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Déjame entrar

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Siete casas vacías

Samanta Schweblin

Páginas de Espuma, 2015

ISBN: 978-84-8393-185-1

123 páginas

14 €

IV Premio Ribera del Duero

 

 

Sara Mesa

En cualquier manual de interpretación de sueños se vinculará el espacio de la casa con el de la propia vida. Las estancias del alma, dice la mística. Habitaciones que son parte de nuestro pasado o de nuestro futuro, que esconden secretos, traiciones, ambiciones frustradas, creatividad -y subconsciente- sin censura. Qué es lo que vemos cuando visitamos una casa y qué permanece oculto. Qué se intuye desde fuera, cuando se espía desde un coche. Qué espacios comparten los vecinos, dónde se discute, se come o se ama, cuál es el espacio de la intimidad y cuál el de su pérdida. Los cuentos de Samanta Schweblin que componen Siete casas vacías afrontan el reto de convertir el decorado en el centro mismo de la narración: nada en estas casas es casual, se mire desde el ángulo que se mire. La fusión entre personajes y espacios es tan plena que nos corta el aliento. Schweblin se revela como una maestra de la forma breve, con su admirable capacidad para la insinuación de aquello que está justo detrás del muro. Siete casas vacías es así un conjunto de una extraña perfección, donde la colocación de cada elemento ha sido cuidadosamente pensada, sin que, oh milagro, se pierda ni un ápice de espontaneidad ni de frescura.

A través de estas páginas nos vemos inmersos en un mundo familiar en el que todo lo anormal está revestido con un aura de normalidad, pero también al revés: lo normal tiene una pátina de rareza gracias al foco desde el que se sitúa la narración. Hay muchos ejemplos que podrían ilustrar esto, pero me quedaré con la pareja de ancianos de “Mis padres y mis hijos”, que juegan desnudos con una manguera en el jardín. Aunque no llegan a verse con claridad, los ancianos son el vórtice sobre el que gira la tensión del relato, que se articula básicamente con las palabras de los demás personajes en una tensión creciente perfectamente modulada:“están enfermos”, “sabés cómo se ponen si los sacás de su ambiente”, “solo están desnudos”, “mis hijos están perdidos con dos locos”, “podrían estar con los abuelos”, “están con dos viejos desnudos”, “¿me está diciendo que hay chicos y adultos desnudos y juntos?”… Otro ejemplo admirable es el de las «bombachas» de la niña de “Un hombre sin suerte”, cuento que fue añadido posteriormente al volumen, y que es el único que no sucede en el espacio de una casa: la prenda que se pierde y luego se recupera -aunque de otra forma- encierra en su aparente ligereza toda una lección de aprendizaje para la niña -lo que está bien, lo que no, el miedo y el reproche, el peligro de la amistad y de las apariencias, el conflicto latente con los padres y con su sexualidad futura-. Perturbaciones de la edad, pérdidas de las que no se habla -ay, esos hijos muertos-, dificultades de pareja, todos los cuentos, con tramas en apariencia sencillas, contienen una pequeña bomba a punto de explotar, sin efectismos ni gratuidad. Precisamente este es uno de los rasgos que más me maravillan de las historias de Schweblin: que no eche mano de trucos fáciles ni de giros inesperados para sorprendernos. La fascinación que produce proviene más bien de la tensión interna del cuento, de su suave avance, de la elegancia con la que vela ciertos contenidos, todo ello a través de un lenguaje muy medido, sin ningún tipo de exceso retórico.

La grandeza del libro se pone de manifiesto también a la hora de elegir un cuento sobre otro, tarea imposible. Sinceramente, yo no sabría con cuál de los siete quedarme. Me fascina la historia de la hija que acompaña a su madre a cotillear casas -me reconozco en ese impulso cotilla-, la de los viejos del jardín y el matrimonio roto, la del señor Weimar y su negación a reconocer la desgracia, la de la caída en la irrealidad de la anciana Lola -qué manera más fina, más visual, de escribir sobre la disolución de la memoria-, esos cuarenta centímetros que, a veces, uno ocupa en el mundo, la fugacidad de la liberación cuando una discusión se interrumpe en bata, sin nada más debajo. Lo extraordinario, de nuevo, es cómo estas historias mínimas conmueven y sacuden con tanta fuerza, y cómo los objetos más diversos -la bata, las bombachas, un anillo, una bolsa de ropa usada, una lista de cosas que hay que hacer- cobran significados tan potentes. En esta capacidad de dar relieve y dignidad a las vidas cotidianas, los cuentos de Schweblin me recuerdan a los de Alice Munro, porque cotidiano no significa aburrido, porque las vidas cotidianas, normales, están llenas de cosas extraordinarias que contar, de nacimientos y de muertes, de amores, rupturas y locuras, de obsesiones y envejecimientos, de miedos y deseos. Y ojo, la comparación de Schweblin con una premio Nobel no es cualquier tontería, y la hago muy consciente de todas sus implicaciones.

admin

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