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De sedas, tafetanes y martirios

ALTA-COSTURA

ROSARIO PÉREZ CABAÑA | Una auténtica delicadeza es este librito que nos acerca a la obra de Zurbarán, a la Sevilla del siglo XVII, a las vidas de las jóvenes santas iluminadas por el pintor, a la prestancia y color de los tejidos de sus vestidos, a las fornituras y, sobre todo, al misterio que estas mártires ataviadas como reinas esconden en los pliegues de sus faldas. Florence Delay vuelca en esta obra la pasión que desde siempre sintió por Zurbarán y por la moda, y nos acerca a la vida de estas sacrificadas doncellas bajo el hilo de sus ropajes. Como obras referenciales, la autora rastrea principalmente las vidas de las santas en La leyenda dorada de Jacobo de Vorágine, entre otros documentos.

Nadie que se haya acercado a la obra de Zurbarán habrá podido dejar de reparar en la galería de santas y mártires salidas de sus pinceles y en los suntuosos ropajes y ornamentos con que el pintor las vistió. No en vano, Zurbarán fue hijo de un comerciante de paños; y pocos como él ha sabido plasmar el apresto satinado de los tafetanes, la lucidez de las sedas, el peso de los brocados, la sinuosidad de los velos, la caída de las sobrefaldas o los pliegues de las basquiñas. Alejadas  de su tiempo y de su realidad, estas jóvenes brillan como nobles doncellas de la corte, como reinas virginales. Por estas galería aparecen las santas Isabel de Portugal, Justa, Rufina, Catalina de Alejandría, Margarita de Antioquía, Marina de Aguas Santas, Águeda de Catania, Lucía de Siracusa, Engracia de Zaragoza, Eulalia de Mérida, Eufemia de Calcedonia, Inés de Roma y su hermana Emerenciana. Nos miran, se alejan, se acercan, nos seducen, nos enternecen, nos emocionan. Detrás de cada una de ellas hay una historia legendaria. Casi todas fueron víctima de su generosidad y su valentía luchando contra los romanos a favor de la cristiandad. Todas ellas están representadas con la serenidad que Zurbarán supo otorgarles por una razón no simple pero comprensible: todas aparecen ante nosotros después de la muerte, ataviadas con suntuosos ropajes y con los símbolos de su martirio, y eso las hace únicas, serenas en su común condición de no temer a la muerte entonces cuando vivieron y ahora que ya pasó. La tortura las ha convertido en invencibles, y así se muestran estas mujeres, y así nos miran, sin altivez, vencedoras, delicadamente poderosas. Procedentes de diversos lugares del mundo, estas mujeres brillan con el brillo de las mujeres del sur de España. Extraídas de su pasado remoto, de los primeros siglos de nuestra era y de la Baja Edad Media, estas ucrónicas criaturas se nos aparecen como vírgenes barrocas paseadas en un bastidor como si de un palio bordado se tratara.

La inclinación de la autora hacia la obra de Zurbarán nos hace reconocer con ella cuáles de estas jóvenes han salido del pincel del maestro y cuáles del de alguno de sus discípulos de su taller sevillano. Basta con tener a mano las imágenes de la galería de santas y reconocer la serenidad nacida del pincel del extremeño. Como si de un juego se tratara, el lector podrá ir leyendo los ropajes, tal y como propone Roland Barthes cuando nos habla del “vestido escrito” en su ensayo El sistema de la moda y otros escritos. Pero más allá de un desfile de modas, de un atelier privado donde uno pudiera asomarse o el gabinete palaciego donde espiáramos la ceremonia del vestido de la reina, aquí nos adentramos en el misticismo de la indumentaria, en la simbología de los ornamentos y fornituras que dialogan con los signos del martirio y de la fe.

Alejada de todo academicismo, la autora, que, por cierto es miembro de la Academia Francesa, se adentra en la temática como hiciera un viajero con un simple cuaderno de notas. Es cierto que en ocasiones las referencias localistas pueden resultar al lector español algo consabidas, pero nada que no pueda obviarse ante el claroscuro que nos acerca al brillo y a la oscuridad de épocas distantes entre sí, a las lucientes mártires en épocas convulsas y su ornamentación discretamente teatralizada, dispuesta para los ojos del hombre del siglo XVII español, espectador de un no siempre luminoso barroco. Porque esto es lo que interesa en este libro de mano: el diálogo entre las luces y las sombras; el deleite formal barroco junto a los martirios de la fe; la presencia legendaria de las jóvenes mártires instaladas como cortesanas en Sevilla, ciudad de puertas y puertos abiertos hacia el mundo.

Trufando esta panorámica del martirologio zurbaraniano, nos deja entrever la autora ciertos destellos de su propia vida, siempre, las pocas veces que esto ocurre, en relación al asunto tratado. También nos habla de las voces de las santas Catalina y Margarita que oía Juana de Arco; de los expolios de obras de arte, principalmente de conventos sevillanos de la mano del general Soult durante el reinado de José Bonaparte, cuya colección “galería española” compuesta por Goyas, Grecos y ochenta cuadros de Zurbarán, se veneró en Francia hasta que fue subastada a mediados del siglo XIX; de la fascinación de Delacroix por las santas del pintor de Fuente de Cantos; de la inspiración de su pintura en Théophile Gautier plasmado en su poema “Zurbarán”, escrito en Sevilla; o del misterioso hilo que une (o cose o hilvana) a los más grandes diseñadores de moda todos los tiempos, españoles ambos: Cristóbal Balenciaga y Francisco de Zurbarán.

Una sutileza esta obrita bordada con los dedos delicados que merece todo vestido de seda creado para vestir a una santa.

Alta costura (Acantilado, 2019)| Florence Delay | 88 páginas | 12 euros | Traducción de Manuel Arranz

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