RAFAEL ROBLAS | El calendario ya marca septiembre de 2024 y muchas lecturas me separan de aquel adolescente deslumbrado por La tabla de Flandes –fogonazo multiplicado por tres en el magnífico relato/juego que encontré después en El club Dumas– para haber comprendido de qué va esto de la Literatura, un apasionante mundo que debería dejar fuera de su ámbito a followers y haters si quiere sobrevivir como Arte. Incluso cuando se habla de Arturo Pérez Reverte, un indudable caso a medio camino entre la escritura y el fenómeno social, que enardece al Parnaso de las Letras en torno a uno de los pecados capitales descritos por Díaz Plaja en su paradigmática obra sobre los españoles: la envidia… o cómo un tío es capaz de levantarse una millonada por contar historias. Por eso, nunca lo he ocultado y, salvando algunos matices, en más de una ocasión he dejado dicho que el cartagenero no me parece un mal escritor y que está dotado con el don de saber estructurar sus novelas con una maestría y un oficio digno de toda mi admiración. Y me gusta. Eso sí, también entiendo a los que lo odian con violento frenesí a causa de su personalidad, cuestión esta que nada tiene que ver ni con la Literatura ni con sus aledaños. Efectos colaterales que le llaman.
Pero… ¿pasará Pérez Reverte a la historia? ¿Se seguirán leyendo sus novelas en el siglo XXIII? Ni soy futurólogo ni tengo una bola de cristal, y por eso me niego a emitir un dictamen paranotarial –como ya han hecho otros– equiparando al padre de Alatriste con los Manuel Fernández González o los Enrique Pérez Escrich del XIX. Lo que sí estoy seguro es de que, si sigue existiendo en el futuro esa especie en peligro de extinción que son los lectores, no será precisamente gracias a disparos fallidos como el que hoy nos ocupa. Juega de mi parte el refranero cuando afirma que ni el mejor escribano está libre de emborronar el folio en blanco que sostiene ante sus ojos. O algo parecido. A El francotirador paciente y a El problema final me remito, por ejemplo.
En relación con este último título, diremos que Pérez Reverte ha levantado una recurrente trama detectivesca que pretende homenajear a las grandes obras del género, con especial mención a Gaston Leroux (El misterio del cuarto amarillo o el tradicional enigma del crimen imposible en un cuarto cerrado) y a sir Arthur Conan Doyle. Así, el decadente actor Hopalong Basil (alter ego del famoso Sherlock Holmes por cuanto lleva media vida interpretándolo en la gran pantalla) se ve envuelto en una truculenta acción, atrapado en una isla incomunicada –¿Diez negritos?– donde poco a poco va a ir cayendo la basca,… y aquí lo dejo para no incurrir en el indeseable spoiler que pudiera llevar al potencial lector a acordarse ignominiosamente de mi padre.
Probablemente el personal pueda pensar a estas alturas que, si bien el argumento no resulta muy original, la narración podría funcionar en torno a la intrigante sucesión de los hechos que habrán de acontecer. Prestémosle pábulo a esta duda, mas, a la conclusión del libro, habré de reconocer que un regusto amargo se me queda en el paladar indicando las carencias de una historia que no termina de redondearse, hallándose durante el desarrollo –y en el final– algunos elementos que no contribuyen a lograr el éxito apetecido. Y esto no es achacable en absoluto al impoluto estilo del escritor, cuyo diestro oficio se realza constantemente durante el fluir del discurso, sino más bien a un elenco de protagonistas que van surgiendo ante nuestros ojos de una manera desvaída y apagada, sin apenas atributos definidos que los aparten del manido cliché de bueno–malo–clac de acompañamiento. Quizás solo Basil se eleve un tanto por encima de los demás, en ese desenfadada decrepitud que una y otra vez rinde tributo al Séptimo Arte, pero hay que reconocer que esta planicie de caracteres descoloca un tanto al seguidor perezrevertista que acostumbra a dejarse enamorar por los personajes del autor. Máxime cuando venimos de El italiano o de Línea de fuego, excepcional retrato comunitario e individual de una de las tragedias más recientes vividas en suelo español.
Por otro lado, ahora van a permitirme que olvide al filólogo crítico y piense en el circunstancial lector de novelas que, como dice una amiga mía, “ama a la Literatura tumbada en una hamaca al borde de la piscina”. Hagamos la prueba y tomemos el elixir para transformarme en un Míster Hyde que se desespera con las abundantes citas y digresiones teóricas que el escritor ha ido diseminando despiadadamente a lo largo de la trama, convirtiendo la sucesión de crímenes en una clase de Teoría de la Novela (policíaca) que ríase usted de los cursos de la UNED. No obstante, pasados los efectos de la pócima, aunque luego regrese el doctor Jekyll salivando al análisis de una Poética perezrevertista, nunca podré apartar de mi cabeza la imagen del monumental cabreo que deben de tener en este momento Paco o Pepa, más interesados en descubrir al malo de la película que en emparanoiarse con disquisiciones semifilosóficas y metaliterarias. Otro lastre más encontrado, pues, para el consumidor ocasional de relatos al uso.
Sin embargo, quiero ir aún más allá del entrecortado ritmo del que, en ocasiones, adolece la novela, situando en primer plano otro asunto teórico –esta vez pido perdón porque el coñazo es de mi exclusiva responsabilidad– acerca de un tema fundamental que habremos de tener siempre presente cuando hablamos del género narrativo: el pacto entre emisor y receptor como juego ficcional que sustenta la trama. Convendrán conmigo en que, de esta connivencia de creencias y aceptaciones, depende completamente tanto la coherencia como la adecuación de toda historia que se precie, y no sería la primera vez que una buena idea fracasara por no respetar los puntos fundamentales de ese sagrado acuerdo preestablecido entre escritor y lector. Pues bien, eso es lo que falla justamente en esta aventura del pseudoHolmes Hopalong Basil, cuando el telar va poco a poco deshilachándose al no creernos –por imposibles o demasiado enrevesados– algunos de los acontecimientos que se nos van presentando, incluyendo aquí la escena final –¿el título de El problema final no será un guiño a esta incapacidad de atar convenientemente la historia?–, cuestión imperdonable en un relato policíaco que debe quedar bien anudado. Porque… ¿ustedes recuerdan lo que pensaron cuando, en Rambo, el bueno de John no solo es capaz de sobrevivir al asedio, sino que como, quien no quiere la cosa, se entretiene en cargarse a medio ejército norteamericano? Pues eso mismo es lo que le quiero transmitir al buen entendedor de mis torpes palabras evitándole otro destripe: incredulidad.
En resumen, podemos concluir que en esta ocasión Arturo Pérez Reverte naufraga lastrado por sus personajes y por las incoherencias de una trama que va resbalándose conforme avanza, veredicto este que contentará a muchos y soliviantará el ánimo de otros tantos. A mí, en cambio, admirador de gran parte de su obra, solo me causa una extraña sensación de tranquilidad al comprobar la humanidad de un autor que, como las escopetas, también tiene derecho a encasquillarse de cuando en cuando. No en vano, el ritmo de una novela anual hay pocos que puedan aguantarlo sosteniendo idéntico nivel de calidad. Mientras tanto, esperemos a la próxima entrega y confiemos –como con Curro Romero– que en esta ocasión La isla de la mujer dormida sea la de cal. Más allá de otros efectos colaterales. Saldrá ganando la Literatura.
El problema final (Alfaguara, 2023) | Arturo Pérez Reverte |328 páginas | 21,90 euros