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El fuego y la palabra

El callejón de las almas perdidas

William Lindsay Gresham

Sajalín, 2011. Colección «Al margen»

ISBN: 978-84-938051-9-7

444 páginas

23 €

Traducción de Damiá Alou

Prólogo de Nick Tosches

 

 

Fran G. Matute

El callejón de las almas perdidas (1946) narra, en esencia, la caída en los infiernos de un ser humano que se cree superior a los demás. A simple vista podría parecer que estamos ante una historia con moralina, de equilibrios éticos, de castigos o revanchas de la divina providencia. Pero esta novela del ignoto William Lindsay Gresham se presenta como uno de los artefactos literarios más extraños de su época. Una auténtica ‘rara avis’ por su crudeza lingüística y su ambientación. Aunque lo más sorprendente de todo fue que Hollywood la vio en su momento con buenos ojos y se atrevió a adaptarla a la pantalla grande con el galán Tyrone Power como protagonista. Confieso que no he visto la película, pero me cuesta horrores imaginar que el resultado final sea del todo satisfactorio, pues El callejón de las almas perdidas debe ser uno de los textos más opuestos al Código Hays que haya leído en mucho tiempo.

Los instintos más bajos son los que presiden esta historia que transcurre por los territorios del sur de los Estados Unidos, donde la pobreza, el analfabetismo y el fervor religioso campaban a sus anchas. Es el caldo de cultivo perfecto para un joven charlatán como Stan Carlisle, ayudante en una feria ambulante de variedades que recorre los pueblos más oprimidos de ese gótico sureño timando al personal con trucos y falsos espectáculos de monstruos, hombres forzudos y mujeres barbudas. Si han visto La parada de los monstruos (1932) de Tod Browning o la exquisita serie Carnivàle (2003-2005), ya saben de qué estoy hablando. Pero aunque la novela arranque en un escenario parecido a los referentes audiovisuales que acabamos de citar, no son esas, a nuestro entender, las verdaderas coordenadas de la historia que plantea Gresham.

Se podría decir que El callejón de las almas perdidas es un hijo bastardo nacido de la obra de Erskine Caldwell (por la dureza incontestable con la que trata al paleto sureño, casi como una acémila humana) y Sinclair Lewis (sobre todo de su novela Elmer Gantry, que narraba la historia de un falso reverendo metodista, narcisista y timador), por cuanto que su protagonista, una vez aprendida la capacidad que tiene el ser humano de manipular al prójimo no educado, necesitado o temeroso de Dios, decide trazar un plan ambicioso para su propio beneficio en el que se darán cita el espiritismo y los más viles trucos existentes para doblegar la voluntad de las mentes más débiles intelectualmente.

Así, Carlisle, gran observador de las miserias humanas, llega a una conclusión aparentemente simple: «La inmortalidad era lo que el público quería. Si creían que podían encontrarla en la cuarta dimensión, él les enseñaría cómo. De todos modos, ¿quién diablos sabía lo que era la cuarta dimensión? Botarates. Panolis.» Y pone en marcha su plan maestro, detallado, minucioso, maquiavélico… y a medida que lo ejecuta iremos observando cómo los demonios internos sacan a relucir lo peor del ser humano hasta el punto de convertir a un joven inteligente y de carrera prometedora en un monstruo. Pues es esta la transformación que vamos percibiendo a medida que vemos pasar las cartas del Tarot que principian cada capítulo de El callejón de las almas perdidas. Cartomancia, psicoanálisis, juegos mentales, trucos de luz y sonido. Todo tiene cabida en este relato cínico y descorazonador.

Y tal y como hemos apuntado antes, nos vemos obligados a hablar del lenguaje que gasta esta novela. No podemos olvidar que estamos ante un texto que data de mediados de los años 40. Así que no dejan de sorprendernos párrafos como este: «En este maldito mundo de chalados lo único que importa es la pasta. Cuando la consigues, eres el amo. Y si no la tienes eres el que folla cuando el coño ya está lleno de leche. Voy a conseguirlo, aunque tenga que abrirme todos los huesos de la cabeza. Voy a sacarles a esos pazguatos hasta el último centavo y a arrancarles el oro de la dentadura.» Son pensamientos tan crudos y mezquinos, y demuestran tal desprecio por el ser humano, que contextualizan a la perfección la espiral de autodestrucción a la que se ve sometido el joven Carlisle por culpa de su desmedida ambición personal y su falso sentimiento de superioridad.

Pero, por el camino, Stan olvidará que no sólo la inmortalidad y el dinero mueven el mundo. También está -sobre todo- el sexo, capaz de convertir a cualquiera en un ser servil y sin dignidad. Es la esencia de nuestra naturaleza, la pulsión humana. La que mejor pone de manifiesto la fuerza del fuego y la palabra. Como lo hace El callejón de las almas perdidas, uno de los grandes rescates editoriales del año pasado.

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