JOSÉ M. LÓPEZ | El profesor del instituto Cervantes de Manila Jorge Mojarro está realizando una labor impagada e impagable: rescatar joyas de la literatura española escrita en Filipinas. Con su edición de Hacia la tierra del Zar nos dio a conocer el fascinante viaje por Europa del intelectual Teodoro M. Kalaw. Y con este nuevo libro, Entre las tribus del Luzón Central, recupera dos escritos del misionero dominico Buenaventura Campa, en los que relata en primera persona sus intentos por evangelizar y civilizar a las tribus indígenas asentadas en aquella región en una época – finales del siglo XIX– en que los españoles llevábamos ya unos tres siglos afincados en Manila. Los dos textos que conforman el libro, “Una visita a las rancherías de Ilongotes” y “Los mayoyaos y la raza ifugao”, aunque publicados originalmente en una revista religiosa, fueron en su origen informes destinados a sus superiores por parte del religioso. En ellos el clérigo se queja sin rodeos ante sus jefazos del gobierno de la poca ayuda que recibe por parte de los poderes públicos. Estos escritos tienen, por tanto, un enorme valor como reflexiones en primerísima persona sobre el proceso evangelizador, en las que se muestran no solo sus éxitos, sino también sus fallos y lacras. Buenaventura Campa aparece en el relato como un “personaje” fascinante, un religioso que se muestra abiertamente crítico hacia sus jefes, quejándose por la falta de apoyo logístico, así como por la poca contundencia por parte de la iglesia y el gobierno colonial a la hora de contener a estas tribus de insurgentes salvajes que, lógicamente, no están por la labor de someterse a la cruz y a la espada –bueno, y el rifle–. Así, el dominico nos va relatando de manera minuciosa los detalles del proceso evangelizador: explorar lugares remotos, hacerse con las simpatías de los jefes de las tribus, nombrar a religiosos estables en las zonas, dotarlos de continuas comunicaciones con la metrópolis… Este proceso “evangélico-civilizador” debe ir condimentado en iguales proporciones de imposición y razonamiento. Finalmente, sólo queda imponerse de cualquier manera, aunque sea empleando métodos tan salvajes como los acostumbrados por los indígenas. Y es que entre los aborígenes colonizados del Luzón Central solo hay dos tipos: los que se dejan colonizar a la fuerza, y los que lo hacen pacíficamente por miedo a que contra ellos se utilice esta misma fuerza. Por mucha civilización que acompañara a ese proceso de cristianización, raro es el pueblo que permite que un extranjero le imponga de manera abrupta y violenta una nueva forma de vida.
Por ello la tarea del padre Campa siempre es concienzuda y penosa. El misionero, como suele suceder en esta literatura colonial, muestra constantemente su extrañamiento ante los hábitos y costumbres de estos salvajes. Le sorprende su vagancia, su crueldad o su primitivismo, que, según él, suponen un obstáculo a la hora de dejarse civilizar por la mano divina del Señor. Le asombra y le indigna que los autóctonos no permitan que, con la ayuda de Dios y la ley, el progreso penetre en esas toscas regiones coronadas por bellas terrazas de arroz. Su relato se sostiene en la persistente obsesión por hacer llegar su religión a estos salvajes que, o bien no poseen creencias divinas, o bien creen en supersticiones absurdas. Son especialmente simpáticas las palabras del clérigo cuando comenta que pretende desenmascarar estas irracionales costumbres de los salvajes cercanas a la brujería “mediante la razón y la creencia en el dios verdadero”. Y, como es lógico, el religioso se irrita ante la rebeldía de estos indígenas, e intenta mostrarles las virtudes de su paternal proyecto, que busca honestamente su avance social y espiritual:
“-Que no pueden ellos buscar la civilización en el estado en el que se hallan.- No es que no pueden, es que no quieren; y por lo mismo, un gobierno paternal y por añadidura cristiano está en el deber de ponerlos de grado o por fuerza en condiciones de que la encuentren” (p. 87)
No se le puede negar al padre Comba su arrojo y valentía a la hora de llevar a cabo su misión, de adentrarse en viajes de muchos días por parajes intransitables, pasar hambre, sed…y todo para terminar llegando a poblados desconocidos, donde no sabe si le van recibir con un obsequio o a machetazos. Los indígenas, estos pocos que se resistieron a ser colonizados, se comportan con violencia ante todo aquello que huela a los otros, y algunas tribus o grupos se dedican a asesinar y decapitar a los misioneros y a los nuevos cristianos convertidos. Naturalmente, la fuerza del la civilización debe imponerse, de ahí los arrebatos de rabia del religioso ante la actitud demasiado indulgente de las autoridades hacia estos asesinos que no osan someterse a la luz de la razón que traen los católicos. Sin embargo, tampoco los cristianos se privan de utilizar estrategias persuasivas de una violencia extrema. Hablando, por ejemplo, de un afamado militar cuyo carácter echaba de menos por esos días el misionero, lo describe como “(…) el terror de los negritos (…) benévolo con los vencidos, terrible y duramente justiciero con los que resistían a doblar la cerviz al yugo de la ley y de la obediencia”. Sí, los extranjeros les traían una vida mejor, más ordenada, cómoda y feliz, pero a estos indígenas que vivían tranquilamente en sus tierras los echaban de ellas, les hacían pagar impuestos y los obligaban a idolatrar a un nuevo dios del que nunca habían oído hablar. Como es lógico, nunca eran convencidos, sino vencidos. Y es que el libro, más allá de ingenuos y anacrónicos discursos moralistas que pretendo evitar, abre las puertas a debates muy interesantes sobre la ética de un proceso en el que una civilización aparentemente superior somete a través de la violencia a otra menor; a pesar de que este evidente progreso vaya de la mano de costumbres tan poco razonables como una religión concreta. Temas como el controvertido relativismo cultural en que parecemos asentados en Occidente, o la tolerancia hacia culturas en principio inferiores pero con aspectos rescatables se derivan de las páginas de este valioso testimonio.
Está claro que Buenaventura Campa no pretendía hacer literatura. No diré que este libro es para leerlo en el metro. Pero la escritura del misionero es siempre fresca y ágil, sabe manejar con habilidad el suspense derivado de las situaciones de peligro que sufrió en sus carnes, y describe con enigmático ensimismamiento la belleza de aquellas apartadas regiones. Al final, tenemos un ameno relato de las aventuras de un clérigo valiente, bonachón y aventurero, un tipo con carácter, ingenuo, sin miedo a la muerte, hecho de otra pasta y dedicado al cien por cien a su elevada labor.
Entre las tribus del Luzón Central (Renacimiento, 2016) de Buenaventura Campa | 207 páginas | 16 € | Introducción de Jorge Mojarro