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El discreto encanto de la narrativa

Las grullas de HokkaidoJOSÉ MANUEL GARCÍA GIL | Inventar y contar historias es tan antiguo como el hombre. Tal vez incluso más. Al calor de las fogatas, generaciones de hombres y mujeres, de niños y niñas han escuchado, en todos los países y en todas las épocas, relatos con el mágico poder de trasladarles a espacios, tiempos y vivencias imaginarios. Sin embargo, en la actualidad parece que esas hogueras se han apagado en medio mundo y las familias, los profesores y los autores han encontrado vías más dulces o cauterizantes, para transmitir las enseñanzas precisas a sus hijos, alumnos y lectores.

Hoy nos alejamos cada vez más de la raíz y de la capacidad de un cuento de ser dicho oralmente, de ser contado en voz alta sin que suene a escritura, va perdiéndose sin remisión. Por eso, encontrarnos con un libro, como este, que nos reconcilia con la huella agradecida de ese primitivo valor de la palabra y de la imaginación, con el valor de ambas como bien común, es una noticia que no podemos hacer otra cosa que celebrar.

Las grullas de Hokkaido es una obra escrita en esa dirección. Una novela de cuentos, un conjunto de varias piezas, cada una de las cuales es un relato completo, con independencia y vida propia. A la vez, esas piezas están relacionadas, ya que cada relato representa un momento de una historia más amplia, que los engloba a todos. Un poderoso hilo conductor, que va progresando y se va enriqueciendo en cada cuento, une los relatos componentes. En la historia de la literatura han abundado estas recopilaciones de narraciones conectadas entre sí por un relato-marco que los engloba o por mecanismos narrativos que se repiten. Una es, por supuesto, Las mil y una noches; otras el Decamerón de Boccaccio, El conde Lucanor de Don Juan Manuel, los Cuentos de Canterbury de Chaucer. También, el Manuscrito encontrado en Zaragoza de Jan Potocki o De noche, bajo el puente de piedra, de Leo Perutz. O incluso Un tal Lucas, de Cortázar o la Historia universal de la infamia de Borges.

Su autor, José Mª García López (Ávila, 1945), comenzó publicando y ganando premios de poesía para pasarse pronto a la narrativa y a la novela. Las últimas, editadas por Nocturna, han sido El corazón de la piedra (2014) donde recrea la Europa de la guerras de religión a través de la voz de la archiduquesa Margarita y la música de Tomás Luis de VictoriaPasolini o La noche de las luciérnagas (2015) en la que indaga en la vida del cineasta y poeta italiano e intenta dar con las claves que concluyeron con su asesinato en circunstancias nunca esclarecidas.
Sin embargo, quizás este sea su libro más singular. El que nos ofrece de él un rostro menos conocido, pero no menos importante. Y tiene en ello mucho que ver su fascinación por Japón: por su cultura, por su extrañeza y armonioso exotismo. Encantamiento en cuyo centro está evidentemente el hecho de que el autor tenga una nieta japonesa a la que le dedica este libro.

El título, Las grullas de Hokkaido, toma esta ave, parte integral de la tradición milenaria nipona y su entorno, distribuida como está en esa isla situada al norte de Japón. Ave sagrada, es símbolo unas veces de fidelidad, de buena suerte, y de larga vida. Y otras, como la agorera grulla de las Soledades de Góngora, es un ave que presagia desgracias. Las grullas de José Mª García López tendrán ese sabor agridulce.

El argumento del libro es, brevemente, el siguiente: la niña Reiko Zamora Nishimoto desaparece, por traslado o rapto, en Madrid poco antes de cumplir seis años. Alguien con quien tiene un lazo familiar, Leandro Zamora, al que la niña llama Ojiisan, que significa abuelo, la ve por última vez en el invierno de 1998 mientras los dos esperan desde un observatorio ornitológico la llegada vespertina de las grullas, que están invernando, a la llanura castellano manchega antes de volver al norte de Europa. Pero las grullas no llegan. Desde aquella fecha, Leandro no volverá a ver a la niña, pesar de sus pesquisas y denuncias y viajes a Japón, donde verá otras grullas. Para paliar su ausencia concibe un modo, entre viajes y búsquedas, de relación afectiva con Reiko. Se le ocurre dedicarle cada año de ausencia, un relato que hubiera podido contarle siendo niña, adolescente, joven y mujer. Un relato japonés, legendario o histórico, valido para cualquier universo, con significado fabuloso. Historias que Leandro envía a Reiko para evitar, de ese modo, que el hilo entre ambos se rompa. Reiko, presumiblemente no sabría nunca de esas nuevas elaboraciones y no las escucharía ni las leería. Sin destinatario presente, las leyendas y narraciones, acaba en realidad el protagonista dirigiéndoselas dolorosamente a sí mismo. A pesar de ello, o tal vez por ello, Leandro se sentirá cada vez más ligado a la desconocida evolución personal de Reiko y se empeñará en mantener un compromiso sentimental con Japón, con el país en el que se supone que ella vive.

Hasta los veintiún años de la niña, el protagonista recoge quince historias de inspiración japonesa en las que aparecen leñadores que creen en duendes y genios maléficos, hechos fantásticos y prodigiosos, mágicas capuchas que transmiten los sonidos ocultos de los seres del bosque, niñas que nacen en un bambú rodeadas de luciérnagas, princesas asediadas por pretendientes, dragones de ocho cabezas, pescadores, espectros atormentados, monjes ciegos que se acompañan de su fantástico laúd, etc. Los protagonistas lo pasan mal, pero a menudo acaban triunfando en lo que hacen. Y, en algún caso, se casan, los muy ilusos.

Algunas de las historias son creencias populares o versiones de leyendas japonesas antiguas pertenecientes a clásicos de la literatura nipona. Otras son historias contemporáneas como la de Sadako Sasaki y las mil grullas de origami o la de un desertor kamikaze situadas durante el final de la II Guerra Mundial. O la última sobre el comportamiento ejemplar del director central nuclear de Fukushima tras tsunami del 11 de marzo de 2011.

Como no solo se ha perdido la costumbre de contar cuentos, sino también la de contar películas, Leandro recoge en esta cápsula para el futuro de Reiko dos clásicos de la filmografía japonesa que le hubiese gustado compartir con ella: un episodio de Los siete samuráis de Akira Kurosawa y Había un padre de Yasujiro Ozu, en la que, de modo parecido al del libro, un profesor de matemáticas y su hijo, durante buena parte de su vida, tienen que vivir separados.

De todas estas historias se extraen enseñanzas, ejemplos al modo en el que el conde Lucanor las extraía de los relatos de Patronio. Valores intemporales que a Leandro le gustaría quedasen tatuados en su potencial lectora: la generosidad, el amor a los padres, el esfuerzo, la honestidad, la inteligencia, la prudencia, el sacrificio, la valentía, la solidaridad, la fascinación, la alegría y la felicidad aunque sean breves y efímeras, el éxtasis de la contemplación, la belleza. Pero, a su vez, Leandro aprovecha para que Reiko evite en su futuro la autocomplacencia, la maldad que se aloja en el corazón humano, la impotencia o el fatalismo. La vida, se dice en algún momento, es sin duda un prodigio, pero no es necesariamente un camino suave y dichoso.

Hay pocos pueblos tan sensibles a la belleza como el japonés. En el libro Los placeres de la literatura japonesa, publicado por Siruela el año pasado, Donald Keen, un profesor neoyorquino enamorado de Japón, señala, a partir de las opiniones sobre el gusto japonés vertidas por el monje y talentoso poeta Kenko, en el primer tercio del siglo XIV, cuatro características principales del concepto nipón de belleza. Cuatro elementos que he reconocido en este libro: sugestión, irregularidad, simplicidad y caducidad.

El primero de ellos, la sugestión es la expresión más clara de la belleza japonesa. El amor de ese pueblo por los capullos apenas abiertos o por los pétalos caídos antes que por el esplendor de las flores es significativo. Bastan unos trazos del pincel en su pintura para sugerir montañas o ramas de bambú. Se han dado cuenta de que limitan el juego de la imaginación sino sugieren. Hay que dejarle a esta el espacio necesario para expandirse más allá de los hechos concretos, hasta los límites de la capacidad del lector. Los numerosos poemas de amor conservados, por ejemplo, en antologías de poesía japonesa casi nunca se refieren a la alegría de encontrarse con la persona amada; en cambio, expresan lo mucho que el poeta desea ese encuentro. En este libro, eso aparece, ya desde el hecho mismo de que las grullas no comparezcan para su contemplación. En esa espera está el misterio. Porque Las grullas de Hokkaido es una obra con muchos registros a la vez. Es un acto de amor, pero puede leerse en clave de viaje metafórico, como un ejercicio narrativo pero también como un instrumento de salvación.

El segundo rasgo esencial del gusto japonés es la irregularidad. Según Kenko «en todas las cosas, la uniformidad es un defecto». Se observa en su escritura, en sus jardines. En la cerámica japonesa donde aparecen las piezas torcidas o con partes sin esmaltar. Se trataría de un defecto grave si el alfarero hubiera querido hacer un cuenco o una jarra de forma simétrica con un esmalte liso, pero obviamente no era esa la intención. La asimetría, la diversidad, aquí en este libro está tanto en cada relato diferente como en la edad de nuestra protagonista ausente. Son versiones de historias que el autor moldea a su gusto e interviene unas veces en ellas con irritación, otras con ironía. O elige también un final u otro. No es imparcial ante lo que cuenta sino que decide qué contar. Un gran escritor es capaz de rescatar esos viejos materiales y de presentarlos como nuevos. En eso consiste su irregularidad.

José Mª García López tendría mucho que decir sobre la tercera característica de la estética japonesa: la sencillez. La sencillez como principio estético. Está en las casas y en el mobiliario nipón, en la ceremonia del té o en la comida. Nada es alterado por el exceso. Esa delicadeza que también está en su personalidad le sirve al autor para sostener todo este edificio, para que las piezas y los múltiples narradores encajen de un modo preciso, sutil y emotivo, discreto y sublime, con un estilo pausado, cuidado y ordenado.

La última de las cuatro cualidades del gusto estético japonés que me he propuesto señalar a la luz de Las grullas de Hokkaido es la más inusual: lo efímero. En Occidente hemos buscado lo permanente y no lo efímero. Construimos grandes monumentos de mármol para perdurar. Para los japoneses es más atractiva que una obra pase por muchas manos, que se gaste. Un cuenco de barro que se rompió y que alguien arregló, no de forma invisible sino con oro, como si hubiese querido que nos fijáramos en las grietas, es más humano que otro que parece haberse fabricado hace poco. Y nos habla de la larga serie de personas que lo han tenido entre sus manos. El deseo tan común en Occidente de tener objetos impolutos, que parecen haber sido pintados o esculpidos el día anterior, tiende a borrar su historia.

Los japoneses dan un gran valor a las marcas que prueban que una obra de arte ha pasado por muchas manos. Eso que el budismo llama impermanencia es una característica necesaria de la belleza. De ahí que la atracción japonesa por los cerezos en flor tenga que ver con su amor por lo perecedero. Estos relatos que José Mª García López ha recogido vienen de antiguo y como antiguos que son deben gastarse, pasarse de mano en mano, caer en las de los lectores jóvenes y no tan jóvenes. Deben ser como ganzúas capaces de abrir puertas diferentes a unos y otros.
Después de la lectura, me he preguntado: ¿Hace la ficción a Leandro, nuestro protagonista, más feliz? No es seguro que lo haga más feliz. Luego de romperse el hechizo del relato y volver del sueño a la lucidez, a la tristeza, a la ausencia de Reiko, Leandro comprueba lo mediocre que es la vida vivida en comparación con la inventada. Una cierta pesadumbre de pérdida, de fracaso del que la literatura no lo salva, pero le alivia, le da caminos paralelos, viaja a Japón varias veces, aunque lo que uno ha perdido nadie se lo devuelve. Pero es que la vida, y esa era la cuarta cualidad de la estética japonesa, también es efímera. Entretanto disfrutemos de ella y de sus placeres. Para los que gusten, les aseguro que no saldrán disgustados de la literatura y de los prodigios encerrados en este libro.

Las grullas de Hokkaido (La Isla de Siltolá, 2018), de José María García López | 208 páginas | 17 euros

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