JUAN CARLOS SIERRA | Para que algo merezca ser contado, para que un escritor se empeñe en narrar y un lector en leer lo narrado, es esencial que exista un conflicto del que partir o al menos que se rompa eso que se llama normalidad. Es por esta razón por lo que me cuesta comprender el éxito de influencers o youtubers o incluso de gente normal, anónima, de la calle, que insisten en ‘narrarnos’ principalmente en las redes sociales las naderías de sus vidas cotidianas, tan poco excitantes como las de la mayoría; algo así como ‘Aquí, abriendo un paquete y poniendo cara de sorpresa porque no me esperaba que lo mandara la firma tal’ -esa que me paga un pico por enseñar sus productos- o ‘Aquí, como un histérico desequilibrado mental radiando una partida del FIFA como si fuera la final de la Champions’ -que a lo mejor lo es, pero en el mundo ilusorio de un videojuego con grafismos bastante inquietantes-. En fin, parece que nunca antes ha sido tan fácil convertirse en narrador, porque quizá nunca antes ha tenido tanto interés lo que no tiene interés alguno.
En cualquier caso, dentro del mundo de la literatura, dentro del horizonte de la normalidad narrativa, sigue funcionando la premisa de que algo, aunque sea mínimamente, ha de descalabrar la cotidianidad para que alguien se tome la molestia de narrarlo y algunos otros la de leerlo. Inmersos en esta lógica, parecería que cuanto más extraordinario sea el acontecimiento narrado, más interés despertará entre los potenciales lectores. Sin embargo, hay novelas -se me vine a la mente, por poner un caso cercano y extraordinario, El Jarama, de Rafael Sánchez Ferlosio– que con apenas argumento son capaces de atrapar y mantener la atención del lector durante cientos de páginas.
Es lo que ocurre con 1927. Caído de este lado, primera novela de Ildefonso Vilches (Úbeda, 1969). No quiero con este comentario insinuar que estemos ante el nuevo Jarama ni ante un heredero directo de Sánchez Ferlosio, sino simplemente que nos encontramos en coordenadas narrativas similares, donde menos es más, donde de lo aparentemente insignificante se llega a extraer como sin querer una buena historia. La novela que nos ocupa no es ni más ni menos que la narración de la vida cotidiana, la de un personaje, una sociedad, una idiosincrasia y un paisaje al sur del sur en la España rural de la dictadura de Primo de Rivera, pero es sobre todo la dureza de una existencia mísera a la que entre otras desgracias van a alcanzar los ecos trágicos de la Guerra del Rif. Evidentemente, sí que se producen hitos que trastocan la normalidad del personaje principal de la novela, pero nada fuera de lo común en una existencia como la suya, donde la muerte ronda por cualquier esquina como reflejo espectral de unas condiciones de vida realmente penosas. Quizá por ello el autor, para que funcione la novela, no ha sentido la necesidad de echar mano de una trama argumental contundente, de un conflicto sobresaliente que pusiera en funcionamiento toda la maquinaria narrativa o, más bien, ha sabido diseminarlo entre tanta cotidianidad desgraciada. Por otra parte, al lector, para adentrarse y vivir en la novela, tampoco le hace falta mucho más que el día a día de una época y de un contexto rural lleno de aristas facilitadoras del relato.
A pesar de ello, la novela podría no haber funcionado. Pero Ildefonso Vilches evita ese riesgo dotando a su libro de una arquitectura compositiva que se aleja de la previsible narración lineal. Parece, pues, que el despertar del interés lector no va a encontrarse exactamente en el fondo sino más bien en la forma. Las pequeñas estampas, las breves secciones, los capítulos mínimos en que el autor distribuye el material narrativo contribuyen notablemente a mantener la atención del lector, y no solo por lo que por sí mismas cuentan, sino fundamentalmente por ese desorden cronológico antes apuntado. Quiero decir con esto que la ruptura de la linealidad contribuye a que el lector se vea forzado en cierto modo a reconstruir o recrear la historia, por mínima que sea, a completar el puzle que plantea esta modalidad compositiva. De esta manera, la trama va creciendo según avanzamos en la lectura, pero de tal manera que si no se le pone coto puede desbordar la propia novela o dirigir la lectura hacia no se sabe dónde. Ante este peligro, la solución clásica de la estructura circular, anular o Ringkomposition sale en auxilio del autor y del lector, para concluir la narración convenientemente. No obstante, esta misma estrategia de cierre en la novela de Ildefonso Vilches deja una sensación como de final algo abrupto según ha ido fluyendo lo narrado.
Entiendo que otra de las decisiones acertadas del autor de 1927. Caído de este lado es la voz narrativa elegida: un narrador anónimo, personaje principal del relato, cuenta la pequeña historia de su vida y la de su familia, porque la memoria aquí también juega un papel importante; y lo hace desde la honestidad de quien se halla equidistante de las innumerables miserias del mundo rural -sus prejuicios, su dureza, sus iniquidades,…- y de la belleza inabarcable y conmovedora de la Naturaleza. Es precisamente en este contraste donde se funda a mi entender uno de los rasgos más sobresalientes del estilo del autor, un equilibrado lirismo en el tratamiento del material literario, especialmente en todo lo relacionado con lo natural -el campo, las huertas, los ríos, los montes, los árboles,…-, que rompe amablemente con la aspereza de que lo cotidianamente zarandea a quienes la fortuna les ha sido esquiva, entre ellos al narrador.
Estirando este chicle, Ildefonso Vilches arrastra su relato hasta eso que en los manuales de literatura se denomina ‘realismo mágico’ y que parece que está de vuelta en cierta narrativa reciente de corte histórico-rural. Es cierto que aquí entramos en un terreno muy personal, en concreto en el ámbito de los gustos particulares, los míos, y. como consecuencia de ello, puede que alguna de las afirmaciones que vienen a continuación pueda sonar a blasfemia y se proponga por ello mi excomunión literaria. He de confesar que no es precisamente Cien años de soledad mi novela favorita de Gabriel García Márquez -prefiero, por ejemplo, Crónica de una muerte anunciada-, que me he esforzado en releer a Juan Rulfo y se me ha caído de las manos, que con Alejo Carpentier ni lo he intentado, que Murakami anda también entre mis futuribles que nunca llegan, que a Uclés lo llevo postergando quizá ya demasiado tiempo,… En fin, a lo mejor se trata de una tarita mía, pero lo cierto es que lo único que realmente me chirría de 1927. Caído de este lado, por inverosímil, por fuera de lugar y de tono, por artificioso, es precisamente ese componente de realismo mágico con el que espolvorea Ildefonso Vilches gran parte de la narración, como si fueran los polvos mágicos del hada que aparece al principio y al final del libro -¡ay!-. La crudeza de la vida que se cuenta, para hacerla más efectiva para el lector, quizá no sería conveniente mezclarla con ese toque ‘mágico’.
Insisto en que esta apreciación es de orden estrictamente personal y puede que asociada a algún fallo en mi sistema estético. Por lo demás, se puede afirmar con rotundidad por lo apuntado a lo largo de esta reseña y por otros asuntos que no abordo por no alargarla más que el estreno novelístico de Ildefonso Vilches es realmente meritorio, que difícilmente con tan poco se pudo decir, seducir y conmover tanto.
1927. Caído de este lado (Editorial Adarve, 2024) | Ildefonso Vilches | 198 páginas | 15 euros