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De la memoria efímera

Roblas

RAFAEL ROBLAS CARIDE | Cádiz, verano de 1960. Una foto apoyada sobre la mesa de un estudio y tres nombres: Mario Nolberto Silva, Jean Cocteau y José Manuel García Gómez. Dos poetas y un genio todoterreno. Un argentino, un español y un francés. Y, aunque pueda parecer el comienzo de un chascarrillo, éste es el inicio de un relato escrito desde el corazón; un homenaje que el hijo de García Gómez dedica a su padre casi sesenta años después; una narración lírica construida con memorias y desmemorias que se rompen en la orilla de la Caleta; un libro de encuentros y de olvidos a través de la niebla que teje el tiempo.

“Tres personas posaban para la posteridad pero quizás no lo sabían. Uno de ellos es tu padre que indudablemente se te parece y que ya estaba a punto de entrar en la treintena. Tiene la mirada de quien aún viene a llevarse la vida por delante. Hambre en el verso, hambre de amor y sábanas blancas, hambre de lección que se dicta a un grupo de alumnos mientras llueve en los cristales del aula somnolienta”

Una fotografía. Sí. Ese es el pretexto al que se aferra Luis García Gil –notable biógrafo de cantautores y cineastas– para deambular a través de los ciento trece recovecos que estructuran el armazón narrativo de esta obra. Mas, aunque por su título pueda parecerlo, García Gil ahora no ha escrito una nueva entrega biográfica. Ni tampoco ha construido un minucioso retrato acerca de un personaje o un tiempo concretos, sino más bien ha cincelado –con cuidado de orfebre– un relato sustentado sobre la apelación a una segunda persona, sin un mayor argumento que el paso de los años cerniéndose sobre los protagonistas de la fotografía, caracterizado por una cuidada prosa que avanza, en dislocada hilazón, saltando continuamente desde un recuerdo a otro: desde la nostalgia de lo no vivido hasta el presentimiento del fugaz futuro. Presente. Pasado. Otra vez presente. De nuevo, regreso al pasado… Y, después, las focalizaciones distorsionadas, como si en lugar de un texto se tratara de un caleidoscopio vital donde se van sucediendo las vertiginosas imágenes –¡y aún los pensamientos!– del García Gómez juvenil, de su hijo, de un crepuscular Cocteau, de un Mario Nolberto Silva apresado en su Argentina natal por los grilletes del olvido.

Aunque el nudo gordiano siempre apriete en torno a aquella fotografía (esa lejana noche de julio de 1960 en que Cocteau arribó a Cádiz para participar en los Cursos de verano que la Universidad Hispalense organizaba en la Tacita de Plata), los senderos –como en el relato borgiano– pronto se van bifurcando: los apuntes de García Gómez para la nonata biografía del francés que titularía Jean Cocteau, el artista o la máscara y los esfuerzos de su hijo por culminarla; los cuasi oníricos paseos de los múltiples protagonistas por las reconocibles calles de una pluritemporal Cádiz; las digresiones culturalistas en torno a la biografía del surrealista galo, abundando en sus relaciones humanas y aún divinas; la descripción del ambiente socio-cultural imperante en la España franquista; la profunda reflexión acerca del paso del tiempo y de sus implicaciones. Anécdotas lejanas, encuentros actuales. García Gómez pasea del brazo con Fernando Quiñones mientras, en Madrid, García Gil se achispa con Aute en una sobrecena. Sin embargo, ahora –o siempre, quién lo sabe– el padre acuna al hijo en su estudio de Cádiz mientras hojea el periódico. Ayer y hoy unidos en catarata. Pasado, presente y futuro superpuestos como esos mapas escolares que se realizan con papel cebolla.

“Tu padre y el Arco de la Rosa, eternamente unidos. Cocteau que pone el oído en su leyenda y escucha el mar, el canto de las sirenas, el paso cotidiano de los hombres y mujeres del Cádiz que ya no existe. Y también escucha el ruido de los sables, de las delaciones y percibe el frío de la posguerra que enmudece los cuerpos, la explosión del 47 que hizo temblar a la Catedral”.

Abro de nuevo La noche gaditana de Jean Cocteau por sus últimas hojas y me topo con el índice onomástico de personajes citados: ocho páginas que corroboran la magnífica labor de documentación realizada por su autor y el gran domino de su técnica narrativa sobre su memoria. De Luis García Berlanga a David Bowie; de Jean Marais a José María Pemán; de Rafael Montesinos a Luis Escobar; de la Mangano a Kid Betún. Releo el texto, me dejo extraviar por los callejones de las palabras, de las oraciones, de los párrafos, de los capítulos. De esos ciento trece capitulillos que delimitan la torrentera de voz de Luis García Gil en el homenaje a su padre, a Jean Cocteau, a Mario Nolberto Silva, a ese Cádiz trimilenario que se mira en el mar cada amanecer. Y a mi oído llega entonces la cadencia de otro fluir distinto al de las olas de la playa de la Victoria. Su procedencia es urbanita, sevillana, –¡cómo no me había dado cuenta antes!–; y el eco de prosa periodística de Paquiño Correal se me cuela en la habitación y me da el exacto contrapunto al estilo que ha logrado García Gil en su bellísima obra.

“Pepe Carleton falleció en febrero de 2012. Mucha gente muere en febrero, mes más cruel que abril con el permiso y beneplácito de Eliot y Neruda. Ese mes de algarabías callejeras y máscaras por las calles portuarias murió tu padre. Cantaban Los titis de Cai del chirigotero Selu García Cossío y tu padre se despedía del mundo. No es lo mismo disfrazarse de muerto que serlo. No es lo mismo morirse de risa que sencillamente morirse […]”.

Sucesión desbocada de citas, de datos, de sensaciones, de olvidos, de memorias. Acabo mi relectura y cierro el libro. Imposible una catalogación genérica. Imposible una definición concreta. ¿Prosa poética? ¿Poesía en prosa? ¿Textos líricos? ¿Novela poética? ¿Biografía libre? ¿Ficción biográfica? Me rindo. Quizás la mejor conclusión sea reconocer que Luis García Gil ha logrado transmitir con su obra la dramática gravedad del tiempo que atenaza al ser humano –“morir para despertar del sueño”-, al mismo tiempo que también ha sabido recuperar el retrato exacto de su padre, de Cocteau y de ese Cádiz antiguo que puede que nunca haya existido. Quizás como Cocteau. Quizás también como su padre. O, quizás, incluso, como él mismo. Porque la memoria es tan débil y ficticia como esa fotografía que se apoya sobre la mesa de un estudio cualquiera.

La noche gaditana de Jean Cocteau (DALYA, 2018) | Luis García Gil | 216 páginas | 13,50 euros

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