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Diez dedos en la llaga

Portada_El_sintoma_griegoEl síntoma griego

VV. AA.

Errata Naturae, 2013. Colección «La muchacha de dos cabezas»

ISBN: 978-84-1521-761-9

208 páginas

18,90 €

Traducción de Javier Palacio Tauste y Antonio Fornet Vivancos

 

 

 

Alejandro Luque

Visité Grecia de vacaciones en 2009. Como casi todos los turistas, sufrí la clavada de los taxistas de la plaza Syntagma, que ignoran las bondades del taxímetro. Un amigo de Atenas me contó que allí todo el mundo trataba de evitar pagar impuestos. Y me sobrecogió el estado de abandono de la capital, solo cinco años después de las exitosas Olimpiadas. Sí, el país parecía más bien un desastre. Por eso, cuando al año siguiente prendió allí la feroz crisis, la tentación de hacerse el profeta a toro pasado se me hizo irresistible. Yo lo vi venir, me decía, era inevitable que algo así sucediera. Sin embargo, observando las proporciones del abismo en que se precipitó la cuna de Occidente, y a pesar de poseer una ignorancia enciclopédica en materia de Economía, empecé a sospechar que el asunto era algo más complejo de lo que parecía a primera vista; sospecha que veo confirmada tras leer este libro colectivo, El síntoma griego.

La crisis que padece medio mundo se ha convertido casi en un género literario. Cada día saltan a los anaqueles de novedades libros sobre el tema, desde best-sellers firmados por gurús televisivos a sesudos análisis de profesores universitarios; desde tesis más o menos conspiranoicas a panfletos neoliberales. Muchos de ellos brindan recetas mágicas para resolver la situación. Este que nos ocupa no. No del todo. Sus autores ponen más énfasis en señalar aspectos poco divulgados de la herida que en inventar modos milagrosos de suturarla. Eso sí, para señalar hay que poner el dedo en ella. Y todos, con mayor o menor profundidad, lo hacen.

El primer dedo es de un jugador local, Yannis Stavrakakis. Lacaniano y seguidor de la escuela Rancière, que acuñó el término «posdemocracia», su teoría es clara: Grecia es el experimento de los científicos locos del capitalismo salvaje. Han tomado el país como cobaya, o peor aún, como esas gomas que se tensan hasta explotar, para comprobar la resistencia del material. La goma es la economía griega, el tensor es la deuda. No hace falta explicar con mucho detalle, ni siquiera a un profano como yo, el hecho de que la elevada deuda es la prueba del fracaso, y al mismo tiempo la peor enfermedad de la economía griega. Ambas se retroalimentan en el laboratorio del FMI, en cuyas probetas flotan el resto de los PIIGS: Portugal, Irlanda, España, Italia.

De este último país viene Maurizio Lazzarato, el segundo dedo. Su llaga es el modo en que las dificultades económicas han venido acompañadas de un aumento del autoritarismo, es decir, un déficit de libertades aún más grave que el de los indicadores económicos. El fondo es bastante claro: el estado ha sido usurpado por el poder del dinero. “Hoy en día, el Estado, en su versión no-mínima, interviene no una vez, sino dos, para cumplir sus funciones: la primera, para salvar las finanzas y también a los bancos y a los liberales; la segunda, para imponer a las poblaciones el pago de los costes políticos y económicos de lo anterior”. ¿Les suena? “Por tanto, [el Estado] ya no puede representar el interés general, el ‘destino’ de un pueblo, la ética de una nación. Ya no puede tener un carácter super partes[imparcial] dado que también es el objeto de enfrentamientos y conflictos político-económicos”.

Una economía, en definitiva, que actúa no como ente autónomo y autoregulado, sino como “el fundamento político sobre el que se asienta la soberanía del Estado”. Y para la cual el sistema social es, como bien vio Carl Schmitt, “el botín de los vencedores”. Puede que nuestros queridos hermanos de Sudamérica, África y Asia conocieran estas verdades desde hace mucho. Pero la vieja Europa las ha ido aprendiendo en estos años, con muy duras lecciones. Lo sabe Étienne Balibar, conocido sobre todo por un libro que escribió con Althusser, y que empieza su aportación abusando un poco de la retórica filosófica y la cursiva, para no obstante introducir el tercer dedo en un punto sensible de la llaga: la cuestión de Europa. Para decirlo de un modo abreviado, su propuesta es tan sencilla como controvertida: solo una armonización fiscal en el seno de la UE permitirá el desarrollo de la “ciudadanía activa” en el continente y una revitalización de la maltrecha democracia.

Muy próximo a estas ideas, su compatriota Bruno Théret pone el cuarto dedo en la moneda, que “es una institución social, y no solo un medio de regulación de las transacciones”. Institución que después de media década de despiadada crisis ha salido notablemente desacreditada, y cuya única cura es –afirma– devolver a los distintos estados la capacidad de emitir una moneda cuyo valor esté garantizado por sus ingresos fiscales. El medicamento tiene nombre: federalismo monetario, basado en una responsabilidad reforzada por parte de los poderes político-administrativos.

Antonio Negri es un reputado pensador posmarxista que compartió claustro en París con Derrida, Foucault y Deleuze. Su dedo, el quinto, incide en la espinosa cuestión de lo público y lo privado. Alerta sobre una cada vez más descarada “gestión de lo público recurriendo a procedimientos de excepción”, “la transformación de esta excepción en corrupción” y “la destrucción de lo común por los poderes que ponen en marcha los mecanismos de excepcionalidad”. ¿Les suena? Su receta –él también se atreve– consistiría en ejercer, siempre que sea posible, la protesta “de manera radicalmente democrática, lo que significa: desde abajo”, y sin miedo: “De los ‘riots’ [desórdenes] y tumultos no surgen instituciones (…) Eso no significa que a partir de ellos no puedan crearse instituciones”.

El sexto dedo lo pone un geógrafo: David Harvey. Su texto tiene mucho de lección de Historia económica, su conclusión no es demasiado reveladora, ni alentadora: “Todas las iniciativas  importantes para resolver el problema de la pobreza global que se han adoptado desde 1945 han insistido en emplear, de forma exclusiva, unos medios –la acumulación de capital y el intercambio mercantil– que crean pobreza en términos relativos, y a veces en términos absolutos”. O sea, toca pensar en otros sistemas, que tal vez (como decía Paul Èluard de los mundos) estén en éste.

Anselm Jappe, acreditado especialista en Debord, es el dedo séptimo. Dedo acusador contra la banca y su modelo de economía especulativa, que ejerce hoy su poder omnímodo comprando gobiernos, medios de comunicación, todo. Para él el capitalismo no es solo aquel señor con chistera y puro que pisaba el pescuezo del obrero en los viejos carteles anarquistas, sino “el mando impersonal que ejercen la mercancía y el dinero, el trabajo y el valor sobre el conjunto de la sociedad”. Dedo, también, que indica que no existe ninguna crisis en la producción, que hay para todos e incluso más de la cuenta. Pero la producción de bienes y servicios, denuncia, “no es el verdadero fin, sino únicamente el medio. El único objetivo es la multiplicación del dinero, la inversión de un euro para obtener dos”. No se hace ilusiones sobre la posibilidad real de un abandono masivo de este modelo, pero invita a imaginar, ¿por qué no?, una era post-dinero, como ya imaginamos una era post-petróleo.

Esperaba algo más, debo reconocerlo, del dedo de Jacques Rancière, que suele gustarme mucho a pesar de cierta querencia por la oscuridad, acompañado en esta ocasión por su contertulia Maria Kakogianni. Lo más interesante de la conversación es el abordaje de la violencia, que para el pensador francés es inevitable y hasta positiva si, como insinuaba Negri, permite el alumbramiento de nuevos espacios de organización social. Abierta queda la polémica.

Costas Douzinas, experto en derechos humanos, analiza el despertar de la izquierda radical en su país de origen, Grecia. Frente a la desconfianza de la mayoría de sus compañeros hacia los partidos políticos, Douzinas se atreve a proponer una reinvención del comunismo en plena crisis capitalista. De algún modo, el dedo número nueve postula el contraexperimento griego, una reacción con epicentro en Atenas que debería irradiarse hacia el resto de Euopa, para concluir haciendo una encendida –y más realista– apología de la resistencia.

El décimo y último dedo , el de Alain Badiou, es el pulgar que cierra resumiendo las conclusiones. Y lo hace siguiendo el hilo del griego que le antecede, subrayando la necesidad de retomar la militancia y de reformular principios comunistas, aunque solo sea por un sencillo motivo: porque el enemigo común de hoy, el capitalismo salvaje, lo teme y lo execra como nada en el mundo. Criticando, eso sí, el vacío de ideas que nos tiene suspendidos en un limbo de blandura e impotencia, Badiou recuerda que la política “se hace al compás de lo que ella afirma y propone, y no de lo que niega o rechaza”.

Creo, sin embargo, que el término comunismo manejado en estas páginas espantará a muchos (incluso dentro del pensamiento de izquierda) y atraerá a otros cargados de intenciones difíciles de compartir. Como he dicho, lo ignoro todo sobre dinero y finanzas, y cualquier aprendiz de brujo de primero de Económicas podría darme quizá una coba monumental. Pero tengo una única certeza: que Grecia saldrá de ese sórdido agujero. No, desde luego, de la mano de Christine Lagarde ni nadie parecido. Si hay un modo de lograrlo, será mirando al corazón de la piedra y al mar abierto desde el Pireo, oyendo el tañido del bouzouki y la voz de sus poetas. O repitiendo a diario, como un mantra, el epitafio del viejo Kazantzakis, que en su lápida de Heraklion dejó dicho: “Nada espero, nada temo. Soy libre”. ¡Cuantos compatriotas suyos querrían hoy compartirlo!

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