“Ella cree realmente en la maravilla. / Cree en la semilla / y en el árbol.
Dejémoslo así. / Clemencia pido ahora. / Son muy pocos los seres efímeros.
Dejemos que alguien crea / por todos nosotros.”
(Pilar Adón, Con nubes y animales y fantasmas)
REBECA GARCÍA NIETO | Aunque he elegido un poema de la propia autora para abrir esta reseña, bien podría haber elegido una conocida frase de Anticristo: “La naturaleza es la Iglesia de Satán”. Es cierto que poco tiene que ver la nueva novela de Pilar Adón con la película de Lars von Trier, que cuenta el duelo de una pareja que acaba de perder a su hijo, pero esta frase, este epitafio, reúne tres elementos sobre los que, a mi modo de ver, pivota la trama de Las efímeras: la naturaleza, la religión y el mal.
La naturaleza juega un papel esencial en la novela de Adón; de hecho, me atrevería a decir que es un personaje más. En la escena que abre Las efímeras, se cuenta que las hermanas Oliver, Dora y Violeta, habían bautizado a las encinas que había cerca de su casa. Este poner nombre a las encinas, este intento de humanizarlas, choca con la indiferencia de la naturaleza. Ésta parece limitarse a respirar, a sobrevivir como quien no quiere la cosa (“Ahora el sosiego parecía absoluto. Sólo las hojas de las plantas en aquel imperceptible empeño suyo por la supervivencia”); sin embargo, los personajes sienten que alguien los acecha, como si alguien o algo les estuviera respirando en la nuca. Este ambiente opresivo lo sufre especialmente Violeta, la pequeña de las Oliver, que parece estar sometida a la voluntad de su hermana mayor. Gracias al hábil uso de la elipsis por parte de la autora, la relación que mantienen las dos hermanas es uno de los aspectos más perturbadores -e interesantes- de la novela.
Al igual que ocurre en la novela Walden dos, de B. F. Skinner, que plantea cómo sería una sociedad cuyo único fin es lograr la felicidad de los individuos basándose exclusivamente en los principios ¿científicos? de la psicología y que fue emulada varias veces en la vida real, en Las efímeras los hombres se organizan en una especie de comunidad alternativa, al margen de la sociedad establecida, llamada la Ruche (colmena, en francés). La Ruche se rige por sus propias reglas (un ideario de ocho principios que se han ido ampliando con el tiempo). Para preservar “el orden y el equilibrio pero siempre de una forma invisible” está Anita, que había recibido “de manera natural, el legado de sus predecesores”. Anita, la reina de la colmena, se esfuerza por administrar la comunidad de forma racional, erradicando de su habla cualquier rastro del discurso del amo para que nadie se sienta gobernado. Sin embargo, como pasaba con Frazier, fundador de la comunidad de Walden dos, por muy racional y ecuánime que se muestre Anita, hay algo implícitamente tiránico en ella.
Llama la atención que en un entorno tan racional, tan aséptico, haya espacio para la religión. Adón emplea palabras como “beatitud” o “santidad” en relación a una de las Oliver. El segundo punto del “ideario” de las hermanas dice “Proclamamos el dominio de Dios y del entorno sobre el hombre”. Un capítulo entero está dedicado a la peculiar oración de Denis, un personaje de vital importancia en Las efímeras... Aunque, bien pensado, tal vez no debería sorprenderme tanto. Como se dice en El árbol, de John Fowles (traducido por la propia Adón): “Todos los edificios sagrados, desde la catedral más grandiosa hasta la capilla más pequeña, y todas las religiones hunden sus raíces en el aura natural de esos escenarios boscosos”. Es el miedo, al bosque, a lo desconocido, el que hace que las personas se organicen en sociedad. El que hace que las personas se arrodillen a rezar. Sea como sea, el caso es que la novela cierra con un capítulo llamado Edén, entendido no como paraíso, sino como “lugar donde puso Dios a los hombres”, unos hombres narcisistas como ellos solos, “convencidos de que el horizonte estaba ahí para que ellos pudieran contemplarlo”… En ese sentido, Las efímeras parece añadir un matiz a la cita de Trier: la naturaleza «humana» es la Iglesia -o más bien el hogar- de Satán.
Aparte de la trama, bien llevada, y la reflexión implícita sobre si el mal es o no intrínseco al ser humano, lo que más me ha interesado es el lenguaje que utiliza la autora para contar la historia. Las efímeras nos muestra que se puede ser cruel sin alzar la voz, que la violencia puede ir envuelta en buenas palabras, que puede ser incluso poética… Como ya ocurría en Las hijas de Sara o El mes más cruel, a Pilar Adón se le notan (para bien) sus preferencias literarias (Edith Wharton, Virginia Woolf, Iris Murdoch). Esto diferencia su escritura de la de la mayor parte de sus contemporáneos. Pero, sobre todo, se le nota que escribe poesía. Leyendo Las efímeras he sentido lo que debió de sentir Emily Dickinson cuando dijo aquello de “Si tengo la sensación física de que me levantan la tapa de los sesos, sé que eso es poesía”. Poco más puedo añadir.
Las efímeras (Galaxia Gutenberg, 2015), de Pilar Adón | 240 páginas | 18,90€
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