ILYA U. TOPPER | “Tía, cuando llueve, el pelo se les riza y se les pone como a nosotros”. Es un diálogo entre dos mujeres negras en París. Miento. Es un diálogo entre dos mujeres norteamericanas de piel oscura, es decir, afroamericanas. Lo apunta Johny Pitts, que no es afroamericano sino afropeo, o eso dice él, porque se crió en Sheffield, en la Inglaterra obrera, su madre es británica y su padre es negro, perdón: afroamericano. De Brooklyn. Consigno el dato, porque es esencial para entender algo que Johny Pitts no entiende a lo largo de todo el libro, y mira que está buscando respuestas. De París a Moscú, de Estocolmo a Lisboa, de Amsterdam a Marsella.
“Notas sobre la Europea negra» es el subtítulo del libro, y hay que reconocer que la obra como tal no está mal. Johny Pitts, que en aquel momento debe de tener alrededor de treinta años, periodista cultural en la televisión británica, se echa la mochila al hombro y recorre durante cinco meses —probablemente hablamos de 2010-2011— el viejo continente para documentar cómo viven los negros europeos. Es un chaval observador, dispuesto a escuchar, a tomar nota, a aprender y a hacernos partícipe de este aprendizaje en directo. Afropean, por lo tanto, es un libro que se lee bien, porque se avanza junto al autor por trenes, autobuses y calles nevadas (sí, hay bastante Europa del Norte en esta trayectoria). Una documentación de historia, política y circunstancias le pone el contexto necesario a cada capítulo; no hablamos de postales sino de investigación concienzuda. Pero desde muy pronto nosotros nos damos cuenta de algo que el viajero periodista no asimila: confunde ser negro con no ser rostro pálido anglosajón.
Esto se evidencia ya desde la visita de París, donde Pitts describe los guetos de inmigración africana. Africana quiere decir aquí en su mayoría norteafricana, magrebí. Para el autor, los magrebíes forman parte de la «negritud», porque europeos no son. En ningún momento se le ocurre que los magrebíes se consideran a ellos mismos blancos y que no solo llevan a cuestas siglos de historia como dueños y traficantes de esclavos negros, exactamente igual que los europeos en este aspecto, sino que el racismo de blancos contra negros sigue muy vivo hoy día en el Magreb frente a los inmigrantes subsaharianos. Pitts lo pasa por alto: son inmigrantes, están discriminados, sufren racismo por parte de los europeos, por lo tanto son negros. Más concretamente, son afropeos: africanos que viven en Europa.
Pitts, hijo de un músico de Brooklyn, entiende ser afropeo como una variante geográfica de ser afroamericano: ciudadano de un país de blancos, partícipe de la misma cultura —como él desde luego es— pero con la tez oscura y por lo tanto obligado a estar unido en un proyecto reivindicativo de derechos civiles. Como algo así no existe prácticamente en Europa, con excepción de cierta comunidad surinamesa en Ámsterdam, Pitts atribuye esta condición a los inmigrantes, a todos los que no tengan la misma blancura de piel que un milord inglés. Tanto que de su estancia en Estocolmo nos relata principalmente la vida de dos personajes: el tunecino Saleh y el griego Gus. Inmigrantes ambos. Discriminados. Sufren racismo. Esta era la negritud ¿no?
Hay paisajes en el libro en las que la fascinación del autor por lo colorido y exótico de África, expuesto en algunos guetos de inmigración, y por la conciencia política que la condición del gueto imprime a algunos intelectuales, roza lo que podemos llamar orientalismo. La comunidad surinamesa de Róterdam está en cierta medida despolitizada, constata Pitts, porque aquí se aplicó una norma que prohibía dar vivienda a más de una familia surinamesa en el mismo bloque, algo que en Ámsterdam no se cumplió, por lo que se creó el gueto de Bijlmer —impactado por el desplome de un avión en 1992, que causó muchas decenas de muertos— donde hay ahora un llamativo activismo social y político negro. ¿Una oportunidad para investigar la fórmula que ha permitido evitar guetos y proponerla al resto del continente? Todo lo contrario: Pitts busca el activismo, no la solución. El negro bueno es el negro oprimido.
No estoy leyendo entre líneas: Bijlmer se está aburguesando, lamenta el autor, al observar que junto con el estadio Amsterdam Arena se ha instalado «un nuevo centro comercial con su H&M, su tienda Vodafone y su McDonalds». «Para la comunidad negra, esta transformación podría representar una catástrofe más grave aún que la de aquel accidente de avión, pensé». Porque claro, ¿cómo va a vestir un negro ropa de marca, usar un teléfono móvil o comer un bocadillo de esos? Eso es solo para los holandeses blancos. El autor se aleja rápidamente de aquel «tumor» —así lo llama— y se toma un chupito de ron con hierbas surinamesas que despacha un negro vestido con un «atuendo tradicional acorde con su etnia». Menos mal.
Esta búsqueda esforzada del gueto también domina el capítulo dedicado a Lisboa, que incluye, eso sí, una interesante documentación sobre los ires y venires africanos de la población lusitana. Pitts se queda «helado» cuando su guía, un portugués mestizo nacido en Mozambique, le comenta que nunca ha estado en Cova da Moura, la «favela» negra de Lisboa. Cuando llegan, el barrio, auténticamente africano, por supuesto le encanta, pese a su mala fama de drogas y violencia. Le hacen observar que hay coches de alta gama entre las casas modestas; puede imaginar que esto indica un trasfondo de mafia y crimen, pero prefiere verlo como «una inversión en orgullo, libertad y autonomía». Todo con tal de no ser como los demás.
Con ese mismo idealismo del gueto, el periodista escucha aliviado que no necesita tener miedo en Cova da Moura, porque no parece angolano —él está entre caboverdianos— pero no le alcanza para comprender que su concepto de una unión de negritud africana, esa que lleva buscando durante 400 páginas, solo existe en su cabeza y que angolanos y caboverdianos, separados por cinco mil kilómetros —la misma distancia que hay de Londres a Lagos, y nos referimos a Lagos en Nigeria— son pueblos tan distintos que solo un europeo puede verlos como parte de una unidad política: total, son todos negros.
Este ideal de una negritud universal explica también las incesantes referencias a literatura escrita por norteamericanos negros, entre ellos un capítulo entero dedicado a James Baldwin, escritor de Harlem que residió los últimos años de su vida en la Costa Azul de Francia. En conjunto, la confusión entre el fenómeno de la inmigración y el de una población nativa con distinto color de piel.
Se lo perdonamos, porque nos emociona Pitts cuando recorre esta Costa Azul y recala en Marsella, una ciudad que describe como enteramente mestiza, mediterránea, casi africana, bulliciosa, alegre, viva, un lugar donde le encantaría vivir, donde por fin dejaría de sentirse extraño. En una palabra: «La meca afropea».
Te entendemos, Johny. Aquí no te vas a sentir extraño, porque efectivamente a los nativos de aquí, incluso si no han venido de ninguna parte lejana, se les riza el pelo cuando llueve, igual que a ti. ¿Te has mirado al espejo? Tú te llamas negro, pero tengo amigos andaluces que tienen tu mismo pelo y tu mismo color de piel. Tú, en el fondo, no querías buscar la negritud, tú querías escapar de la fría blanquitud anglosajona. Quizás eran muchas alforjas para un viaje al sur, pero bien, al final lo has conseguido. Acabas de descubrir el Mediterráneo.
Afropean (Capitán Swing, 2022) | Johny Pitts | 440 páginas | 23 euros | Traducción: Miguel Marqués, María José Borrego