JABO H. PIZARROSO | Hace una hora que salieron de Los Ángeles en dirección a Memphis. Vuelan juntos por vez primera en años. Hace menos de una hora que tienen los oídos taponados. Los motores del avión son el eco lejano de una bomba que a lo lejos estalló y sigue explotando, a lo lejos, muy, pero que muy lejos.
No se miran. Apenas han intercambiado más de seis palabras entre los dos desde que se encontraron en el aeropuerto y embarcaron, despegaron en silencio, sin mirarse después de haberse mirado mucho durante tanto tiempo que pasó volando.
Han conseguido todo lo que querían en la vida, o eso parece, quizá eso piensen los que los ven, los que los reconocen, sobre todo a uno, a uno más que al otro, al más joven. Uno a costa del otro. El otro mediante el primero. Uno se llama Tom Parker, aunque su verdadero nombre no es tal. Le gusta más que le llamen el Coronel. El otro, al que se le reconoce mucho más, se llama Elvis Aaron Presley.
Les separan varias décadas. Les juntan casi veinte años de contratos, montañas de pasta como nunca se han visto en el espectáculo. Les junta el silencio que se profesan porque ya no hablan mucho entre ambos, apenas platican. Los cheques son el mensaje, son el medio entre el emisor y el receptor, entre el uno y el otro, acá el mensaje es el medio silente y dinerario.
Gladys, la madre de Elvis, soltó en más de una ocasión, sobre todo cuando estaba puesta de vodka y cervezas hasta el puto culo, hasta el corvejón de bencedrina y anfetas puede que también, que el tal Tom Parker era el mismísimo demonio y que a su hijo le estaba sacando las tripas. Al cincuenta por ciento, pensaba Vernon, el padre de Elvis, mientras observaba a su mujer desgañitada cómo gritaba a su hijo para retirarse de manera silenciosa y atravesar la gran cocina de Graceland, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, diez pasos en dirección a un jardín con tres tiendas de campaña.
Acaba de llegar. Se asoma Vernon: varios Chevrolet aparcados en la hierba, mucha gente, algunos desconocidos, algunas desconocidas, cosas de su hijo que no entiende, que acepta. No le queda otra. Quiere demasiado a Elvis, a su hijo, para que le quede otra cosa en la vida que quererle, pase lo que pase. Le ocurre lo mismo que a Gladys, a su mujer, pero Gladys lo expresa mejor, lo expresa más veces. Vernon hace lo que puede.
En ese instante Elvis baja la cabeza y asiente. Luego se acerca hasta su madre y ella llora y él le besa las mejillas. Aquellos abrazos a su único hijo eran lo único que la mantuvo viva. Luego murió. Elvis, roto, siguió vivo y rompió sin querer la columna dorsal de la música del siglo veinte. Elvis abrió caminos sin sospechar que abría tantos caminos como abrió.
El calentón se pasa pero las palabras aletean suspendidas en el aire como pájaros cansados, en el aire como polvo en suspensión, pero no tanto como las letras y las palabras que Elvis entregaba a su público en cada concierto mientras DJ Fontana movía la cabeza a un lado y a otro para no perder de vista a Elvis, porque entre el griterío salvaje de las doscientas chicas de primera fila era imposible seguir el ritmo con las baquetas y solamente si era capaz de no perder los movimientos de las piernas de Elvis, solo así podía golpear la caja, el charles y los platillos a tiempo. Elvis Presley baila. El siglo veinte se congela.
Eso mismo era lo que hacía que aquellos dos, El Coronel y su chico, siguieran juntos a cinco mil metros de altura, aunque no se hablaran. Elvis rumiaba su separación. Priscilla le había mandado a la mierda. Elvis sabía que su tiempo había pasado, pero ahora estaban Las Vegas. Tom Parker había hecho una jugada perfecta y por su parte pensaba en los casi quinientos mil dólares que debía a distintos casinos de la ciudad de Nevada. Su chaval del sur le ayudaría a pagarlos. Un millón por año, veinte o treinta noches actuando en el Internacional, el nuevo Hotel con Casino y su deuda borrada de un plumazo. Cada uno a lo suyo.
Bien. Este libro es esto y son muchas más cosas, muchos más años, muchos más momentos, tormentos, ilusiones y un mito, muchas más historias que construyeron a una de las más grandes leyendas de la música del siglo XX. Este libro es una biografía de lo que fue ser Elvis, de ahí su apropiado y certero título. Escrito a modo de crónicas capitulares, cuarenta y tres, con un estilo periodístico, directo, suave y alejado, centrado en el mito y fuera del mito también, con una escritura cuya estrategia es conocer al niño que rompió sin saberlo la música del siglo XX, al chaval solitario de Tupelo que un día entró en la música porque pagó cuatro dólares para regalarle un vinilo a su madre en su cumpleaños. Ahí comenzó todo y ahí se rompió todo. Cruel paradoja que abre la creación a mano de los más frágiles.
Distanciado de los hechos y muy pegado a ellos, Ray Connolly se entrega al personaje que sus páginas descubren. Hay más títulos de Elvis traducidos al castellano, pero no sé por qué, me quedo con este porque no es ambicioso, porque pasa tanto del mito como ahonda en la historia de ese chico del Misisipi que un buen día tras regalar un vinilo con dos canciones a su madre grabadas en Sun Records, el sello de Sam Philips, no supo que Marion, la que grabó aquel disco, se guardó para Sam, su jefe, un par de canciones que revolucionaron el mundo de la música. El resto se conoce de sobra, aunque no tanto. Los mitos que nos hicieron a veces hay que recuperarlos desde los matices más diminutos y pormenorizados. Eso y más cosas consigue contar este libro: Ser Elvis hasta el punto en el que Elvis quiso dejar de ser Elvis. Nada, la música, el rock & roll, la vida: If I can dream.
Ser Elvis. Una vida solitaria. (Alianza Editorial, 2021) | Ray Connolly | 440 páginas | 21 euros | Traducción de Ana Pérez Galván