Juan Carlos Mestre
Calambur, 2008
ISBN: 978-84-8359-035-5
168 páginas
15 €
Por más vueltas que le doy, ustedes me perdonan, no consigo recordar quién dijo aquello de que la poesía demasiado críptica es como un regalo al que olvidamos quitarle el precio. Independientemente de su autoría, me gusta citar esa frase porque revela una gran verdad. La poesía, el arte en general, están superpoblados de oscuros de profesión empeñados en vendernos a buen precio sus tinieblas sin pies ni cabeza, y a multitudes dispuestas a comprarlas y aplaudirlas sólo porque no las comprenden. No me hagan citar obras, que me sublevo. No me hagan dar nombres, que me comprometen.
¿Por qué, entonces, salté de mi silla con una especie de ¡ole! en los labios cuando supe que Juan Carlos Mestre había ganado el Premio Nacional de Poesía, precisamente por el libro que nos ocupa? Vayamos por partes. Mestre es un poeta críptico; a ratos, inasequible. Pero son muchas las virtudes que le adornan y que le salvan. De hecho, es un caso ejemplar para enseñar a distinguir a un poeta -aunque sea un poeta oscuro- de un timo.
No es sólo su lenguaje, riquísimo, y su buen oído para el verso. No es sólo su inagotable capacidad para crear imágenes asombrosas e inesperadas asociaciones. Tampoco sus acertadas alusiones a fuentes muy diversas, esa heterogénea genealogía que Mestre pone de manifiesto incluso cuando no invoca referentes concretos, porque sabe de dónde viene y parece intuir bastante bien adónde va.
Hay algo más: un sentido del humor inteligente atraviesa el libro sin reñir con la hondura ni la sensibilidad. Y hay también compromiso, conciencia crítica, voluntad de ir más allá de la contemplación de la realidad desde la vetusta torre de marfil, de penetrar en ella, de intervenir para transformarla. El poeta aparece en este libro como una figura que todos sabemos necesaria, pero ignoramos para qué, ni dónde colocarlo: aunque no parece encajar en ninguna parte, al menos nos recuerda que tenemos alma y nos obliga a ejercitarla un poco.
“Por Júpiter, camaradas, algo debemos haber hecho mal para que la gente sensible se aburra ya de escucharnos. ¿O es que acaso deberíamos tirar confeti en los recitales?”, leemos en «Lince ibérico». El libro está lleno de estas sutiles ironías, pero también de reflexiones que son mazazos en el entrecejo de la conciencia, verbigracia: “La comprensión del crimen es otra forma más exacta de crimen”. O este otro pasaje: “No importa que ustedes no sepan quién soy, un poema no es una misa cantada. Ya sé que la sinceridad esta reñida con lo verdadero y que la filosofía no tiene clientes. Quedan advertidos, las rosas de la realidad andan con los pies torcidos”. ¡Toma que toma!
Sólo un pero le pongo a La casa roja, aunque sea con boca chica y casi con apuro: su extensión. No sabemos por dónde habría que cortar, porque el tono general del libro es excelente; tal vez habría que haberlo dividido en dos poemarios. Y tampoco es que creamos a pies juntillas aquello de lo bueno si breve, pero hasta lo excelso puede resultar abrumador. No hay que correr nunca el riesgo, como diría el maestro Quiñones, de acabar comiendo miel con un cazo.