestinade Fernando de Rojas, aquello de “Melibeo soy y a Melibea adoro, y en Melibea creo y a Melibea amo”, sino todo lo que vino después con Garcilaso, por ejemplo. También se disfrutan mucho los poemas ‘Yo cerrojo, tú llave’, que contiene una mención explícita a Lope de Vega al tiempo que arrastra coherentemente imágenes ya utilizadas en la primera parte del libro, o ‘Costura’ o ‘Fecha de caducidad’ o… pero no tanto ‘No sé cómo decirlo’ que peca de la irregularidad antes mencionada: un poema donde el tono y las herramientas simbólicas van dando tumbos, donde se citan al mismo tiempo hallazgos interesantes y obviedades.

En fin, un poemario este de Omar Fonollosa que, aun con algún tropiezo que otro, muy probablemente achacable a la precipitación o a la impaciencia de su juventud, acompañará al lector que se acerque a él más allá del acto primero de su lectura, algo que no se puede afirmar de todo lo que se publica bajo el marchamo poético actualmente.

Los niños no ven féretros (Hiperión, 2022) | Omar Fonollosa | 80 páginas | 12 euros

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