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Dos veces helada

cubierta_diario.inddCAROLINA LEÓN | Justo en la mitad del siglo pasado, Simone de Beauvoir dejó dicho que “no se nace mujer”. La mujer helada, el título de los primeros años ochenta que recupera para mi solaz Cabaret Voltaire, es un texto que ha de ser leído de manera situada, como hijo bastardo de aquella corriente de pensamiento, y como parte del racimo de producciones que, desde aquellas décadas locas, una serie de autoras fueron desgranando para llenar la literatura de un colorido de “genero”. No me detendré aquí a dilucidar nada sobre una supuesta “literatura de mujeres”, tan sólo a señalar el hecho obvio de que muchos de estos textos no fueron considerados como parte del canon cultural de prestigio y crítica, hasta mucho tiempo después. Y hoy por fin se puede volver a leer completo, bellamente empaquetado y en una estupenda traducción.

La mujer helada es tan hijo de su tiempo que sirve, y probablemente quiso servir, como metáfora literaria para aquella afirmación de de Beauvoir (para buena parte de su tesis), y de algún modo es un panfleto, intencionado o no, sobre el proceso de “devenir mujer”. Al mismo tiempo es un texto bello, comunicativo y coloquial, como un fresco de episodios costumbristas del desarrollo de una niña hasta la adolescencia y más tarde el matrimonio y la maternidad, por el cual va desglosando en imágenes, en reveladores ejemplos, cómo se produce el aprendizaje de ese “ser mujer” a lo largo del tiempo, desde la tabula rasa de una chiquilla en el medio de un pueblo francés en los años sesenta. Ni su padre ni su madre le ofrecen los ejemplos de “división sexual del trabajo” que parecen organizar la sociedad. La niña recibe otros códigos familiares, es estimulada al estudio, corretea libre y ama su bicicleta. Se nutre de “modelos de mujeres” que no se parecen en nada a esas “hadas de manos suaves, pequeñas auras de sus casas a cuyo paso surgen el orden y la belleza, mujeres sin voz, sumisas, por mucho que busque, no veo tantas así en el paisaje de mi infancia”.

Ella no encuentra hasta muy adelante, por ninguna parte, nada parecido a esos “ángeles del hogar” de la propaganda, sino que tiene alrededor a mujeres recias, sucias y resolutivas. Prácticas. A su propia madre, la que lleva una tienda de abarrotes y no se ocupa del trabajo doméstico, que le inculca la ambición y el amor por los libros. “¿Como, viviendo junto a ella, no iba a pensar yo que es glorioso ser mujer, e incluso que las mujeres son superiores a los hombres?”. En su relato hacia la mujer helada, Ernaux documenta formas de ser mujeres y hombres que no se cuelgan de los estereotipos. Sin embargo, están alrededor.

Es poco a poco, en la interacción social, en la escuela y a veces en las calles, donde la niña narradora va aprendiendo el rol que le toca. A medida que la niña despunta en adolescente, a medida que entra en las casas de otras, o que pretende tratar de tú a los chicos en sus juegos, tendrá que asumir la “diferencia”. Qué es varón, que es hembra, qué papeles se asignan según el sexo en que naciste (que es, como ya sabemos, el género asignado, del que otras batallas posteriores han venido a decirnos mucho más): “Los malos zurran a sus mujeres, los buenos entregan la paga y ellas, agradecidas, les dejan el domingo libre para que vayan a dárselas de jóvenes al bar o al fútbol”, observa. La niña libre comienza poco a poco a aprender las normas. Los moldes se imponen y “Mi bici, maravilloso instrumento de ensueño”, quedará finalmente relegado.

Cuando, por ejemplo, recibe calificativos de “puta” o similares al pasear cerca de los grupos de chicos, con la curiosidad de la proto-adolescente (como madre de dos adolescentes, sé que esto es moneda corriente). Cuando va interiorizando las diferentes actitudes que despliegan las compañeras en el internado, en la facultad, y todas son categorizadas en función de si han aprendido bien los roles, si son o aparentan “ser mujer” apta para el cortejo, para el noviazgo.

Y la narradora va aprendiendo, al correr de las páginas, que ese “devenir mujer” es también una cuestión de clase. Que el patrón a cumplir implicaba establecerse, casarse y encerrarse. Que su generación -y aquí hay que tener muy en cuenta el contexto del libro- ya ofrecía a las mujeres sobre todo algunos estudios, pero había que cumplir un programa.

Entonces, en ese programa de disciplinamiento que ya había comenzado en la adolescencia, la narradora claudica en su propia “ascensión” profesional, se casa y se convierte en ama de casa, no sin fricciones con la pareja. “Y entonces los reproches, molinillo de poca agua qué poco valor, un montón de chicas pueden con todo, y me sonríe, no hacen un drama como tú”. Tener un hijo, comprar una vida de clase media, adocenarse de enseres, tener otro hijo.

Ernaux lo llama “helarse”. Y es probablemente la parte más polémica del libro. En treinta años, algunas cosas han cambiado, y en el “norte rico” ya no es excepción ser mujer profesional, escapar al destino marcado de la maternidad obligada, postergar hasta el límite o hasta nunca el matrimonio o tener hijos. Muchas cosas han cambiado y, sin embargo, muchas otras están aquí de vuelta (según en qué entornos te muevas, el destino de la maternidad puede ser otra vez parte del programa de realización). Y puede que la experiencia que relata Ernaux hacia sus veinte años sea parecida a la que ahora viven muchas más cerca de los cuarenta. De otro modo, bajo otros parámetros, pero probablemente en el mismo marco de heteronomatividad, de búsqueda de seguridad y de “completud” individual. Quizá no haya tanta diferencia entre su experiencia narrada y la de muchas hoy, cuando dice cosas como “Yo también caí en la trampa de la mujer total, orgullosa de ser por fin capaz de conciliarlo todo, la subsistencia, un hijo, tres cursos de lengua francesa, guardiana del hogar y dispensadora del saber (…): En resumidas cuentas, armónica”.

El relato de La mujer helada es uno sobre las aspiraciones y el choque de trenes que se produce contra los moldes, un relato del encierro de las posibilidades de la existencia en un patrón de género que se va aprendiendo a golpes, uno que enarbola valores que hoy podrían parecer carentes de utilidad o en desuso (¿el éxito profesional es realmente un objetivo vital?, ¿tener hijos ha de ser necesariamente un calzador del “progreso” personal?), y que sin embargo están a la orden del día, aún sin resolver; uno que analiza con prosa sensorial y panorámica un camino de chica, una vida cualquiera de una mujer blanca en el mundo occidental, abocada a “aspirar” el polvo de la casa y a pasear el carrito por el barrio residencial. Un relato que, desde alguna perspectiva, va a resultar maniqueo. Y por otro lado necesario. Porque no estamos sobradas de relato. El canon literario, el canon cultural, aún necesita de mucho más para equilibrarse.

La única pega que le pongo a este libro -y situando su lectura, como he intentado hacer- es ser tan francés y tan blanco y tan heterosexual y tan clase media. Pero no se puede tener todo. Enormes cantidades de vidas, experiencias y realidades están en menoscabo en el “canon”, y con el esfuerzo de un puñado de editores, poco a poco -como se aprende a “ser mujer”-, éste se va ampliando y sus “exotismos” entran con todo el derecho en su vértice. Lo que Ernaux escribió en los primeros ochenta es, hoy, una lámpara más para alumbrar un camino de poco tránsito, de muchas aristas. Y así está bien que podamos tener en cuenta estos relatos, analizarlos, disfrutarlos y discurrirlos tal cual sol: enormes.

La mujer helada (Cabaret Voltaire, 2015), de Annie Ernaux | 240 páginas | 18,95 € | Traducción de Lydia Vázquez Jiménez

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