CAROLINA LEÓN | «“Me gustaría narrar de un modo significativo cómo una mujer se acerca, por necesidad de cuidado, por amor, a lo repelente de la carne, a esas zonas donde se debilita la mediación de la palabra”. El asco que da la carne, la mediación del mundo que empieza a fallar: así no es como pensamos normalmente en el amor, ni en la maternidad. Estamos a años luz de las palabras que suelen emplearse para prescribir, purificar, esterilizar la tarea de ser madre» (178).
Prescribir, purificar, esterilizar. Apartar, negar, desactivar. Al mismo tiempo, idealizar, elevar a un altar, mitificar una idea concreta de maternidad: pura y virginal, asexuada y apolítica, sin imaginación ni voz pública; simplemente entregada, volcada hacia la tarea que la conecta al mundo y negada en su más simple individualidad. Así quiere el mundo a las “madres”. Mitificar y elevar a un altar, culturalmente, conlleva una idea de maternidad de cierta clase, aunque constantemente ese detalle se pase por alto. En nuestros medios de comunicación de masas, en nuestras representaciones de la madre, ningún mensaje es inocente, y basta ponerse ciertas gafas para ver cómo se imagina (como quiere que sean) el mundo a las “madres”.
Si me he decidido por esa cita para empezar esta crítica, es porque tenía que elegir entre más de cuarenta subrayados; y debía ser una frase que me permitiese arrancar la escritura sobre un libro que, de tan intenso, me resulta difícil diseccionar. El entrecomillado dentro de la cita es la voz de Elena Ferrante, la archivendida autora de la tetralogía Las dos amigas. Jacqueline Rose dedica un capítulo completo de este Madres a Ferrante, y no sólo a las novelas napolitanas, también al compilado de entrevistas y artículos La frantumaglia y los primeros libros cortos, El amor molesto, Los días del abandono y La hija oscura (mucho menos conocidos, igualmente jugosos). Lo hace porque, según su acercamiento minucioso a los relatos culturales, idealizaciones y expectativas sobre la maternidad en el mundo occidental, nadie ha logrado lo que la autora italiana con sus personajes femeninos: nadie ha logrado incorporar tantos ángulos, disolver tantos lugares comunes y mitos, y llenar la palabra “madre” y sus tareas asociadas de liquídos oscuros, formas difusas, materiales podridos, el fondo más tenebroso del alma; fabricar, en defintiva, a personajes madre que se salen de todas las costuras correspondientes al “lugar social” que se espera de ellas y que, lejos de ser pasivos, arriesgan todo su ser en el mundo y son radicalmente políticos.
Madres dice ser «un ensayo sobre la crueldad y el amor», según reza su subtítulo. Y, a priori, puedes creer que vamos a asistir a uno de esos volúmenes que dan vueltas al mito maternal sin rascar en la superficie; pero cualquier prejuicio se cae nada más que con las palabras iniciales: «El hilo conductor de este libro es sencillo: en la cultura occidental, la maternidad es ese espacio en el que alojamos o, si se quiere, enterramos la realidad de nuestros propios conflictos, de lo que significa ser plenamente humano». Rose escribe a partir de aquí una impugnación bastante radical. Con ese formato de ensayo ligero tan anglosajón, que picotea en los discursos de los media, los mitos clásicos, las novelas, las series o el psicoanálisis, va diseccionando qué está en juego debajo de esa despersonalización de la idea de “madre” en nuestro mundo; así como detrás de la tendencia a volcar el odio, el dolor y la culpa en las madres que “fallan”, tanto a nivel personal como social; tendencia que bebe tanto del racismo como de la misoginia, para terminar de anular a las madres en tanto seres políticos.
Es, Madres, una impugnación a las idealizaciones que, confrontadas en el mundo real, hacen sufrir no solo a las madres por las expectativas inhumanas que se ponen en ellas (que salven a los hijos, cueste lo que cueste), sino a los hijos por la ausencia de mecanismos de crítica transversal que ponga en su sitio a cada factor. Es tan sencillo culparlas a ellas porque cuando algo falla lo hace en el vacío. «La clase, el hogar en el que viva, sus niveles de nutrición, la presencia o no del padre, y su comportamiento, todo eso es eliminado de un plumazo. Se la deja en un vacío social: incluso antes de que nazca el bebé, la madre queda como cercenada del mundanal ruido, y de las realidades y presiones básicas inherentes a la vida que lleva». No en vano se difunden a diario estudios, artículos y análisis que culpan a la madre por cualquier cosa que el hijo fue o hizo o no logró.
La tradición de este análisis es larga, aunque minoritaria en el feminismo. Rose no deja de rendir tributo al que probablemente sea el mejor ensayo que existía sobre la maternidad (Nacemos de mujer de Adrienne Rich, al menos hasta la publicación de su propio libro que lo complementa de forma hermosa); a la vez, va hilando con las voces de otras escritoras, artistas, pensadoras, que se han propuesto instalar la maternidad en el mundo con todo su potencial, su fuerza ambivalente. Pero también realiza una crítica feroz a ese “feminismo” que igualmente anula a la madre como sujeto político, instándole a ser siempre algo más sin desplazar crítica alguna. La misma idea de la “madre trabajadora” supone que se ha de subordinar la vida, la experiencia de la crianza y las exigencias del cuidado a la atadura del salario y la expectativa del mundo para continuar activa y “productiva” en el mundo. Porque ser madre es una “elección” y, desde ahí, llegar o no llegar a cumplir con el rol siempre será responsabilidad de ella. Esas corrientes tampoco rebajan la presión sobre la performance que se espera de la madre por el mero hecho de serlo; porque, al cabo, ha elegido ese papel. Este ensayo es una crítica, todavía más amplia, al ideal normativo de sujeto autónomo que el mundo occidental construye y aplaude, basado en la fantasía de que nuestros más profundos temores, el más hondo dolor y nuestras tribulaciones existenciales siempre podrán ser absorbidos por esa figura maternal sin contornos, desdibujada como individuo, recipiente de toda la crueldad del mundo, dador de vida y anulado en vida.
Rose se ayuda de todos los materiales anteriores para derribar el mito, y para combatir algunos de los tabúes que lo acompañan: como, por ejemplo, que una madre no tiene cuerpo, que el sexo es ajeno a una madre. Pero quizá el movimiento más interesante y radical de este libro es el de abrir la idea de madre para sacarle toda aquella “pureza”, “virtud”, “esterilización” y rellenarlo con humores, dolor, confusión, contornos difusos, materia viva, carne que da asco. El movimiento más interesante aguarda, desde luego, en el último capítulo, en el que la madre es adoptiva y es también una mujer trans. Porque ser madre, pero sobre todo ser humano, no puede dar la espalda a esa intrínseca materialidad de la que estamos hechos; ser madre es ser capaces de vivir en el centro de la vulnerabilidad del cuerpo, y para eso a veces es hasta innecesario tener hijos propios. Al cabo, abrir, hacer estallar la idea de madre es ayudarnos a todas (probablemente a todos) a aceptar que el mundo es cruel, que las madres no pueden salvarnos; es ayudarlas a bregar en la contradicción del mundo, y es abrir la experiencia de acompañar a nuevos seres humanos a la más pura libertad, donde la “madre” no se hace a través del hijo ni viceversa. «He aquí a una madre cuya lucidez dimana de lo que no sabe, de ese no saber que es la propia aceptación de que para ser madre hay que ceder el control del corazón humano», dice Ferrante de uno de sus personajes.
Este libro mira de frente al hecho de que los males del mundo –pobreza, guerras, desigualdad, violencia cotidiana– se los hemos de achacar a otros culpables. El mundo debe dejar de esperar que las madres nos salven, pero aún más intensamente ha de escuchar la voz política de las madres. Quizá aprendamos a ser humanos de otro modo.
Madres. Un ensayo sobre la crueldad y el amor (Siruela, 2018), de Jacqueline Rose | 224 páginas | 19,95 euros | Traducción de Carlos Jiménez Arribas