Assata Shakur
Capitán Swing, 2013
ISBN: 978-84-9409-855-0
390 páginas
20 €
Traducción de Ethel Odriozola y Carmen Valle
Prólogo de Angela Davis
Ilya U. Topper
«Había luces y sirenas. Zayd estaba muerto. El aire era como cristal frío. Se alzaban enormes burbujas y estallaban. Cada una parecía una explosión en mi pecho. Me sabía la boca a sangre y a tierra. De fondo me parecía oír algo como disparos.»
Es el 2 de mayo de 1973. La policía de Nueva Jersey, Estados Unidos, da el alto a un coche en la autopista. Dentro están tres activistas negros, dos chicos y una chica. Ella es Assata Shakur, veinticinco años, fugitiva desde hace dos, una de las personas más buscadas por el FBI. Un rato más tarde, hay dos muertos en la cuneta -un activista negro y un policía- y Assata está gravemente herida. Y arrestada.
Cinco años de prisión más tarde -me callo las condiciones de prisión: ya tendrán ustedes suficiente con la descripción que hace Assata Shakur, y según su abogado, ella se queda corta-, la joven será condenada a cadena perpetua. Nadie ha demostrado que ella disparara al policía, es más, está demostrado que le pegaron a ella dos tiros con las manos en alto. No importa: la complicidad en un crimen, y compartir coche lo es, conlleva la misma condena. Lo curioso: antes fue absuelta de todos los cargos que la habían convertido durante casi dos años en una peligrosa «terrorista» en fuga y perseguida. No había cometido ningún delito.
Si Estados Unidos fuera el país de la Justicia que retrata Henry Fonda en Doce hombres sin piedad, Assata Shakur habría sido absuelta. Pero Hollywood está lejos, muy lejos, y los jurados de Nueva York tienen claro que los negros son los culpables. Siempre. Hace quince años que Martin Luther King dijo «I have a dream«, hace diez que le asesinaron, estamos en los setenta, hace una década que legalmente no existen diferencias entre negros y blancos. Legalmente. La realidad, que os la cuente Assata Shakur.
Y la cuenta con cariño. Su infancia a orillas del Atlántic0, ‘down in South Carolina’. Donde en los cincuenta sí existía la segregación. Donde una madre negra podía llevar a sus hijas al parque de atracciones sólo si se hacía pasar por extranjera: un turista tiene derechos. Un ciudadano negro no. Esta es la infancia de quien entonces se llama JoAnne Byron, mi nombre de esclava, dirá luego: a ella, años más tarde, ya en Nueva York, se le hará evidente que aquí hay dos pueblos, uno de señores y otro de esclavos, y nada se arregla pretendiendo ser iguales. Quizás una autonomía, una Nación Africana, en todo caso el orgullo de ser negra, no olvidarlo nunca, no alisarse el pelo, rechazar el apellido anglosajón que no es más que el del granjero que compró, hace siglos, a tu abuela. Defender que estás aquí. Y si hace falta defenderlo con un arma, pues con un arma.
No duró mucho el paso de Assata Shakur por el movimiento de las Panteras Negras, y ya entonces ella reconoce como ridícula e ineficaz la idea de montar una guerrilla urbana contra la policía. Las Panteras Negras son mucho más que esto, evidentemente: hacen una enorme labor social. Si no fueran tan sectarios. Tan machistas. Tan ciegos en su seguimiento a líderes pasados de rosca. La libertaria Assata saldrá pronto de ahí. El día que verá su cartel de búsqueda y captura por un atraco a un banco que ni ha soñado cometer, desaparecerá en la clandestinidad. Atrapada, herida, se defenderá en los tribunales contra cientos de maquinaciones, una más falsa que otra. El FBI no tiene piedad y tiene mucho testigo pagado. Seis casos se deshinchan como un balón pinchado, pero en el séptimo hay un policía muerto y de ésta no hay quien salga.
Si ustedes buscan en internet, leerán que un comando de tres activistas asaltó la cárcel y liberó a Assata Shakur en un golpe de mano en el que no hubo víctimas. En su autobiografía se salta el episodio para reaparecer, cinco años más tarde, en Cuba. Ni un detalle. Con mucho motivo: ha pasado un cuarto de siglo (Assata escribió el libro en 2001), ha corrido mucho agua bajo el puente de Brooklyn, pero no es agua pasada. El FBI sigue buscando a la chavala negra que demonizó en su día y en 2005 -treinta y dos años después del asesinato que no cometió- ha elevado la recompensa por su entrega (hoy ya no se añade «viva o muerta«) a un millón de dólares. Una proposición indecente, sí.
Nada es agua pasada. El FBI no ha cambiado de métodos. Oficialmente, el programa Cointelpro (‘counter intelligence program’) sólo existió a principios de los años setenta para -versión oficial- «exponer, abortar, manipular, desacreditar o neutralizar de otra manera» a cuanto activista político se moviese entre San Diego y Maine [como diría Joe Hill, ejecutado por un asesinato que no cometió, hace ahora 99 años. En 1927 les tocó a Sacco y Vanzetti, un eslabón más en una cadena que une a sindicalistas con panteras, con Assata, con Mumia Abu Jamal (1981) y tantos otros, siempre el mismo modelo, la vieja canción. «I dreamt I saw Joe Hill last night»].
No sorprende que muchos activistas eligieron quedarse en silencio: intentar defenderse en un juicio es aceptar que aquí se pretende hacer justicia. Cosa muy dudosa, más que dudosa en este país, ‘your land, my land, from California to the New York Island’: el Cointelpro se declaró abolido en algún momento, sí, pero si ustedes tienen la remota tentación de cerrar el libro al terminar, con un ligero escalofrío, con el consuelo de que todo esto, afortunadamente, son historias del pasado, es que ustedes no leen los periódicos. No han visto ustedes que parte del sistema carcelario está privatizado y a veces paga a los jueces para mantener ocupadas sus «camas», como cualquier hotel. No han leído que Estados Unidos pagaba recompensas de cinco mil dólares en Pakistán a quien entregara a alguien -a cualquiera, literalmente a cualquiera- bajo la afirmación de que se trataba de «un terrorista»: todo servía para llenar Guantánamo.
Ah, no, hoy lo del «framing», lo de juzgar a los activistas por asesinatos que no han cometido, queda demasiado viejo incluso para el Cointelpro. Ahora, lo que se hace es fabricar a los terroristas desde cero: se les adoctrina, se les entregan armas, se les hace memorizar juramentos de fidelidad a Al Qaeda y se les señalan objetivos para detenerlos justo antes, con las manos en la masa y condenarlos a un par de décadas de cárcel. Es lo «in» ahora. ¿Ustedes creen que exagero? Lean la prensa. The Informants. ‘By’ Trevor Aaronson. En Mother Jones. Número de septiembre-octubre 2011. Sí, está en internet. Gratuito, sí. Está en inglés, claro.
O lean Assata Shakur. Está traducido, gracias a la editorial Capitán Swing. Y muy bien traducido, además, aunque intuimos que la labor no tuvo que ser nada fácil: desde el ‘slang’ racista (¿cómo se traduce ‘nigger’?) hasta los poemas (sí, no les había dicho nada, hay un puñado de poemas, ustedes se sorprenderán al ver cuánta ternura, cuánta risa, cuánta emoción y cuánta lírica se apretujan entre sesión y sesión de juzgado). Aunque claro, en todo cabe discrepar. Celebro, personalmente, cuando las traductoras –Ethel Odriozola y Carmen Valle– se arremangan y se ponen a hablar en madrileño («estudiaba mates en mi keli«) o recrean libremente una rima infantil. Discrepo cuando intentan hacer calcomanías del inglés («cerdo» en lugar de madero), y con todo el respeto a la ortografía caótica -más bien antisistema- de Assata, ponerle mayúscula a todos los gentilicios se me antoja excesivo en castellano para resaltar el uso de la minúscula castigadora que la autora dedica a blancos frente a negros.
Sí, Assata es así: poco dada al todo va bien, todos somos iguales. No. «Poco después, la gente piensa que la opresión es el estado normal de las cosas. Pero para liberarse, uno tiene que ser muy consciente de que es un esclavo«.
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