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Libro de verano (con dos caballos al fondo)

MANOLO HARO| Cuando se relata una infidelidad en primera persona, habitualmente se ofrecen versiones en las que se incide en el olimpismo sexual de los amantes, en el sensualismo reconstituyente o en la inusitada conexión entre almas encontradas en medio del tráfago vital. Si se tiende a la filigrana narrativa, el que cuenta hará que las tres opciones coincidan en una verdadera historia (breve) de amor. La infidelidad es producto previsible del cansancio marital o del hastío vital (si una cosa se puede desligar de la otra). Su relato oral tiende más al chascarrillo que a la épica; atrae siempre el interés de los oyentes en un primer momento, pero su repetición lo convierte en un chisme. El mundo actual, con una sociedad adulta infantilizada, incapaz de desprenderse de la urgente necesidad de contarlo todo por medio de las sinuosas pistas de las redes sociales, disfruta de la fatua narración de un desliz con cierta envidia y superficial interés. Los desayunos en el bar de la esquina o la copa del viernes tras el curro están llenos de narraciones de este tipo.  Lo que ocurre es que cuando la aventura se escribe, hay que hacerlo muy bien para escapar de los clichés, de la serpentina banal de los juegos sexuales requetecontados, y crear así algo que merezca la pena. Pero cuando el mundo quiere reconocerse en los personajes de las novelas que lee, cuando disfruta viendo reflejados no sus deseos, sino también sus modos de vida, da igual que lo que se narre pueda sonrojar a los amantes de la verdadera literatura; da igual. Esa parte de los lectores no importa para que se pueda colocar un libro como Los días perfectos en la mesa de novedades del verano. De esta forma, el libro funcionará para una generación que se ve reflejada en estos personajes y en sus circunstancias: en los amantes, en el matrimonio hastiado, en el intento de reinventarse en algún momento para salvar los muebles.

El libro captó mi atención por medio del subterfugio literati de introducir entre sus páginas la historia de una infidelidad-marco entre William Faulkner y Meta Carpenter, a la sazón secretaria de Howard Hawks. El protagonista, Luis, es un periodista cultural que acude a Austin (Texas) a unas jornadas sobre periodismo digital. En el Harry Ransom Center, archivo de la Universidad de Texas, se encuentra con la breve correspondencia entre el escritor y su amante. A su vez, coincide en la ciudad con Camila, una arquitecta mejicana que participa en un congreso de su gremio. A partir de ahí, las cartas de Faulkner se convierten en un apoyo para desmadejar en otra carta lo vivido entre ellos en esos días.

Cuando un escritor decide darle voz a un personaje se arriesga a que el pensamiento y el sentimentalismo de este se identifique con el suyo. El periodista Luis me parece un tipo cursi (a veces opina así sobre lo que escribe), tan previsible en sus hábitos que parece luchar por ser el arquetipo de una generación que se mueve entre los 40 y los 50. El único atisbo de cierta lucidez en la obra lo encuentro en la segunda mitad del libro, compuesta por otra carta, contrapunto de la larga misiva que el periodista dirige a su amante, escrita esta vez a Paula, su mujer. Sin dejar de ser igualmente previsible, al menos le da cierto sentido a la obra, pues leemos a un hombre que vuelve a casa con “los días perfectos” en la cartera y con el deseo de volver a revivirlos con su esposa como en los inicios de la relación, cuando aún eran dos personas en trance de conocerse. En cierta manera, el narrador abraza el regreso como la salvífica entrada en otra forma de amor, ese que podría otorgarle la oportunidad de aspirar a tener algún día perfecto (no muchos) con su pareja.

La novela tiene como fondo referencial el relato de otra infidelidad entre Charlotte Rittenmeyer y Harry Wilbourne, esta vez contada por el propio Faulkner en Las palmeras salvajes. El escritor norteamericano dijo en una entrevista para la Paris Review que cuando concluyó la primera parte del libro, advirtió “que algo le faltaba porque la narración necesitaba énfasis, algo que le diera relieve, como el contrapunto de la música”. Comenzó entonces el relato de “El viejo”, que luego se entremezclaría con la historia de los amantes. Jacobo Bergareche salva un poco los muebles con la inclusión de la carta de Luis a su esposa Paula. Ahí sí que podría decirse que la obra gana un poco de vuelo, pues (exceptuando guiños, poses, gestos, hábitos y deseos de cierto sector de la población cuarentona-cincuentona con estudios universitarios y consumidora de, supongo, Netflix, que se verá reflejada a cada página) se lee entre líneas el resultado universal del cansancio de la vida en pareja, radiografía desvaída de lo que siente un relativamente amplio sector de hombres y mujeres a una determinada altura de sus vidas. En ese sentido, se podría decir que emerge de las páginas del libro la pregunta que, en el fondo, todos nos hacemos: ¿cómo conseguir que aquellos días perfectos que fueron vuelvan a aparecer, aunque sea puntualmente?

De todas formas, he de decir que no gusto del estilo de Jacobo Bergareche. No me he reído en las supuestas encrucijadas humorísticas del libro (tal vez sea una tara del lector). No me he creído casi nada de lo que decía cuando contaba lo sucedido entre él y Camila por su elitismo cultural compartido entre ambos (¿Sonny Rollins en un jukebox de Texas?):

“ Tú escogiste Cosmic Dancer de T. Rex, Let’s Get It On de Marvin Gaye, Wonderful World de Sam Cooke, y Play With Fire de los Rolling, todas rolas que me encantan, que me sé de memoria y que según escogías ya me causaban ansiedad de querer bailarlas contigo o contra ti, de a cartoncito, como decías, bien agarrados. Yo solo quise escoger una, solo necesitaba una, había visto mi bala de plata en esa jukebox, la rola que sabía que cristalizaría en piedra de ámbar para mí, el You Don’t Know What Love Is, de Sonny Rollins, y la dejé para el final. Ese era el tema central de mi película. No era especialmente bailable, era una versión instrumental de una canción que tú no conocías entonces, pero ya te lo dije, la escucharás cuando vuelvas a tu casa, en la versión que canta Dinah Washington, y cuando oigas la letra —que te aprenderás de tanto ponerla— entenderás lo resinosa que es, y sabrás lo que estaba lamentando el saxo de Sonny Rollins cuando despega de la melodía y se echa a volar.”

Me ha parecido insustancialmente previsible sus locuras de amantes y demasiado austerianas las vidas de los cónyuges ausentes:

“Hay que sacudirse la culpa, tu marido es banquero, mi mujer directora de una gran fundación cultural, ganan bastante dinero pero no tengo claro que den más que nosotros al mundo. No nos sintamos culpables, esta vida no sería tolerable sin gente como nosotros. Podemos darnos un capricho.”

La imaginación juvenil compartida con la que luego sería su esposa acerca de qué hubiera sido su vida sin ellos se me antoja de una simpleza infantil:

“tocábamos en bares de provincia y al final, hartos de hacer bolos, lo dejábamos todo para poner un bar de copas en Malasaña donde yo pinchaba las mismas canciones todos los días y ella colgaba sus pinturas espantosas. Por otro lado tú volvías con Javier, y te casabas con él, invitabais a quinientas personas, se ponía el himno de España en la eucaristía, después no le veías nunca porque trabajaba veinticinco horas al día, pero te pagaba tu sueño/capricho de montar una editorial literaria de las de verdad, de las que jamás ganan dinero, de las que imprimen en papel bonito y traen por fin a ese ignoto poeta kazajo al público español, pasados los años os hacíais una casa en Sotogrande junto a un campo de golf para descansar de vuestras vidas junto a las mismas personas que os hacían cansaros de vuestras vidas y al menos vosotros teníais espacio, distancia y amantes para poder soportaros, no como nosotros, que vivíamos juntos toda la noche detrás de una misma barra, y todo el día en un piso de treinta metros y que no éramos deseados por nadie, sino que dábamos pena a los demás.”  

Me sonrojan las aficiones (le ha faltado usar el verbo “camperizar”) de Luis, que se congracia con las de la masa democrática instruida que pulula ahora por el mundo adelante:

“ya te he repetido tantas veces con mucho orgullo que soy de los que sigue coleccionando vinilos y montando en motos viejas que arreglo en mi propio garaje —en el fondo dos aficiones esnobs y despreciablemente hipsters, que me producen cierto sonrojo ahora que se han vuelto tan comunes, aficiones que me resultan tan molestas en los demás que al ver a alguien con una moto vieja o un vinilo, sueño con quemar el tocadiscos y mis tres motos en una misma pira y autoflagelarme en público pidiendo perdón.

A pesar de lo mucho de adolescente que tiene un idilio exprés, el lirismo ridículo de sumar una estrofa más al “Honky Tonk Women” de los Rolling para darle su sitio a la amante ni siquiera me parece necesario:

“y tú sin saberlo ibas a convertirte en la mujer que aparece en la tercera estrofa de Honky Tonk Women, esa que se dejaron sin escribir Mick y Keith, y que probablemente estarían dispuestos a añadir hoy a la canción si nos hubieran visto esa noche. Y dice así:

I saw this married lady in Austin, Texas,

And asked her if she’d join me for a dance,

She had to teach me how to move my body

She held my waist and then she stole my heart.”

Todo ello no quiere decir que el libro no pueda funcionar (entendiendo “funcionar” no en el sentido de obra literaria, sino de producto comercial) en un sector de lectores generacionalmente afín a los personajes. Funcionará como funciona “Colgando en tus manos” de Carlos Baute y Marta Sánchez  en los ratos tontos y etílicos de las bodas y en los karaokes.

El Realismo del XIX encontró en la infidelidad conyugal el gran tema para pintar  un vivo fresco de  aquella sociedad burguesa. Comparado con cualquier ejemplo decimonónico (Flaubert, Tolstoi, “Clarín”, Chejov, etc.), esta visión de la clase media adulta y universitaria de nuestro tiempo palidece ante los maestros decimonónicos. La infidelidad continuó siendo un tema recurrente en el XX, con las variables impuestas por el aparente desgaste del asunto (el cual no era tal). No creo que Faulkner, a pesar de ser parte interesada, disfrutara leyendo Los días perfectos. Su planicie ‘bienpensante’ sería devastada con un solo grano de la mazorca con la que Popeye viola a Temple Drake en Santuario, la novela que escribió, según el propio autor, por dinero (“Lo necesitaba para comprar un buen caballo”). Ojalá este libro dé para un par de caballos: uno para el autor y otro para el editor. De todas formas, no hagan mucho caso a este opinador. Lean las laudatorias críticas de la cúpula cultural hispánica y luego hagan lo mismo con la novela en cuestión. Así saldrán de dudas.

Los días perfectos (Libros del Asteroide, 2021)| Jacobo Bergareche | 184 páginas | 18,95 €

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