El hombre del brazo de oro
Nelson Algren
Galaxia Gutenberg, 2014
ISBN: 978-84-15863-85-4
512 páginas
23 €
Traducción de Vicente Campos
Daniel Ruiz García
En una reciente entrevista concedida a Público.es, el escritor Rodrigo Fresán, con esa áspera contundencia que suele gastar ante la prensa -Fresán es eso que yo llamo un «regalito»’ para los medios: va derrochando titulares por las esquinas-, ponía de relieve la inanidad y vacuidad de la producción literaria contemporánea. Además de arrojar dardos sobre la sobreproducción literaria y sobre la obscena descompensación entre cantidad y calidad de la actual industria editorial (“nunca se leyó y se escribió tanta mierda como ahora” era el «regalito» que titulaba la entrevista), Fresán enarbolaba la bandera del estilo como el último recurso para garantizar la supervivencia de la literatura frente a la invasión bárbara de lo digital, que a su juicio impone una nueva forma de contar más cercana a la redacción que a la escritura. “El único recurso que le queda a la literatura es el estilo”, sostenía Fresán.
Sin atreverme a llegar al extremo del argentino, sí creo que, desde luego, en lo tocante a las historias queda ya muy poco margen para innovar. Si debe haber alguna batalla, estoy de acuerdo en que en buena medida se librará en las lomas del estilo. Aunque dentro de esto del estilo también hay mucho que matizar, porque está claro que no acabamos de ponernos de acuerdo sobre dónde está la linde que separa el estilo de lo que no lo es.
La objeción crítica (la única, diría) que he encontrado a La grande bellezza, ese incontestable y estimulante banquete visual servido por el inspirado Sorrentino, es que resulta demasiado cercano al universo felliniano, con un personaje que recuerda excesivamente al crápula de Mastroiani de la célebre La Dolce Vita. “No inventa nada, es una copia”, le he escuchado a más de uno, pretendiendo devaluar así el alcance de una cinta que, por más que algunos condesciendan, tiene temperamento de obra maestra. Los que denuestan la película apelan al vampirismo estilístico. Y no les llevo totalmente la contraria: está claro que la película del italiano bebe del mismo río de Fellini. Pero es eso y, para mí, mucho más, porque -siento ser tan obvio- una es de Fellini (que vale, que era mucho mejor que el director de La grande belleza, que dónde va a parar) y otra es de Sorrentino.
Es un estilo parecido, hay coincidencias, sensibilidades compartidas, pero no es lo mismo. Igual que no es lo mismo La Piara que Apis, por más que las dos sean marcas de paté. Sin irnos del cine, ¿a cuántos referentes debe estar agradecido Tarantino por su cine? ¿Y eso le resta un ápice de personalidad? Vale, objetarán algunos: Tarantino ha hecho del pastiche y de la heterodoxia el fundamento de su cinematografía. Pues piquemos más alto. ¿No es metacinematográfico el cine de Scorsese? ¿Cuántas películas contiene cada película del italoamericano? ¿Cuánto neorrealismo cabe en Toro Salvaje? ¿Cuánta ‘nouvelle vague’ en Taxi Driver? ¿Cuánto cine negro americano en Uno de los nuestros?
Estilo y tema. Continente y contenido. Forma y fondo. Al final todo es una única cosa, o debe ser una única cosa en las obras que consideramos redondas; maestras, si nos ponemos grandilocuentes. No conozco, en este sentido, fondo ni forma que, de un modo u otro, no se haya trabajado antes. En cuanto al fondo, y perdónenme la simpleza, me parece que todo sigue estando en Homero. Y en cuanto a la forma, no nos pongamos exquisitos: veinte siglos y un pico han dado para mucho, y muy especialmente el siglo XX en lo que respecta a la forma literaria. La novela no va a salvarse sólo por el estilo, pero sin estilo no podrá salvarse. O lo que es lo mismo: una buena novela, para que lo sea, requiere de ambición estética y de un compromiso formal, igual que ha de tener un compromiso con el contenido. Aquí voy a pringarme, para decir, por ejemplo, que si Belén Gopegui me parece una escritora de calidad literaria muy discutible es precisamente porque todo se le descompensa hacia el lado del contenido, descuidando, me parece, lo formal. En el otro extremo, reconozco que no tolero a autores como Pynchon: más que escritores me parecen interioristas, decoradores, escultores de formas hermosas pero desoladoramente huecas.
Siempre acabo concluyendo mi debate interno sobre el fondo y la forma con la ecuación triangular del escritor Fernando Royuela, quien defiende que la buena novela es aquella que concilia equilibradamente forma, fondo y visión del mundo.
Lo que nos lleva a la novela de la que toca hablar en este post: El hombre del brazo de oro. Una novela que no cuenta nada nuevo, ni lo cuenta con un estilo innovador, ni ofrece una visión del mundo netamente original. Pero que, mediante la perfecta conjugación de esos tres elementos, acaba dando como resultado una novela única. Toda novela es única, me dirán. Vale, pero esta es única-única, en el sentido de auténtica. La autenticidad, estoy de acuerdo, es un concepto sobrevalorado, y también muy embustero, pero soy una persona de una intelectualidad poco pulida y tiendo a lo primario. Con la novela que nos ocupa uno sufre agudamente el «Síndrome del Relato Ganador». Todo aquel que haya ejercido alguna vez de jurado de un premio literario lo habrá padecido. Mi labor como reseñista en Estado Crítico me acerca a veces a esa experiencia. El Síndrome del Relato Ganador se produce de forma inesperada, pero cuando ocurre es una vivencia casi mística. Sobreviene después de leer piezas y piezas literarias de ínfima calidad (relatos, poemas, novelas cortas, ¡novelas!) que concurren a un certamen al que has sido invitado en calidad de jurado. Casi todo lo que lees te resulta mediocre, cuando no infumable, cuando no verdaderamente abucharante. Pero de repente llega esa pieza subyugante, ese fogonazo de genialidad, ese brillo cegador, y acabas desnortado. Esa pieza que a la postre resulta letal, ya que sabes que todo lo que vendrá después te resultará desvaído, descafeinado, sin fuelle. Es el Síndrome del Relato Ganador, que yo he padecido -sigo padeciendo ahora, semanas después de haberlo leído- tras someter mis pupilas a El hombre del brazo de oro. Un novelón que exuda autenticidad -otra vez esa palabra-, y que te marca de una forma casi física, porque eso es lo que tienen los buenos libros: que se te quedan clavados como un sello en la conciencia, como un tatuaje del que sabes que la memoria no podrá desprenderse jamás.
Siendo además una novela, como es, muy poco original: la historia guarda semejanzas más que evidentes con el Crimen y castigo de Dostoievski. Incluso el tono psicológico de la obra resulta parecido, aunque formalmente tiene otros padres: está Steinbeck, sobre todo el Steinbeck de Las uvas de la ira. Cuando se vuelve punzante recuerda a Hemingway, y en general, estilísticamente, tiene mucho en común con todos los americanos de la ‘Lost Generation’. Comparte con ellos una cercana visión del mundo, aunque en el caso de Algren, autor de El hombre del brazo de oro, hay un tamiz más sórdido y negro que lo acerca a las novelas policíacas de Dashiel Hammet.
Nada original, pues, en una novela que, en cambio, es excepcional, y que yo sólo sé defender con vehemencia, porque no puedo hacerlo de otra forma, ya que el argumento de defensa es la propia obra. Cada vez estoy más convencido de que el acto de lectura, como el hecho de ver una película, observar un cuadro o tomar una cerveza en su punto perfecto de frío, debe abordarse de forma más primaria, de una forma menos intelectualizada, y sin la pretensión ridícula de extirpar el ADN o pasar por el escalpelo a todos los textos.
Tras superar el sarampión del deslumbramiento adolescente, confieso que Sartre siempre me produjo un poco de urticaria. Recelaba de su posicionamiento, que me pareció más bien una pose, especialmente en su última época de vate de la progresía europea, y los textos que leí de él me resultaron relamidos, pomposos, buenistas, como pedos sin fuerza. Simone de Beauvoir quedó cautivada por sus encantos intelectuales cuando lo conoció en la Sorbona, y el matrimonio acabó convirtiéndose en el icono de la intelectualidad progresista de la época. Es pensar en una sobremesa en el hogar de Sartre-Beauvoir y venirme la jaqueca instantánea: debía resultar sencillo levitar ante tamaña desmesura de inteligencia.
Pero Beauvoir viajó a EE.UU. y conoció a Nelson Algren. E instantáneamente surgió un amor desatado, tórrido, salvajemente sexual, como reconocería después la propia Beauvoir en algunos de sus muchos libros autobiográficos. Nadie, afirmaría Beauvoir, le había hecho el amor como él. A ella, la autora de El segundo sexo, pieza seminal del feminismo, que reivindicaba la libertad de la mujer frente al yugo histórico del macho. Al final, la cosa acabó mal. Ya finiquitado el romance, y todavía abrasado por los rescoldos del despecho, Algren leyó los libros en los que Beauvoir aireaba pormenores de sus encuentros sexuales. En una entrevista, el americano manifestó que él había estado en muchos burdeles y que en todos ellos las prostitutas cierran la puerta cuando hacen su trabajo. Su ex amante no sólo no la había cerrado sino que había invitado a gente a entrar y ejercer de ‘voyeurs’.
Dejaron de hablarse, no lo hicieron durante décadas, y la relación quedo sepultada por el silencio y el aparente olvido. Simone de Beauvoir fue enterrada junto a la tumba de su marido, ejerciendo así su condición de matrimonio icónico del amor intelectual incluso más allá de la muerte. Pero el hecho es que cuando fue enterrada, portaba en uno de sus dedos el anillo que Algren le había regalado en sus días de vino y rosa americanos. En sus décadas de separación y silencio, nunca llegó a desprenderse de él.
Os recomiendo encarecida y vehementemente que leáis este libro. Sin escalpelo, sin discursos preconcebidos, desprendidos de toda intelectualidad, ajenos a las poses. Después de hacerlo, es muy probable que comprendáis mejor lo del anillo.
Magnífica reseña-reflexión, Dani. Y si bien, como sabes, discrepo en lo de la ‘bellezza’ de Sorrentino (pero no solo porque sea una copia, que lo es) y en tu consideración de Pynchon como interiorista, sí que estoy plenamente de acuerdo en tu forma de aproximarte a la novela como lector. Seguiremos esta charla con una cerveza en la mano, sin poses, sin discursos preconcebidos, desprendidos de toda intelectualidad…
Buenas tardes. Como padre y lector me ha sorprendido el comentario de GMatute por la clara promoción del alcohol que hace. Los niños pueden leer su comentario sin protección de horas ni de contenidos, y como padre me inquieta.
Y la referencia al prostíbulo del reseñista? A este paso el blog se va a terminar llamando Puterío & Abominacion
Muy poético, Frankie Machine. Cuando quieras, ya sabes que para cervezas siempre estoy. Y si te parece, podemos invitar al amigo Pepe Gestoso.
Pues a pesar de la excelente reseña del Sr Ruiz, yo sigo encontrando más mérito en escribir V y El arco iris de la gravedad que en tirarse a la Simone de Beauvoir.
No, sí al final va a tener razón el Sr. Gestoso…
Lo que me parece fatal por parte del señor Ruiz es eso de «pieza seminal del feminismo». No había otro adjetivo, ¿no? Los cojones siempre por delante, ¿no?
A mi humildísima opinión le parece que el mérito más grande es tirarse a la Simone de marras. Lodigo desde el cariño y el respeto a la humanidad de las mujeres.