RAFAEL ROBLAS CARIDE | Sevilla. Cinco y media de la mañana del Viernes Santo de 2000. Apenas presentidos los límites del amanecer y sin ninguna causa justificada, la histeria colectiva se apodera de las calles y una desbocada muchedumbre golpea la noche mágica de la ciudad arrollando a su paso cuanto encuentra. Las escenas son indescriptibles: gritos, carreras, nazarenos destocados de sus capirotes, sillas volando en la carrera oficial, invisibles francotiradores apostados en los balcones de la Campana. El pánico en su mayor grado de pureza. A mediodía, todos los telediarios nacionales –y aun internacionales– abrirán con las impactantes imágenes, mientras el Delegado de Seguridad del Ayuntamiento habla de ficticios reventones en la red de alcantarillado; los ciudadanos, de toros escapados de la Real Maestranza de Caballería; y el Alcalde,… de carreritas de niños pijos.
Juan Bonilla (Jerez de la Frontera, 1966) estaba lejos de imaginar cuatro años antes –cuando dio a luz la novela Nadie conoce a nadie– que su ficción imitaría tan fielmente a la realidad, reproduciendo casi paso por paso la trama de su obra para cumplir así con uno de los sueños de Borges. No obstante, hay que advertir que aquel volumen publicado por Ediciones B debió de llegar a un espectro muy reducido de público hispalense, pues nadie se inmutó al encontrar en sus páginas narraciones explícitas de ¡¡¡Cristos reales de la Semana Santa!!! saltando por los aires. Ya se sabe que en Sevilla se lee poco y mal. Así, la historia de Simón Cárdenas (un joven estudiante de Filología que ejerce a ratos perdidos como crucigramista en un diario local) no se popularizó realmente hasta mucho después cuando, en 1999, el libro se trasladó desdibujadamente a la gran pantalla y levantó polvaredas de polémica–¡ahora sí!– en las capas más puritanas de la ciudad durante una cuaresma que no supo digerir convenientemente la voladura del Pabellón de la Santa Sede en la Cartuja, perpetrada por Mateo Gil en una Sevilla post Expo recorrida por unos atractivos Eduardo Noriega, Jordi Mollà y Natalia Verbeke.
La película, que no era precisamente una obra maestra del séptimo arte, cumplió en las salas con su fin primordial de entretener al espectador; y en las taquillas, al menos, recuperó lo invertido en márketing. Por otra parte también permitió a Bonilla contemplar la vida desde una situación económica mucho más desahogada. Pero, regresando a los sucesos de 2000 (vulgo “las carreritas de la Madrugá”), Nadie conoce a nadie representó –una vez superadas la angustia y la vergüenza del primer momento– la excusa ideal para señalar como chivos expiatorios de todos los males a un novelista y a un director de cine que, casualmente, pasaban por allí. Porque, ¿para qué ahondar en sindicalistas reivindicaciones policiales cuando el cine, la literatura o el rol todo lo aguantan?
Ahora, dos décadas después y sin saber aún las causas que provocaron aquel caos, un Bonilla mucho más maduro regresa a su novela para realizar su revisión (remake lo llaman los modernos) –¿aprovechando, quizás, la reciente concesión del Premio Nacional de Narrativa de 2020?– y encara la historia de antaño desde una nueva perspectiva, convirtiendo un texto que era eminentemente narrativo en una amalgama diversa donde se introducen elementos que no estaban presentes en la obra original. Él mismo nos describe en una extensa nota de autor los entresijos del telar de su escritura, partiendo de una premisa incontestable: su descontento con la versión primitiva de Nadie conoce a nadie.
[…] La insatisfacción sin embargo volvía de nuevo a plantearme la necesidad de ponerme de nuevo con mi primera novela, sin saber si lo idóneo sería quitar lo que le sobrase, hacer una operación estricta de censor tajante, o más bien seguir el curso de lo ideado en 1995 pero volviéndolo a escribir, sin mirar siquiera la edición de entonces ni sus posteriores correcciones. Era mejor limitarse a dejar las cosas como estaban, sin duda. Pero la lectura de un documento de una hermandad haciendo el relato de lo sucedido en la madrugada del 2000 –la real– me inyectó ganas de volver al asunto y desafiar a los infartos cerebrales que padecen los ordenadores en los que se trata de corregir el pasado.
La decisión adoptada por Bonilla aterriza hoy en las manos de un lector que recepcionará ahora un libro nuevo, pues el autor ha aplicado el concepto de “reescritura” desde su aspecto más literal y etimológico, yendo mucho más allá de una simple puesta al día de la obra primitiva. Así, los cambios más evidentes (por ejemplo, Simón aquí se convierte en doctorando de Filosofía, abriendo con ello la senda de la digresión metafísica en el hilo narrativo), se alternan con variantes mucho más sustanciales y menos superficiales, que repercuten en el tono y en la voz de un novelista mucho más cuajado y complejo que el de veinte años atrás.
Prueba de esto que apunto es la mayor soltura en cuanto a la voz de Simón-Bonilla sobre la que pivota el relato, que se permite bromear unamunianamente y casi de continuo –tanto que, a veces, resulta un tanto cansino– sobre la relación personajes/escritor, traspasando así la frontera existencial que delimita ambos mundos y, por tanto, profundizando en uno de los temas de la novela: ¿Hasta dónde llegan los límites de la ficción? ¿Dónde comienzan los de la realidad? Por ello, no deja de ser infrecuente que los personajes atraviesen la cuarta pared y riñan al narrador al abusar éste del estilo indirecto, no dejando que sus discursos fluyan al pie de la letra: “Se lo dije. Déjate de tonterías, me cortó. Y ponme guiones, me dijo, o utiliza el indirecto”, inquiere María a Simón Cárdenas tras un diálogo entre ambos en la página 84.
En otro orden de cosas, también es evidente que, en contraposición a lo ocurrido en 1996, el juego intertextual se multiplica en este Nadie contra nadie –la inserción del citado informe cofradiero o la de una reseña periodística extraída directamente de un blog no son fruto de la casualidad–, mezclándose continuamente en el relato seres reales con personajes ficticios y mixtos, que responden –estos últimos– a prototipos reconocibles de la fauna hispalense (el magnate Ibarra, el pregonero Perramón, el inspector Baturone). En cuanto a estos últimos, destaca el brochazo grueso de sus descripciones y actuaciones –muchas de ellas caricaturescas–, que, junto con el uso de la ironía y el sarcasmo, presentan un Bonilla muy alejado de aquel inocente autor de la década de los noventa.
También se desmarca de aquella primera redacción la crítica antisevillí (Umbral dixit) en la que el escritor se sumerge sin tomar ningún tipo de precauciones. Impagable resulta el pasaje en que María y Sapo pasan revista a la denominada “literatura sevillana”, con rotundas opiniones posteriores que derriban del pedestal a autores últimamente tan encumbrados como Antonio Núñez de Herrera (“[su libro Teoría y realidad de la Semana Santa de Sevilla] era un canto infantil sobre la necesidad del espectáculo. Poco más”, pontifica el protagonista en la página 147). Más anecdótico, aunque también significativo, es el repaso que Simón-Bonilla realiza del Pregón de Semana Santa, uno de los actos más tradicionales e intocables de la cuaresma sevillana, llegando a proponer al mismísimo Abelardo Linares como pregonero imposible de la fiesta, habiendo declinado ese honor en el pasado de esa realidad paralela que se construye en la novela. ¿Se le habría perdonado al jovenzuelo Bonilla de 1996 este pecado de lesa traición a la Sevilla más rancia? Obviamente, dos décadas después, al jerezano le importan un bledo las críticas que pueda recibir por dicha causa.
No quiero –ni debo– ir más allá en el análisis comparativo, pues lo que ha ser una simple reseña va derivando hacia la configuración de una tabla de analogías más propia de la crítica especializada que del lector profano. Si acaso, solo me permitiré abundar en la diferencia fundamental: la elipsis en este Nadie contra nadie de los atentados perpetrados contra las procesiones de la Madrugada, punto nuclear de la versión primigenia que dio origen a la película y, en cierto modo, motor inspirador para los ejecutores intelectuales y materiales de la histórica “noche de las carreritas” de 2000. Esto es porque el thriller que era Nadie conoce a nadie (donde la narración de los sucesos acaecidos era indispensable) ha mutado hasta convertirse en una novela de tesis, en la que las acciones ceden importancia a las ideas, probablemente también porque Bonilla intenta exculparse –entre más bromas que veras– de cualquier responsabilidad que algún obtuso pueda otorgar a la literatura sobre la premeditada organización de los sucesos de marras. O más que exculparse, cachondearse directamente: en este punto y sin ánimo de destripe, la irrupción de Gonzalo García Pelayo en la trama resulta tan surrealista como hilarante.
En resumen, Nadie contra nadie cumple con dos de los mandamientos que todo escritor debe colocar en el cabecero de su cama: nunca retocar una obra de juventud y divertirse con su oficio. De esta manera, Bonilla presenta el envés de su novela primera con un estilo mucho más reposado, maduro y valiente. También con menos ínfulas y menor trascendencia literaria. Sin embargo, en su debe, también hay que advertir que Nadie conoce a nadie, pese a su imperfección, resultaba mucho más fresca y digerible, quizá también porque estaba dirigida a un lector más genérico y comercial. Ningún parecido, pues, con lo que pretende el autor a partir de este remake nada al uso, de lectura muy recomendable. Aunque eso sí, olvídense definitivamente, queridos amigos, de saber lo que ocurrió realmente durante esa misteriosa noche de Viernes Santo de 2000 en que Sevilla se puso, literalmente, boca abajo.
Nadie contra nadie (Seix Barral, 2021) | Juan Bonilla |328 páginas | 19,50 euros