ELENA MARQUÉS | Si pudiera resumir con una sola palabra el último libro de Gregorio Dávila de Tena, esta sería «agradecimiento». No solo porque la breve composición que le sirve de frontispicio se inicie con un homenaje a la poesía y los poetas, «condenados» a romper el silencio y a diluir su escritura en un canto colectivo e interminable. Tampoco porque uno de sus poemas adopte la fórmula de las bienaventuranzas en una invitación a la felicidad, ni porque las páginas finales se desplieguen en tributos y dedicatorias. Es que todo el libro transpira y se hace eco de una de las citas elegidas para el inicio, en este caso, del siempre dichoso (o al menos aparentemente) Jorge Luis Borges. Cita que da lugar, además, al título del poemario: «Un hombre que ha aprendido a agradecer / las modestas limosnas de los días».
Con esos mimbres, y siguiendo al hermano David Steindl-Rast (stop, look and go: «detente, mira y anda»), el escritor extremeño estructura en tres partes este hermoso librito que, como viene ya siendo habitual en él, ha recibido un premio; en esta ocasión, el Ciudad de Córdoba «Ricardo Molina».
Y lo hace de nuevo en el camino de la sobriedad lingüística y retórica como mejor espejo para la calma y la vida sencilla, superando artificios («A veces el poeta rozaba la solemnidad y la impostura», recuerda en acotación a pie de página), limando a conciencia cada verso («trabajar» es un verbo que aparece en más de una ocasión), eligiendo con acierto los campos semánticos con el único propósito de facilitarnos el acceso a la vida («Todo poema es un camino, un viaje por el tiempo, es abrir un espacio para los pies del peregrino») desde una concepción y una filosofía rozadas por la calma del budismo y el Tao (stop), cuyas huellas inspiraron precisamente otro excelente libro del autor (Madre del agua, XXII Premio de Poesía Eladio Cabañero).
Y es que en cada poemario de Dávila se reconocen los ojos limpios de quien mira el mundo por primera vez y descubre, en sus pequeños milagros, la bendición diaria de la belleza y el verdadero umbral del lenguaje («la mirada es hoy el idioma»).
Creo que ya lo he dicho otras veces: la mirada (look) es para Dávila el origen de la poesía (recuérdese el subtítulo de su libro Un temblor en las encinas. Biografía de una mirada, ganador del I Memorial Ana de Valle de Avilés), y de ahí que todas sus composiciones estén salpicadas de colores y detalles, matices inapreciables para los incautos, sonidos que nos acompañan siempre y que por eso mismo dejamos de oír. Momentos únicos dignos de celebración. Pensamientos que a todos nos asaltan. Precisamente no hace mucho me decía mi madre: «Cuando eres pequeño nunca imaginas que vayas a llegar a esto». Será porque, como recuerda Dávila, somos «el cuerpo que envejece con un niño interior / un temblor de retoños en las viejas encinas», en un verso en el que se autorreferencia sumándose así a la tradición en la que se integra y de la que bebe, al poeta único del que hablaba Rilke.
En efecto, acompañado siempre de sus vates de cabecera, que van constituyendo un coro cada vez más amplio y exquisito, adopta de ellos versos lúcidos que se acomodan a su propia voz con maestría, señalados tipográficamente para facilidad del lector. Y, junto a esa fórmula, detectamos también referencias de poetas que recorrieron un mismo camino hacia la calma y el silencio: fray Luis de León («Qué descansada mano / la que abandonas al agua»), Julio Llamazares («Mi soledad es un campo de escarcha»; «la ternura es nieve… / y se derrite»), Antonio Gamoneda…
Todo ello le sirve también para reconocer la grandeza de la poesía y la magnitud del sentimiento poético, que va mucho más allá de la mera trasposición en escritura y que se abandona, en esa única certidumbre, a la autenticidad, al sentido verdadero y trascendente de todo en busca del idioma antes del verbo («Olvida tanto anhelo de palabras / y deja que el poema anuncie / la lengua de las cosas»), añorando el regreso.
Es así como recorre Dávila el incierto camino del lenguaje, «Con letra minúscula (and go)», que ese es el título de la tercera sección, con la humildad y la entrega que lo caracterizan («y me dejo esculpir como mármol inocente»), aceptando sus dudas y sus huecos («Todo es alusión y todo es oblicuo»), recomponiendo esas fallas comunicativas a través de la metáfora y el símil, que, en su abundancia de partículas comparativas, y apoyado en paralelismos y fórmulas binarias, en muchas ocasiones de oposición y contraste («el hijo cerca pero lejos del corazón / la mujer muerta pero dentro del corazón»), acuna un ritmo lento que favorece la contemplación, poniendo en paralelo la creación con la naturaleza («el epitafio que dicta la tarde»), invocando «a las cosas por su nombre / sin saber el verbo de las cosas»; esto es, ensalzando otros lenguajes superiores ininteligibles para quien no quiera entender: el vuelo de los pájaros, el amor de la lumbre, el crecimiento de las hojas, el soplo del viento entre los trigales, el legado que recibimos desde el útero de la familia, a la que de nuevo, como en Heredar la lluvia (XXI Premio Nacional «Poeta Mario López»), dedica algunos de sus poemas.
Yo me sumo desde estas líneas al agradecimiento. La poesía de Gregorio Dávila es siempre una fórmula para abrir las ventanas a la vida, para «contemplar las menudencias del día» y entender que «El níveo aroma de las flores / sobre los cubos de basura» es mucho más que una limosna.
La limosna de los días (Cántico, 2024) | Gregorio Dávila de Tena | 96 páginas | 14,20 euros
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