JUAN CARLOS SIERRA | Marcos Díez (Santander, 1976) consiguió con su último poemario, Belleza sin nosotros, el XXIV Premio Internacional de Poesía Generación del 27. Evidentemente, uno no ha formado parte del jurado –sería poco honesto convertirse en juez y parte- ni ha leído el resto de obras que entraron en concurso, ni siquiera las finalistas, por lo que resulta imposible reseñar las virtudes que el jurado observó en este poemario de Marcos Díez que, a su juicio, lo elevaban por encima de sus contrincantes. En cualquier caso, independientemente de esta circunstancia, mi sensación como lector ajeno a todas estas vicisitudes es que se trata de un premio bien merecido, de un premio que no desmerece la reputación que una distinción de este tipo debe atesorar; si digo esto es porque en más ocasiones de las que uno estaría dispuesto a reconocer, al leer un poemario premiado surge la incómoda pregunta de por qué no decidió el jurado dejarlo desierto, que es una opción tan honrosa –a veces más- que entregarlo a uno de tantos libros absolutamente prescindibles.
Pero no estamos aquí para disertar sobre la intrahistoria y las miserias de los premios de poesía en este país, sino para hablar de un poemario, Belleza sin nosotros, que atesora unas calidades líricas más que destacables independientemente de distinciones, reconocimientos o premios como el que le concedieron.
Para empezar este recorrido por el último poemario de Marcos Díez, creo que es de justicia reconocerle que posee algunos poemas memorables, de esos que se anclan etimológicamente y para siempre en la memoria, de los que pueden llegar a acompañarte a lo largo de toda tu vida, de esos que poseen la inmensa virtud de convertirse en herramientas íntimas y útiles para entender esa cosa tan compleja y tan contradictoria que es la existencia de cada uno de nosotros. De entre ellos, yo tengo mis favoritos, que son «¿Cómo podré enseñarte?», «Aunque no lo recuerdes», «Al fondo de la noche», «De tu mano desciendo» o «Tormenta», porque me tocan más de cerca como lector, porque en ellos encuentro alguna luz particular, una emoción que me habla a la cara y me zarandea en los más íntimo. Cuando los releo, me doy cuenta de que en su mayoría, además de otros que tengo destacados con el pico de la página doblado, tratan de la relación entre el personaje poético y su hija, del diálogo lírico que este mantiene con una niña a la que tiene que cuidar –y aprender a hacerlo, sobre todo- y que en cierto sentido también lo cuida a él, lo completa, lo salva,… Es difícil abordar líricamente este asunto, porque al fondo de él puede aparecer la alargada, peligrosa y tentadora sombra de la cursilería, de los excesos emocionales, del baboseo emulador de Mr. Wonderful. Marcos Díez sabe salvar estos riesgos. Me imagino que puede ser esta una de las virtudes que también apreció el jurado que le otorgó el Premio Generación del 27.
No obstante, más allá de esta lectura tan personal –pero qué lectura no lo es-, detecto a lo largo de todo el poemario, en las dos partes en que Marcos Díez lo divide, «Nadie sabe de mí» y «Belleza sin nosotros», un hilo argumental que sostiene al conjunto de poemas de su obra y que tiene que ver con algo que podríamos llamar la disolución del yo poético. Este adelgazamiento del personaje poético hasta lo estrictamente esencial tanto en su ámbito personal, existencial, como en lo lírico se manifiesta en trayectorias recientes de poetas más o menos contemporáneos a Marcos Díez; el ejemplo más claro y que más rápidamente aparece por su brillantez y coherencia en mi currículum lector es el de Juan Manuel Romero que con Desaparecer e incluso con su último poemario Contra el rey apunta indudablemente a esta vía próxima al ascetismo, a un ascetismo contemporáneo que tiene que ver con un desprendimiento necesario de las grasas de la modernidad.
En este sentido, se pueden rastrear a lo largo y ancho de Belleza sin nosotros, incluso ya desde el mismo título, versos sueltos, estrofas y poemas que dibujan la problemática de fondo del poemario, pero será en «Al fondo de la noche» donde de una manera más explícita y directa se muestre ese afán por desaparecer: «Poema tras poema/ me he quedado desnudo/ en la pura intemperie…».
Existen muchas líneas argumentales en Belleza sin nosotros. Ya hemos hablado de la relación paterno filial, pero también está la familia –ese enigma necesario y paradójico que son los padres, por ejemplo-, el extrañamiento de uno mismo en un poema maravilloso como «Tren de cercanías», la contemplación sosegada de lo cotidiano –especialmente significativo sería en este sentido el poema «Torre de don Borja» y particularmente sabroso «El desayuno»-, una suerte de quevedesco «Miré los muros de la patria mía» en multitud de poemas con la figura sombría de la muerte al fondo, por supuesto también está el amor o su herida, porque «El amor, si está vivo, no lo puedo cantar» («Hay poemas que nunca sé escribir»),… Pero desde mi punto de vista lector todo confluye en esa disolución del yo que ya se ha mencionado, en la toma de conciencia por parte del yo poético de su modestia, de su fragilidad, de su verdadera insignificancia, que paradójicamente es esencial para descubrir que «El silencio me enseña/ una verdad que ocultan las palabras,/ una esencia que se halla/ más allá del lenguaje, por debajo del ruido:/ el amor está en mí», como se puede leer en el poema titulado «Oración». Pero también se revela fundamental para colocarse en el mundo con cierta esperanza y algo de convencimiento corrigiendo a Ángel González, y para descubrir que hay algo realmente real que se nos pasa, porque estamos muy preocupados por nosotros mismos, que «Existe una energía que vibra entre las cosas», como queda escrito en el poema «Corriente», o una belleza sin nosotros, que está ahí sin más e incluso a pesar de nosotros mismos y de nuestro concepto mismo de belleza; solo hay que saber contemplarla, descubrirla, y eso se consigue si somos conscientes de nuestra propia renuncia o si un poemario como Belleza sin nosotros nos da pistas, nos lo muestra y nos lo explica.
Lo aparentemente anecdótico, cotidiano e intrascendente de lo tratado guarda perfecta armonía con la estrategia compositiva y con el estilo de Marcos Díez: versos sencillos, limpios, con la carga simbólica o metafórica justa y necesaria, sin despistar al lector con fuegos de artificio retóricos o seudovanguardistas,… Esta coherencia que muestra Marcos Díez en Belleza sin nosotros contribuye a la eficacia de sus poemas, que de esta manera se convertirán para el lector que se acerque a ellos en poemas esenciales, memorables.
Reseña publicada anteriormente en el nº 21 de la revista de poesía Paraíso
Belleza sin nosotros (Visor, 2022) | Marcos Díez | 80 páginas | 12 euros | XXIV Premio Internacional de Poesía Generación del 27