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El aleph ballenero

mobyckMoby Dick

Herman Melville

Sexto Piso, 2014

ISBN: 978-84-15601-43-2

760 páginas

37 €

Traducción de Andrés Barba

Ilustraciones de Gabriel Pacheco

 

 

Ilya U. Topper

‘Call me Ishmael’. «Llamadme Ismael«. La frase está grabada en la memoria de los lectores junto a otras grandes puertas de entrada a la Literatura: «Vine a Comala porque me dijeron«, o «En un lugar de la Mancha«, para los más clásicos, o «Dime, Musa, de este hombre ingenioso«, para los clásicos de verdad. Moby Dick tiene mucho de los tres libros, y no es casual si lo comparo a estas obras cumbre de sus siglos respectivos. Y no sólo por su grosor, aunque también.

Me temo que la mayor parte de la fama de Moby Dick como fascinante libro de aventuras se debe a las adaptaciones juveniles que se han hecho de la obra, reduciéndola a una novela de aventuras náuticas. Que levanten la mano quienes se hayan leído la obra, primero, en toda su extensión original. 760 páginas en la edición de Sexto Piso. Pero no es por lo largo: es que la novela de Herman Melville es en grandes partes indigesta. No me sorprende que tuviera malas críticas cuando salió al mercado. Yo habría dicho lo mismo, de haberla tenido que reseñar en 1851, considerando quizás que se trata de “una mezcla mal compuesta de novela y ensayo”, donde “la idea de una historia con conexión y cohesión ha visitado al autor varias veces para abandonarlo otras tantas, mientras escribía” (Henry F. Chorley, en London Athenaeum). Sí, es cierto.

La historia cayó en mis manos a los 17 años, en su original inglés (idioma que entonces no dominaba con demasiada fluidez) y me empeñé en leérmela entera, seguramente animado por los diálogos de los primeros capítulos, a los que no les falta chispa ni salero. Luego sentí casi como una estafa que el narrador se vaya desvaneciendo conforme avanza la historia: cede su lugar a una polifonía de voces y escenas que rompen toda estructura de novela. Call me Ishmael, llámame Ismael. Pero cuando el lector le llama, el tipo ha desaparecido. Se ha metido en el forecastle (fo’c’sle diría Dos Passos), esa cripta bajo la proa donde viven los marineros de a pie, y no hay manera de verle el pelo ni siquiera cuando los arponeros salen a fumarse una pipa en forma de tomahawk o a montar un baile.

Los arponeros: Tashtego, Queequeg, Daggoo, indígenas de continentes diversos los tres, tal vez sean los verdaderos héroes de esta interminable singladura. Sobre todo por el gesto de Tashtego al final, cuando el barco que se va a pique, Tashtego y su bandera roja. Imagen que a los diecisiete años se te queda tan clavada en la retina (mi ejemplar, como buen original, no tenía ilustraciones) que hasta puedes intentar pintarlo tú mismo. Me pasó a mí.

Pero antes de llegar al final hay que comerse –es una sensación similar a la que debe de sentir una carcoma que intenta atravesar una edición de clásicos completos del siglo XIX– cientos de páginas con no sólo digresiones estéticas sobre las representaciones de la ballena en el arte, reflexiones metafísicas, análisis sobre su rol histórico y económico o agudas tesis anatómicas sobre qué exactamente es su piel, sino también una lista completa de las provisiones que, según documentos conservados, llevaban las flotas balleneras holandesas de siglos anteriores. Transcribo literalmente: 600.000 libras de carne de res, 144.000 libras de queso… no, mire, lector, se lo ahorraré.

Melville no se lo ahorra. Incluso parece encontrar un algo perverso placer en reunir en este tomo todo lo que jamás se haya escrito sobre ballenas. Como si, a la manera del primo de Borges, tuviera un aleph en casa. Eso empieza con las ochenta citas del arranque, un guiño quizás no casual al prólogo de Cervantes.

Con la Odisea tiene en común el mar, y con Pedro Páramo el tono fantasmagórico que convierte a la ballena blanca más en espectro que en animal vivo (aunque el genio mexicano tuvo el gusto de ser más conciso). Este tono que está tan bien atrapado en las ilustraciones de Gabriel Pacheco, a medio camino entre la realidad y la fantasía, el ensueño, la pesadilla. Un trazo onírico que quizás la única manera de hacerle justicia gráfica a Moby Dick.

Es sólo en las páginas del final donde la caza obsesionada, galáctica, del capitán Ahab, este ‘quest’ medieval, se condensa, se convierte en combate a vida y muerte, en desenlace que se va superando en dramatismo, en imágenes imperecederos, en épica. En esta belleza terrible de la lucha del hombre contra los elementos, contra un antagonista que ya es todo el universo, contra el destino, contra sí mismo. ‘The voyage is up’. El viaje se ha terminado.

Léanlo. Vale la pena.

admin

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