1

El detective y su reflejo

PortadaLUIS MANUEL RUIZ | La muerte de Sir Arthur Conan Doyle condenó a sus lectores a otra muerte doble y mucho más luctuosa: la del personaje que se elevó sobre él y acabó por convertirse en alguien más real y nítido que su propio creador. Pero, a diferencia de lo que sucedió con la de Doyle (que, no obstante, profesaba con convicción el espiritismo), esta segunda muerte sí podía ser contrarrestada. Los primeros ejemplos de plagio (léase homenaje) de los cuentos de Sherlock Holmes fueron contemporáneos de su propio inventor y trataron de aprovechar el éxito inesperado de la saga; los que vinieron luego buscaron algo más noble y dificultoso que no da el dinero: la inmortalidad. Hoy se da el nombre genérico de pastiche a todo el (enorme) subgénero de creaciones, unas más originales y otras menos, que ha crecido desde su aparición en torno al famoso sabueso del 221b de Baker Street, y que incluye novelas, relatos aislados, películas, series de televisión, dibujos animados, juegos de mesa, cómics. En lo que respecta al ámbito estrictamente literario, el curioso puede (y debe) consultar el omnisciente catálogo de Peter Ridgway Watt y Joseph Green, The alternative Sherlock Holmes (2005), donde se mencionan, como muestras más meritorias del género, The seven-per-cent solution (1974, más secuelas), de Nicholas Meyer, y The final solution (2004), de Michael Chabon; aquí en España lo han practicado Rodolfo Martínez (Sherlock Holmes y la sabiduría de los muertos, 1996, más secuelas), Rafael Marín (Elemental, querido Chaplin, 2005), y, más recientemente, el finado Carlos Pujol (Fortunas y adversidades de Sherlock Holmes, 2012). Ahora, ese largo listado se dilata con la presencia de Juan Ramón Biedma y su novela Tus magníficos ojos vengativos cuando todo ha pasado, que ha recibido el II Premio Valencia de Novela Negra.

Biedma elige como arranque de su recreación un episodio consabido del canon: aquel cuento angular, el último de Las memorias de Sherlock Holmes, en que el Gran Detective se enfrenta a su némesis en las cataratas de Reichenbach. Es en ese mismo relato donde el lector aprende, con sorpresa, que Holmes ha tenido siempre un enemigo jurado, que es quien orquesta todos los horrores del Londres subterráneo y sirve de cerebro a los escurridizos tentáculos del mal: James Moriarty, nombre que jamás se menciona en ninguno de los cuentos anteriores y que regresará felizmente, una vez concluido éste, al olvido o la indiferencia del que surgió. Sin embargo, para compensar el descuido de Conan Doyle, sus seguidores en el pastiche eligieron a Moriarty, un venerable científico de sienes de plata metido a maleante, como la antítesis, el gemelo invertido, el reflejo en el vidrio que prestaba sentido y aliento a la cruzada contra el malo emprendida por Holmes. En cualquiera de sus aventuras espurias, Moriarty es un personaje mucho más sustancioso de lo que lo fue en las originales, y lo mismo sucede en la que nos presenta Biedma. Él, igual que otros, se ha echado esta gran responsabilidad sobre los hombros: desvelar quién era en realidad este maestro del crimen, qué móviles le impulsaban a practicarlo; qué le atraía y repelía del detective del gabán, por qué juró aniquilarlo; qué precedió a aquella caída sacrificial entre la espuma de la catarata, qué hilos y líneas y ovillos se entrecruzaron en aquel punto álgido del mayor mito, o uno de los mayores, que dio el siglo XIX.

El intento de penetrar la psicología del villano lleva al autor a descubrir, según suele suceder, que es menos villano de lo que se pensaba. De hecho, observado desde cierta perspectiva, el villano resulta ser el héroe y aquel, su reflejo, que secularmente ha pasado por bienhechor de la humanidad, cobra matices más dudosos y sombríos. En la fábula de Biedma, Moriarty es un profesor de matemáticas que mantiene un falansterio en Suiza, primer escalón de la sociedad igualitaria que sueña con instaurar en un mundo futuro donde no existan la explotación infantil, la prostitución, la miseria, el aplastamiento del débil por la suela del más fuerte, y que pone todos los medios que tiene a su alcance, legales o no (más no) para alcanzar su utopía; por contra, Sherlock Holmes, el íntegro Sherlock Holmes, se nos aparece como un pálido títere en manos de los poderosos de este mundo, una personificación más de ese penoso estado de cosas que en la Inglaterra industrial de finales del XIX acumula injusticia sobre injusticia y vuelve la vida cada vez más insoportable a quien no dispone más que de su pobre voluntad para llevarla adelante: confabulado con la policía, con el ‘statu quo’ imperante, el detective garantiza la pervivencia de ese orden putrefacto sobre el que se erige el Imperio. Un orden, o suborden, que, por cierto, el autor se complace en detallar en toda su amplia gama de depravaciones y escorias: estupro, violación, tortura, experimentación médica, emparedamiento, saqueo de cadáveres, escrófula y otras enfermedades infecciosas, satanismo, asesinato en diversos grados y variantes, sangre, mucha sangre, se suceden página tras página despertando la perplejidad y el escándalo del lector. El libro de Biedma posee el raro mérito de despojar al mundo victoriano del aura de leyenda con que le envolvieron los clásicos juveniles, con que lo hicieron brillar Stevenson y Kipling: el suyo es un lugar sucio, negro, realista, lamentable, que invita a apartar la vista pero que no se aparta de nuestros pensamientos.

Además de ese abordaje ciertamente novedoso, el de la mugre, la segunda gran virtud de la novela es de naturaleza argumental. Biedma quiere astillar la imagen de la literatura juvenil ofreciéndonos a su vez un espléndido ejemplo de literatura juvenil, o cosa que se le parece: un relato de misterio y aventuras, sembrado de giros desconcertantes, con héroes, terroristas y mujeres fatales, con aparatos fantásticos (como ese ‘motorwagen’ que sirve a uno de los protagonistas para correr a recibir su ración de palos final), bandas de forajidos, noches envueltas en niebla y hasta enigmas de otro mundo. Yo, en especial, agradezco la presencia del ilusionista Tansel y el modo en que se resuelve (o no se resuelve) su desaparición última, así como los muchos nudos abiertos que la trama, creo que con buen tino, no se preocupa de atar. El conjunto es una sólida novela de suspense, de aventuras, enmarcada en un tiempo histórico no por conocido menos dotado de aristas y sombras, lleno de detalles que saben a pura delicia (el Zoológico Humano de Hagenbeck, los dentistas ejercitados en sacar muelas a los cadáveres, el prostíbulo de mujeres vendadas), a la que sólo se me ocurre objetar la salvedad del título: inspirado en un poema de Wilde que puede alumbrar algún aspecto extremo de la narración, resulta algo retórico y difícil de retener. Lo cual es un inconveniente cuando, como es mi caso, uno quiere recomendar el libro a los amigos y a duras penas recuerda (balbucea) cómo se llama.

Tus magníficos ojos vengativos cuando todo ha pasado (Lengua de Trapo, 2015), de Juan Ramón Biedma | 438 páginas | 19,50 € | II Premio Valencia de Novela Negra

admin

Un comentario

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *