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El divino Marqués de Bradomín

SonatasVICTORIA LEÓN | Una de las obras imprescindibles de la literatura modernista en español, publicada por primera vez entre 1902 y 1905, acaba de aparecer en una edición magníficamente ilustrada por el pintor Víctor López-Rúa que ha devuelto a las librerías de nuestro siglo XXI las memorias del “divino Marqués de Bradomín”. Aquel “admirable Don Juan feo, católico y sentimental” que, inspirándose en el general carlista Carlos Calderón y Vasco, Valle-Inclán convirtiera en heredero perverso y decadente de la larga tradición de ese arquetipo que ha ido alimentando vida, arte y estudios psicológicos desde la noche de los tiempos de Tirso de Molina. Bradomín es también el personaje seductor y cínico por excelencia que tantas veces ha servido para dirimir cuestiones morales y plantear redenciones y condenas de almas. Aunque a él no parezca importarle demasiado ese asunto menor mientras se pasea por sus memorias en busca de belleza y placer; encadenando transgresoras aventuras amorosas (emulando “el ingenio maligno y un poco teológico de mi maestro el Aretino”); coqueteando con la muerte y sembrando la tragedia a su alrededor sin despeinarse. Sin bien es cierto que, como el propio autor, él también acabó dejándose un brazo por el camino.
Las cuatro sonatas, que recorren las estaciones del año y se sitúan en Italia (primavera), México (estío), Galicia (otoño) y la corte carlista de Estella (invierno), nos narran con la más espectacular prosa modernista los recuerdos amatorios del singular personaje a la medida de su excéntrico autor, que hablaba de él como “mi noble tío”. Y la verdad es que no es difícil encontrarles cierto aire de familia.
Uno de los grandes estilistas que ha dado al mundo la literatura española, Valle-Inclán, que corregía sus manuscritos leyéndolos durante horas en voz alta, logró en estas páginas la que seguramente sea una de las prosas más perfectas de su siglo. La frase musical, la adjetivación escultórica, el ritmo flexible de verso soterrado en el párrafo envuelven al lector en el arrullo de fuentes y palomas que habitan jardines y palacios exquisitos, en el sofocante ardor de una noche tropical o en el frío cortante de una escaramuza guerrera en la montaña navarra. Los paisajes y retratos cobran vida pictórica y los lienzos que resultan derraman sensualidad y sexualidad. Lo sagrado y lo erótico se entremezclan continuamente: “¡Divinos labios que desvanecían en un perfume de rezos el perfume de los olés flamencos!”. Con la misma insistencia con que se unen placer y melancolía. “Era una tristeza depravada y sutil la que llenaba mi alma. Lujuria larvada de místico y de poeta”.  Nada falta y nada sobra en el despliegue de la frase, de efecto perfectamente calculado y ejecución certera para lograr su cometido artístico. Su música acaricia o nos perturba según quiera.
Bradomín relata sus memorias siguiendo el viejo modelo retórico de la confesión. Y aunque no es en absoluto un Mañara arrepentido, entre aventura y aventura, desde la atalaya de la experiencia, también él introduce sus peculiares digresiones morales: “¡Oh, alada y riente mentira, cuándo será que los hombres se convenzan de la necesidad de tu triunfo! ¿Cuándo aprenderán que las almas donde solo existe la luz de la verdad son almas tristes, torturadas, adustas, que hablan en el silencio con la muerte y tienden sobre la vida una capa de ceniza!”.
Las Sonatas contienen geniales dosis de humor, parodia y sátira con la sorna inconfundible de Valle-Inclán: “¡Viejo pueblo del sol y de los toros, así conserves por los siglos de los siglos tu genio mentiroso, hiperbólico, jacaresco, y por los siglos te aduermas al son de la guitarra, consolado de tus grandes dolores, perdidas para siempre la sopa de los conventos y las Indias!”. Y están teñidas de una profunda melancolía ante la vejez que ha arrebatado a su protagonista el único bien valioso que existía para él en el mundo: “Yo adivinaba que aquellos ojos aterciopelados y tristes serían ya los últimos que me mirasen con amor. Era mi emoción como la del moribundo que contempla los encendidos oros de la tarde y sabe que aquella tarde tan bella es la última”. Una melancolía que hallamos incluso en esa exaltación estética del carlismo que profesa: “Yo hallé siempre más bella la majestad caída que sentada en el trono, y fui defensor de la tradición por estética. El carlismo tiene para mí el encanto de las grandes catedrales, y aun en los tiempos de la guerra me hubiera contentado con que lo declarasen monumento nacional”.
En su Nietzsche en España, Gonzalo Sobejano rastreaba en el Modernismo español una profunda huella de la moral nietzscheana, tanto en su exaltación dionisíaca de la vida como en su justificación estética del mundo. Destacaba también esa impronta en Valle-Inclán y en el protagonista de sus Sonatas, cuyo radical amoralismo estetizante impregna sus memorias de viejo Don Juan. Uno que nos confiesa que escribe ya heroicamente retirado del mundo (“si la guerra no me había dado razón para mostrarme heroico, me la daba el amor al despedirse de mí, acaso para siempre”) y narra sus peripecias con la nostalgia de quien se está despidiendo de quien fue y de la vida que tanto amó, encarnada en sus conquistas. De ahí que el lector acabe mirando con simpatía hasta su juego cínico entre fervorosa piedad y depravación al hacer inventario de sus pasiones: “Yo soy un santo que ama cuando está triste”. Pues la única palinodia sincera que hallamos en el personaje es la que, al fin y al cabo, podríamos entonar cualquiera de nosotros: “qué cruel es la vida cuando no caminamos por ella como niños ciegos”.
“¡Bagatelas!”, nos dice Bradomín que son sus memorias. Contra “la sublime lección moral” que reivindicaba el de Sade en su obra, el divino Marqués de Bradomín habría podido hacer palidecer al pensador francés maldito, pues él proclama por encima de todo nada menos que su frivolidad. Y esa perversa mezcla de crueldad y sentimentalismo que Valle-Inclán presta a su voz acaso sea la más refinada muestra de amoralismo estético y antiburgués de nuestro Modernismo. “En la literatura española de los últimos ciento cincuenta años no hay nada comparable a las Sonatas de don Ramón del Valle-Inclán”, concluye Luis Alberto de Cuenca en el prólogo lleno de entusiasmo lúdico que pone a esta imponente edición en la que se han mimado todos los detalles. Una bagatela incomparable y genial.
Sonatas (Reino de Cordelia, 2017), de Ramón del Valle-Inclán | 325 páginas | 25,95 euros | Edición de Luis Alberto de Cuenca | Ilustraciones de Víctor López-Rúa

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