REBECA GARCÍA NIETO | He visto cosas que no creeríais. He visto un rompehielos surcar el abismo de una página en blanco. Una pluma solitaria extraviada en mitad de un naufragio. Una sirena… Pero, pese a lo impresionante de la panorámica que ofrece Una jugada de dados, me consta que al asomarse a este naufragio otros alcanzaron a ver mucho más que yo (el filósofo Quentin Meillassoux, por ejemplo, descubrió en él un código oculto que dio pie a interesantes reflexiones sobre el azar, la contingencia, el infinito…). Es posible que, al igual que ocurre al contemplar algunas obras de arte, cada persona vea una cosa distinta en el célebre poema de Stéphane Mallarmé. Sus interpretaciones tienden a infinito. No en vano, se podría que decir que contiene un universo entero: como dijo Valéry, en este poema Mallarmé había intentado “elevar, por fin, una página a la potencia del cielo estrellado”.
Para algunos autores, como Walser o el propio Mallarmé, la Página es de vital importancia: el formato y el tamaño de la hoja juegan un papel protagonista en la obra. Los microgramas de Walser se extendían con frecuencia hasta ajustarse casi al milímetro al tamaño de la hoja; por eso se ha llegado a pensar que era precisamente el tipo de papel y su formato lo que le impulsaba a escribirlos. En el caso del francés, la sintaxis del espacio, la distribución de las letras en negro y los espacios en blanco (¡cómo no acordarnos aquí de los colores de un dado!, señalaba Valéry) no respondía a un impulso interior de origen incierto, sino que estaba cuidadosamente planificada. En el prefacio del libro, Mallarmé equipara “los blancos” del libro con los silencios de una sinfonía y afirma que para quien lo lea en voz alta el poema es una partitura. La disposición del texto crea la ilusión de oleaje, de movimiento. Todos estos aspectos se han respetado en esta cuidada edición que tiene la particularidad de mantener el formato original y la composición de página elegida por el autor para la edición inédita de Vollard en 1897. Además, los editores han tenido en cuenta las correcciones manuscritas del autor sobre las pruebas de imprenta que se conservan. En ese sentido, esta nueva edición merece mucho la pena.
Por otra parte, aunque estemos hablando de una obra de 1897, Mallarmé nunca pasa de moda. De hecho, en cierto modo, es el precursor de muchos conceptos que hoy día nos parecen muy actuales, como la idea de libro como objeto, como obra de arte. Libros como La casa de hojas, de Mark Danielewski, o Glas, de Jacques Derrida, nos parecen “rompedores”, entre otras cosas, por los laberintos visuales y las geometrías imposibles que contienen. Sin embargo, su germen estaba ya en las vanguardias literarias y, antes aún, en Mallarmé. En mi opinión, lo que hizo el francés en 1897 fue una proeza, pero no sólo por la forma del poema. Imagino que el usar distintas tipografías para los diferentes planos del poema, el hacer añicos el verso, supuso toda una ruptura en aquella época; pero también se adelantó a su tiempo en cuanto al contenido. Aquí Mallarmé reflexiona sobre la imposibilidad de la escritura, de la poesía, y lo hace desde el interior del poema: en palabras de Octavio Paz, “contiene su propia negación y hace de esa negación el punto de partida del canto”.
Una jugada de dados anticipó también la muerte del autor que años más tarde certificarían Barthes, Foucault o Derrida. En Glas, de este último, se nos presentan dos textos enfrentados, uno de Jean Genet y otro de Hegel. Sin embargo, como señaló Gabriel Albiac, “Ni Genet ni Hegel comparecen”. Algo similar ocurre en este poema sin sujeto de Mallarmé. El poeta se empeñó en destruir por completo toda voz, borró al Maestro que antaño empuñaba el timón, y dejó que fuese el propio lenguaje el que hablase como si el poema se escribiese solo. La escritura se muestra como “un navío inclinado” que surca el abismo de la hoja en blanco propulsado únicamente por la vela del lenguaje. No hay puntos cardinales para orientarse, no hay boyas ni puntos de anclaje: Mallarmé borró cuidadosamente cualquier rastro de realidad exterior. Así que el lector se encontrará vagando a la deriva en un barco hecho añicos, sin capitán, sin mar… y lo más sensato que puede hacer es olvidarse de todo mundo conocido y limitarse a disfrutar del espectáculo de magia que propone el autor.
El poema habla de un naufragio y de un Maestro que sostiene en las manos un dado. En esas circunstancias, “en circunstancias eternas/desde el fondo de un naufragio”, el lanzamiento del dado es un acontecimiento que podría cambiarlo todo. Todo depende de que salga el Número: “el único Número que no puede ser otro”… Como un hábil trilero, el poeta despliega ante nosotros un pensamiento que no es más que un juego, una jugada de dados. Pero se trata de una jugada muy peculiar. Aquí no hay cubilete ni dados. Por no haber, ni siquiera hay manos. Porque si en algo se esmeró Mallarmé fue en borrar las manos que lanzaron el dado, las que sostienen la pluma, en definitiva, su propia mano. Sin duda, Mallarmé ha logrado con su poema lo que Joyce ambicionaba para su Ulises: mantener ocupados a los críticos durante más de un siglo. Para esclarecer el significado del texto, se ha apelado al azar, a las matemáticas, al eterno retorno… Pero más que el verdadero significado de esta jugada, o su posible resultado, lo que más me ha impresionado es ver lo lejos que logró llegar Mallarmé hace ya más de un siglo. Por así decirlo, me asombra lo lejos que llegó en su propia desaparición. Y, como muestra este libro, lo hizo así, a la vista de todos. Como en los trucos del mejor Houdini. Pura magia.
Una jugada de dados (Ya lo dijo Casimiro Parker, 2016) de Stéphane Mallarmé | 64 páginas | 15 € | Traducción de Pilar Gómez Bedate