Indies, hipsters y gafapastas. Crónica de una dominación cultural
Víctor Lenore
Capitán Swing, 2014
ISBN: 978-84-942879-4-7
168 páginas
16 €
Presentación de Nacho Vegas
Carolina León
En el pueblo minero de mi abuela, tengo un buen amigo hace veinte años. Es enfermero, estudió con las becas que generosamente nos prodigaba el gobierno socialista, y que permitieron a un par de generaciones aspirar a un futuro distinto del de sus padres. Muchos pasamos por ahí. Él no solamente es enfermero en el hospital regional de Río Tinto, lo es para casi todos los vecinos que han enfermado o envejecido en los últimos veinte años. No lleva gafas de pasta porque no es miope y viste lo que encuentra en la tienda, aunque le encanta llevar camisetas de Family o Los Planetas. Un par de veces al año va a conciertos de grupos hiper-minoritarios que ofrece la Universidad de la Rábida. Lee y colecciona Rock de Lux desde que nos conocemos y guía sus gustos musicales por la revista. Compraba miles de discos y ahora descarga y distribuye entre sus primos y vecinos, como hacía antes. No cree que RdL sea biblia pero le sirve para estar conectado con el mundo urbanita, hipersofisticado y ‘wannabe’ de los hipsters de Malasaña. Ha visto reducirse un 20% su sueldo últimamente, participa en las fiestas populares y lo que se tercie, no alardea de ello porque no tiene cuenta en twitter y la cuenca minera tiene una internet de pena. Ha leído y subrayado probablemente todas las recomendaciones musicales de Víctor Lenore y los otros redactores de RdL.
Si empiezo así esta crítica es en consonancia con una buena parte del libro que me ocupa, basado en un periplo/iluminación personal.
Ahora bien, Indies, hipsters y gafapastas habla de uno mismo tanto como pretende hablar de los demás. Periodista de larga trayectoria en medios culturales y musicales, Víctor Lenore parece haber visto la ‘matrix’ descolgándose en filetitos de código y así nos lo cuenta. Las dinámicas que desgrana atañen tanto a los imperios mediáticos como al submundo de las tendencias musicales (que es un espacio acotado, mucho menor que el de los aficionados al golf) y parte de la tesis de que estas “tribus” urbanas han hegemonizado la producción y el discurso cultural en las últimas ¿dos décadas? Entre medias, un montón de anécdotas personales de su vida como periodista cultural.
Podemos convertirnos. Podemos ver la luz.
Que el mundo lleva al menos cinco décadas deviniendo individualista y consumista es un asunto de calado histórico-sociológico cuyo análisis puede abarcar bastante más allá que la música indie. Que buena parte del mundo occidental apostó por desmarcarse de sus orígenes y se desclasó en masa es… ¿culpa del acceso a la educación superior? ¿De los discursos neoliberales de “hazte a ti mismo” y la abogacía por la competitividad? ¿De la bonanza económica y los estados del “bienestar”? ¿De la deriva que prometió que todo el mundo podría dedicarse a profesiones creativas y ser emprendedor?
El punto de vista elegido para esta “crónica” sobre una “dominación cultural” quiere enfocar a la tribu indie, hipster y gafapasta (también al difuso “modernos”), en connivencia con los poderes mediáticos e industrias culturales para generar una élite de distinción del gusto. La burguesía, por llamarla así en sus múltiples formas, lleva al menos dos siglos imponiendo su “cultura dominante” como signo de distinción, como símbolo de estatus. Dueños de la prensa, las industrias y la educación, en el mundo hiper complejizado del final del siglo XX y el nuestro, esta “dominación” es mucho más difusa y quizá hegemónica, como dice el autor.
Pero que pudieras escuchar y apreciar a los Joy Division, a Wilco, Editors o Beach House, no sé bien qué tiene que ver con hacerte mejor o peor persona. Que participases activamente en la “ruta del bakalao” o las fiestas “acid-house” lo mismo, por cierto.
Pensémoslo un poco desde cada uno/a, si de anécdotas se trata. Mi padre compraba discos en la base de Morón, prefería el rock al tugurio flamenco de sus mayores, quería, sí, desclasarse. Más o menos hice lo mismo con 20 años, comprando música importada pero moderna, su rock no era lo mío. Mi abuela, en el pueblo minero cincuenta años atrás, también era una moderna. Ella compró el primer “pick-up” del pueblo. Revolución.
Hay una “hegemonía cultural” dictada desde los medios, los grandes y los ‘wannabes’. Queda por medir qué incidencia social han podido tener, en verdad, en nuestra España post-transición. Si bien algunos análisis de Lenore, basados en su propia experiencia, pueden ser significativos para el común de la sociedad, creo que se refieren a un sector pequeño, muy pequeño, de desclasados urbanos, y que el resto de la vida de la gente en estas dos últimas décadas ha sucedido más o menos bajo el lema “haz lo que puedas con lo que tengas”.
Quiero poner en relativo el poder de influencia de las revistas o suplementos culturales frente a, digamos, las revistas de cotilleos. Según el autor, son las primeras las que marcan las tendencias de la modernez. Puede ser, pero para “demostrar” que eso llega a una capa importante de la sociedad se ve obligado a abrir el foco, diluir el espacio que revisa, y tomar churras por merinas. A ratos parece, leyendo, que si te mola Beyoncé eres de los buenos, y si no te mola eres, también, de los buenos.
Si esas “tribus” son importantes para el mundo cultural contemporáneo -con su merma de ingresos post-crisis- será en dos barrios (o tres) del estado. Digamos que pertenezco al mismo mundo del autor -estudios superiores, una difusa clase media que en mi familia tiene una sola generación- y ambos hemos pasado en grados distintos por el periodismo de tendencias. Vas leyendo este libro y vas creyendo/sintiendo que los periodistas culturales son unos engañabobos y las personas amantes de los grupos indies los bobos más bobos.
Al pasar las 168 páginas, es como si lo que nos quiere decir Lenore es que fuimos engañados (engañando). Sinceramente pienso que lo que llama la “cultura dominante” (o la supuesta preponderancia de lo hipster) es un pálido esbozo de lo que es la maquinaria mediática en funcionamiento cotidiano. Esa maquinaria mediática te agrede todo el tiempo, da lo mismo donde te sitúes, siendo mujer, siendo inmigrante, siendo un currela, pero no desde las revistas de tendencias, sino desde cualquier suplemento dominical, con tiradas varias veces mayores que las de la revistilla indie.
Dice el autor hacia el final (spoiler) que el sistema promociona la música y la cultura con la que se siente más cómodo: ¡bravo! ¡el sistema no quiere conflictos ni cuestionamientos! Dice que las empresas de la cultura han primado el hacer caja, pero es que son empresas. Lenore hace un perfil tan amplio del segmento que intenta retratar que da lo mismo si te gustó Joy Division, Cocteau Twins, Death Cab for Cutie o The Kills: los indies, los hipsters y los gafapastas entran en una batidora de “aquellos que se sienten privilegiados por los gustos que cultivan”.
Pero, ¿de verdad hemos sido tan idiotas y tan manipulados? Tomar a la gente por tonta no sé si es la mejor manera de que se politice.
Puedo estar de acuerdo con algunos argumentos del libro -menos mal que alguien señala lo ridículo del estereotipo de cantante melancólico, aislado, incapaz de comprometerse, pero suavemente sufriente-, y sí, vivir la vida de acuerdo a las revistas es malo para la salud. Qué cosas. También nos creímos cool y mejores que el resto del mundo por tener acceso a la vivienda, un trabajo -quien lo tuviera- y algunos derechos que han desaparecido prácticamente.
Víctor Lenore desearía que valorásemos formas de ocio “comunitario” o “colectivo”. Habría mucho que decir sobre la sostenibilidad de una cultura fuera del mercado y de hecho se dice, todo el rato.
Es más que claro que la cultura debería ser un derecho y no un valor de cambio: pero esa cultura colectiva y comunitaria sucede todo el tiempo, en la librería de barrio y en el festival financiado por el ayuntamiento, y sucedieron en la época del individualismo indie. La oficina del Festival de Benicàssim, en la que trabajé, fue una gran comunidad (en la que me explotaron, como en todo trabajo).
Y también quisiera Lenore que los desclasados indies sintieran más amor y menos desprecio hacia lo popular. En los extrarradios, en los barrios obreros, es cierto que se produce cultura que no se mima en las revistas de tendencias y eso, quizá, es mejor para todos. Sin “sistema” no habría “antagonismo”. Pero es un tanto ingenuo aupar lo popular como “bueno” per se. Me parece problemático romantizar la creación del pastor analfabeto -y defiendo que ese pastor siga creando-, invisibilizando las condiciones en que produce. Esta blanca privilegiada quiere bailar en fiestas autogestionadas, pero no está tan cómoda con la idea de que lo “popular” sea sinónimo de “bueno”.
Pero un día a los de las tendencias les da por aupar a Lole y Manuel (o a la cumbia villera), un poner, y entonces ya será hipster. Hay tantos motivos y ‘name-dropping’ coleccionado a lo largo del libro que se puede colegir que Eduardo Inda y Traficantes de Sueños son hipster. He dicho “name-dropping” y “colegir” en la misma frase, soy una snob.
Y hay algo más que señalo en Indies… Su ausencia de diálogo con el presente. Una vez más un “ensayo” trae un discurso para agitar conciencias y se olvida de dialogar con lo que tiene cerca y probablemente lo ha alimentado. Poner claro sobre oscuro es una estrategia que puede valer a veces, pero adiós matices. Aunque también puede ser que se dirige a un público que no lee el ‘timeline’ de estos dos redactores, y realmente creo que ese público no comprará este libro que va sobre ellos.
El individualismo, la apatía social o la desgana política se ha alimentado durante décadas de formas tan poderosas que puede ser que sirva un libro sobre los gustos musicales, aunque en lo fundamental estoy bastante de acuerdo con Lenore, y podríamos ir hacia la arcadia de la vida comunitaria, en común, sin individualismo, con una cultura participada por todos, sin dinero. Me hubiese leído contenta un libro así, de utopía cultural.
En lugar de digresiones glamurosas (inductivas, tomando el todo desde la parte) para mí hubiese sido más interesante una crónica personal, completa, experiencial. Algo menos de inferir leyes desde lo que hemos vivido, aunque está claro que lo personal es político. Algo menos de cilicio por haber creído esto o aquello. Un catálogo de las veces que no pudo escribir de argumentos sociales. O una historia novelada de lo que supuso mantener el proyecto de La Dinamo. En el 95 por ciento del armazón es un libro para hacerte sentir mal, y eso lo hace todo el tiempo la tele. Más “iluminaciones” desde un concienciamiento culposo de clase no necesito. Suena parecido al mantra rajoyense de “Hemos vivido por encima de nuestras posibilidades” y mira, ya lo dice Rajoy.
Imagino que la cultura libre e independiente a la que se refiere el autor es la de abrazarnos para corear a Lluis Llach.
No pillo el sentido de esta crítica. O soy muy tonto, o no me entero de que todo lo que tenemos, es debido a nuestra condición natural de ciudadanos del primer mundo, pensando yo absurdamente que que no es así.