1

Disparo en la oscuridad

naca271aALEJANDRO LUQUE | Bien mirado, eso de identificar pareja o matrimonio con felicidad tal vez sea un invento reciente. Durante siglos, las personas han unido sus vidas bajo otras motivaciones, probablemente más pragmáticas. Y las mujeres, en concreto, rara vez se planteaban si estos lazos las harían más o menos dichosas. Es más, sospecho que la mayoría ni siquiera se preguntaba si lo era o no, o si podía cambiar su vida para llegar a serlo. Había que juntarse para conjurar la soledad, para obtener protección o estabilidad, para hacerse respetable de cara a la comunidad, y cómo no para procrear. La familia, la sociedad, la escuela y los púlpitos se encargaban sistemáticamente de recordarlo y de desanimar a quienes tuvieran la ocurrencia de cuestionar este esquema.

La protagonista de esta novela pertenece a esa larga estirpe de esposas sin entusiasmo. A su matrimonio con el cuarentón Alberto no la lleva ni la pasión ni el deseo: él es solo el vehículo para escapar de una vida más bien anodina, de “muchacha demasiado sola” que lee a los clásicos latinos en una clase de niñas y duerme en una triste pensión. O quizá solo se dejen llevar por la degeneración natural de una ambigua amistad, “porque era muy difícil y extraordinario que se casaran dos personas que se quisieran el uno al otro”. Lo cierto es que el roce hace el cariño, e incluso crea la ilusión del enamoramiento, y conduce a ambos a la convivencia, y a la descendencia.

Pero antes incluso de eso, los dos saben que existe un obstáculo importante: Alberto lleva años manteniendo una tortuosa relación con Giovanna, una mujer casada. Se ven a menudo, pasean, hacen breves viajes. Él se lo confiesa a su esposa y ella acepta esta circunstancia, o se resigna a soportarla. Se trata de un triángulo amoroso sin engaño, pero que en el fondo no satisface a ninguno de los tres. Por el contrario, parecen condenados a lastimarse mutuamente. Ese daño, lejos de disolver los lazos entre unos y otros, parece mantenerlos unidos. Tampoco es nada nuevo que uno no haga siempre lo que más le conviene.

En el prólogo de esta obra, Natalia Ginzburg reconoce haberla escrito bajo una profunda sensación de infelicidad. Incluso en esas palabras trasluce la resaca de la depresión. Confiesa también que todo empezó con una visión: una mujer que descerraja un tiro entre los ojos a su marido. “Encontré un disparo y le seguí la pista”, dice. Con ese desenlace arranca la narración, pero –como asimismo admite la escritora– no es algo tan determinante como pudiera parecer a simple vista. No interesa tanto esa detonación final como el desarrollo de la historia. Lo que importa es el modo en que el tiempo pasa por los protagonistas. Ahí entendemos que las relaciones llamadas amorosas no se alimentan de amor, ni de deseo: se alimentan de tiempo. Éste les da forma y prestigio. La felicidad, como comenté arriba, puede o no comparecer.

Para la narradora, para Alberto y para Giovanna, la felicidad será un elemento anecdótico. Se comportan como  actores cumpliendo fielmente un papel, el que el mundo les asigna. Prefieren sufrir a saltarse el guion. ¿Podrían haber actuado de otro modo? La narradora al menos sí. Podría ser como su amiga Francesca, que se marcha de su casa, que dice no querer niños, ni casarse. Que se pelea con su madre porque “siempre está buscándome a alguien” para sentar cabeza. A la que le gusta acostarse con hombres “pero me gusta cambiar”. A la que no le importa quedarse sola cuando envejezca.

Eso sería pedirle demasiado a la protagonista. Francesca es un ejemplo tentador, pero fuera de su alcance. Para seguirlo tendría que desafiar todo cuanto ha aprendido en la vida, aquello para lo que ha sido programada. Tendría que doblegar sus miedos, atreverse a ser ella misma. Y aceptar el castigo que el prójimo le tiene reservado a las díscolas, porque la libertad es un lujo muy caro. No hará nada de eso. El infierno es sofocante, parece decirse, pero ahí fuera hace demasiado frío.

Quienes se preguntan a santo de qué Natalia Ginzburg ha vuelto a cobrar relevancia en España en los últimos años, tal vez encuentren una respuesta en estas páginas. Porque la gran examinadora de las relaciones familiares, la aguda observadora de las emociones de Léxico familiar, de Querido Miguel, incluso la polemista de Serena Cruz, en el fondo lo que está intuyendo en la Italia de los años 40 es que hay un paradigma a punto de periclitar, un modelo de pareja que ha servido a generaciones y generaciones de antepasados, pero que en el siglo XX será seriamente cuestionado. A los nuevos hombres y mujeres no les va a servir, pero tampoco tienen otro a mano. La protagonista de esta obra resuelve el dilema de un balazo gratuito, irracional, la manifestación palmaria de su fracaso. Todavía hoy no estamos seguros de haber dado con la fórmula idónea, pero al menos sabemos que las armas de fuego no son el mejor instrumento para ver en la oscuridad.

Y eso fue lo que pasó (Acantilado, 2016) de Natalia Ginzburg | 110 páginas | 19,50 € | Traducción de Andrés Barba | Prólogo de Italo Calvino

admin

Un comentario

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *