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Después de puesta la vida

JOSÉ MANUEL GARCÍA GIL | Pilar Adón (Madrid, 1971) propone en Da dolor, el libro que sigue al aclamado Las órdenes, de 2018, una reflexión, que es también un lamento, sobre una realidad lacerada por el vacío que deja en el sujeto poético la pérdida de una persona querida. La relación entre padre, memoria, muerte y poesía es tan antigua como la literatura. En las letras hispanas dicha confluencia temática es deudora de las Coplas a la muerte de su padre, de Jorge Manrique. Y deudor de esos cuatro pilares perdurables es este libro, el más personal de su autora, cuyo título, extraído de la primera de las coplas manriqueñas, contrapone el placer de vivir y el dolor de recordar lo vivido: “Dejadme recordar. Mirar atrás/ no puede ser un pecado tan grande”, son versos de la autora que anticipan ese contenido.

Pilar Adón se ha convertido en unas de las escritoras más reconocidas y valoradas de este país por su profundo compromiso con la palabra y por la intensidad temática de su obra. Ha escrito narrativa y poesía y es, además, traductora y editora. Toda su vida gira en torno al libro, pero siempre ha mantenido cierta distancia emocional hacia el objeto de su escritura y de su oficio. Nunca hasta ahora, en un libro suyo, había puesto sobre el tapete cartas de una experiencia vital tan íntima, esa que representa en una persona la desaparición de un mundo, de una forma de vivir.

Este es, por tanto, un poemario atravesado por la muerte y la memoria. Un libro complejo, lleno de dientes de sierra, donde el dolor y la ira, se alternan con la añoranza, los propósitos y las certezas. Cargado de referencias soterradas, Da dolor requiere de varias lecturas para asomarse a sus diferentes profundidades y desplazamientos temporales. En ese sentido, la poeta retoma algunas de las constantes temáticas de su escritura: el miedo (“materia orgánica”); las dependencias (los cuidados personales que debe prestar una hija a un padre enfermo); la propia dependencia de la autora de la literatura, de los libros (“Un libro es yo”, dice uno de sus versos), de sus autoras de referencia (Emily Dickinson, Charlotte Brontë, Flannery O’Connor, Anne Carson, Sylvia Plath) y la inevitable concurrencia de la naturaleza (Thoreau incluido) y de su intensidad. Sin embargo, en esta ocasión, todas estas obsesiones, inquietudes e incluso hábitos, están al servicio de las claves temáticas del libro y de su contexto de escritura: el dolor concreto e intransferible que sufrimos cuando se nos amputa algo propio. Los espacios naturales, por ejemplo, no son esta vez elementos hostiles sino ambientes apacibles donde se desarrollan las acciones de la infancia. Y si la naturaleza es familiar también lo es la presencia de los animales. Asnos, mulas, borregos, lobos o perros, especialmente, asisten en silencio al relato “doméstico” de la memoria.

Desde el principio, observamos que esa contemplación de la naturaleza no es estatuaria, sino inseparable del yo que la contempla y del pensamiento y de la emoción que suscita dicha contemplación. La naturaleza se entreteje con la persona que la vive, que proyecta en ella la fragmentación de su propia memoria y de su evidente discontinuidad. La intimidad absorbe todo este mundo y participa de él, lo abraza y lo protege, con devoción. En realidad, no hay dos mundos separados, la naturaleza y el yo, sino uno solo: la memoria de uno es la memoria del otro. Y cuando el yo se desplaza, se aleja de la tierra, de la raíz, arrastrado hacia esa “ciudad fea” (Madrid), contaminada e higienizada a la vez, donde el verano ya no importa ni se atrapan cangrejos o se recogen castañas del monte, el desarraigo y el vacío que dejan en la persona solo puede llenarse, paradójicamente, con el legado de esos recuerdos.

Pilar Adón disecciona también, como acostumbra, aspectos diversos de la condición femenina. “Un hombre, un héroe. Una mujer, una santa”, se dice en uno de los versos. Y ese injusto reparto de roles lo es desde que la autora tiene memoria: la mujer es madre, sumisa, ermitaña o descuidada y las niñas y los niños tienen asignados desde que nacen sus papeles en las prácticas y rutinas del hogar. Pero quien protagoniza estos poemas es una niña bien, permeable, que juega a otros juegos, que lee libros y reivindica a la pequeña Fadette, la nieta de aquella bruja de la novela campestre de George Sand. Esa niña es el “ojito derecho” de su padre, un hombre que encaja a la perfección en ese modelo patriarcal que la autora critica. Pero a ese hombre que caza los animales que la hija abraza, adopta y protege, esta hija lo ama, comparte su memoria (“Su memoria y la mía van pegadas”) y en la confrontación con algunos de esos modos de pensar y actuar diferentes concluye: “sea yo como mi padre, pero no del todo”.

Veintiocho poemas distribuidos en tres o cinco partes (depende de cómo se miren aquellos que se añaden como una especie de epílogo) que hacen alusión a procesos geológicos relacionados con la formación de las montañas (orogénesis, deformación, plegamiento) y, simultáneamente, a variaciones temporales (lo de antes, durante, lo de después), formando un todo sólido y unitario. Atendiendo a esa doble progresión las distintas partes del libro reúnen poemas referidos al tiempo sin dolor, a su aparición, a la enfermedad imparable, a la muerte y al duelo. Son poemas transitados por el miedo y la rabia como negación, por el desconcierto, el desamparo, el silencio activo de Dios (“ogro aburrido”), la incertidumbre y la reivindicación de ese tiempo de la infancia y de la inocencia frente al vértigo de este otro nuevo tiempo y de su tragedia.

¿Sirve la palabra para aliviar el dolor? ¿Tiene efectos terapéuticos? La propia autora, que delata su nula dignidad y su poca ética al abrirse en canal en el poema, sabe que la poesía nunca bastará, que ella nunca estará salvada. Pero, la poesía, como afirmara Lezama, “tiene que zurcir el espacio de la caída”. Y en esa idea se mueve este poemario: frente a la antinaturalidad de la muerte y la violencia de su aparición, la naturalidad de la escritura y la invocación de la memoria surgida de lo más íntimo.

Pilar Adón ha asumido el riesgo que supone escribir desde una perspectiva autobiográfica: esa apuesta, entre confesional e intelectual, por la primera persona y el lenguaje directo, unas veces coloquial, otras ilustrado, rotundo o moroso, que se ajusta perfectamente al desbarajuste y al trauma por la pérdida, la ausencia, el vacío, el paso del tiempo. Una pena desconocida hasta entonces (“Eso espiritual que ves es mi pena”, resume el poema más corto del libro) y una intensa fragilidad lleva a la autora a reconocer cuán torpe es la niñez, la vida familiar, la adolescencia, el mismo día de ayer, porque hasta ese día trágico uno no sabe cómo nos cambia la vida -una vida tan distinta de ahora en adelante- el dolor inconsolable. Queda toda la evocación de la que el yo poético es capaz ante la constatación de ese terrible acontecimiento, pero también la convicción de que la memoria no se puede extirpar como un tumor. La historia, triste o no, nos inscribe como alguien en el transcurso del tiempo. Nuestra existencia es un collage de recuerdos. Somos aquello que hemos vivido.

Da dolor (La Bella Varsovia, 2020) | Pilar Adón |76 páginas | 10,90 euros.

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