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El buen humor de la literatura infantil y juvenil

JOAQUÍN PÉREZ BLANES | ¿En qué momento de nuestras vidas la risa desenfrenada y el humor irredento de la infancia comienzan a enmudecer? ¿Tendrá algo que ver en ello la desilusión al descubrir que el mundo onírico y mágico de nuestra infancia es, sencillamente, una quimera, un timo, un engaño o un trampantojo? Ni los Reyes Magos vienen de Oriente ni el ratoncito Pérez es un roedor miomorfo con una oscura filia de coleccionista. Ese humor ingenuo y natural se diluye en el aire denso de las desilusiones y termina por fastidiarnos primero el día, después la semana y en ocasiones la vida. Es una verdadera lástima que el tiempo y las vivencias nos vuelvan tan ocre y acres que es difícil, en multitud de ocasiones, sacarnos una simple sonrisa. No es que nos pase a todos todo el tiempo, pero la facilidad con la que nos puede molestar una nimia acción cotidiana, se hace patente en una extensa cola en el supermercado o en un atasco. Dejando de lado las rabietas y los berrinches en los que éramos capaces de llegar al paroxismo de la asfixia por llanto, en aquel tiempo inocente, éramos seres fáciles de complacer con un palito para dibujar en la tierna arena o haciendo churros de barro para construir un castillo churrigueresco, podíamos pasar hasta el atardecer en una playa, con el vaivén sonoro de las olas y el murmullo lejano de una familia celebrando la multitud.

Del mismo modo que el carácter se nos ha torcido, el concepto del tiempo ha transmutado. La ansiedad de inmediatez nos ha robado la espera y la paciencia. Incluso nos ha robado el asombro y el aprecio. La automatización del acto de comprar online o de enviar un mensaje, nos impide la emoción de recibir un pedido o una misiva. Antes nos emocionaba encontrar una carta en el buzón hambriento o la llegada de un paquete que nos habían enviado un largo tiempo antes. Ahora la emoción se traslada a la urgencia y a la impaciencia, a partir de las once de la mañana andamos quejosos porque todavía no ha llegado el dichoso paquete cuando nos han confirmado que estaba en entrega. El ya y el ahora, son dos términos que nos convierten en seres urgentes, impacientes, malsufridos.

Es cierto que mandar una carta es más antiguo que el Frigopié y carece de funcionalidad, es más bien el acto de un romántico en traje goyesco. En cambio, supone un acto, probablemente, más emocionante y humano que un mensaje de WhatsApp. Conste que este estadista no está diciendo que cualquier tiempo pasado fue mejor, ni en broma, solo que las generaciones que no conocieron la mágica combinación de cinta de casete y bolígrafo BIC para ahorrar pilas, tienen una percepción del tiempo más apremiante y un concepto de la eficacia que trastoca la esencia de la espera. En el pasado casi nada era inmediato.    

Los escribidores de cartas, es un viaje fugaz a ese pasado donde lo perentorio apenas existía, donde los coches, en invierno, tardan lo suyo en arrancar, donde los pocos habitantes viven en el sosiego de las plácidas tardes, donde los niños juegan al raso. Un pueblo atravesado por un río que asemeja la figura amenazante de una culebra y que guarda, en el fondo de sus aguas, un feo secreto. Pero vayamos al meollo de esta reseña.

Es posible que la obra de Beatriz Osés sea recordada por ese histriónico y metódico personaje, llamado Erik Vogler, que Osés convirtió en detective en una saga muy querida por los jóvenes lectores. Sin embargo, el universo de la escritora va mucho más allá de este singular personaje y se adentra, con una polivalente facilidad, en géneros como la poesía y el cuento. Como escritora tiene un currículum impecable, además de envidiable, y como creadora, posee una comodidad prodigiosa para inventar historias, tan curiosas como extravagantes.

La obra que nos ocupa, Los escribidores de cartas, va acompañada del sello dorado del Premio El Barco de Vapor, sin duda el premio más prestigioso en el ámbito cultural de la literatura infantil y juvenil de nuestro país. Junto con los de edebé y Anaya, reflejan el buen estado en el que están nuestras letras para los más jóvenes. Desde 1978, en cuya primera edición lo obtuvo Consuelo Armijo con El Pampinoplas, el desarrollo de este premio ha traído consigo muchas obras y grandes autores que, con el curso del tiempo, se han hecho un nombre en esta literatura. No olvidemos que entre sus ganadores salió el gran descubrimiento nacional, Laura Gallego, que obtuvo el premio en 1998 con una maravillosa narración titulada Finis mundi.

Son muchos nombres los que han lucido este galardón y el año pasado lo consiguió lucir Beatriz Osés, quien ya ganó en 2018 otro de los grandes premios de literatura infantil y juvenil de nuestro país, el Premio edebé, con una novelita que este estadista reseñó por estos lares, Soy una nuez.

Lo que destaca en la literatura de Osés es el sentido del humor, posee una imaginación capaz de estirar la normalidad hasta el extremo de lo estrambótico, sin llegar al absurdo y sin perder verosimilitud. La autora juega dulcemente con los defectos de sus personajes para enmarcarlos en una cotidianidad que permiten al lector alejarse de torpes prejuicios, puesto que el lector empatiza con esos personajes, aunque sean, de alguna manera, antagónicos. En Los escribidores de cartas, el alcalde parece ser el adversario de la felicidad del cartero, nada más lejos, un secreto del pasado lo hace ser distante con los niños.

El punto de partida es muy sencillo y comprensible, especialmente en estos tiempos en los que ya nadie escribe ni envía cartas. Ni siquiera una mísera postal descolorida. El cartero de un pequeño pueblo, el abuelo de Iria, la protagonista, está a punto de perder su empleo, precisamente porque no llegan cartas. Iria, junto a sus amigos Aitor y Jordi, este último con TOC, despliegan todo su esfuerzo para ayudar a que el pobre cartero no pierda su empleo. Por eso mismo deciden escribir cartas. Poco a poco, esa idea feliz se convierte en un juego de complicidad entre los habitantes del pueblo. Personajes solitarios que, gracias a la intervención de estos niños, refuerzan las relaciones sociales del lugar.

Es una historia sencilla y tierna, que persigue una situación ideal que, desgraciadamente, es difícil que se pueda producir en la vida real, aunque esa combinación de colaboración, ingenio y ayuda al prójimo hacen que sea una lectura muy constructiva para los infantes y las infantas, sean reales o no. Son personajes modernos, caracteres que habitan la España vaciada, que persiguen el bien común, que velan por el medioambiente, qué más se puede pedir en unos niños. Toda la obra está presentada con una pátina de humor muy divertido, natural, nada forzado, que la imaginación desbordante de la escritora madrileña despliega con espontaneidad y que refuerza la lectura de una obra como Los escribidores de cartas.

Es evidente que la literatura infantil y juvenil en nuestro país tiene autores con un sentido del humor muy parecido al del inolvidable Roald Dahl, escritores como Daniel Nesquens o Pedro Mañas y su Apestoso tío Muffin, y la siempre vivaz Beatriz Osés, que no puede evitar refinar sus historias con ese sentido del humor tan maravilloso que la naturaleza o los genes le han dado.

Los escribidores de cartas (Ediciones SM, 2019) | Beatriz Osés | 135 páginas | 12,50 euros

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