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El mes más cruel o un cuento de hadas

buenasnochesROSARIO PÉREZ CABAÑA | ¿Y si la fantasía fuese la forma más elevada de eso que insistimos en llamar realidad? Sí, ya sé, la ilusión es cosa de ilusos. Pero es posible que esta pregunta carezca de toda espera de respuesta a pesar de su entonación claramente ascendente. Sería como preguntarse si la penicilina hubiera podido salvar algunas vidas. Ya Cervantes y Fleming anularon las incertidumbres y convirtieron estas dudas en pura retórica sin viaje de vuelta. En la historia de la literatura, y especialmente desde eso que se ha llamado posmodernidad (pienso de nuevo en Cervantes), las fronteras entre realidad y ficción han perdido periódicamente su rectitud disociativa y se han fundido en un juego necesario para entender nuestra extraña naturaleza.

En la Centroeuropa de principios del siglo XX, junto a algunos  escritores comprensiblemente pesimistas y sociopolitizados, aparecieron una serie de narradores que emplearon la expresión de lo grotesco, la sátira expresionista, el humor, la ironía o lo probable imposible como recursos para explorar la realidad. En el caso de la antigua Checoslovaquia, hablamos de Kafka, Jaroslav Hašek, Ladislav Klima o Richard Weiner; y más adelante, de Pavel Kohout o Bohumir Hrabal, eclipsados tal vez, al menos internacionalmente, por el éxito fulminante de Kundera. De hecho, según he leído aquí y allá, existe lo que algunos llaman la «era post-Kundera», período, a mi entender, poco definido y menos justificado (porque, y ahora hago un aparte, dudo que todo fuera Kundera antes y, desde luego, después) en el que suele situarse a Jiři Kratochvil (1940), considerado por muchos como su gran deudor. Aunque sea probable que la narrativa de Kratochvil esté más próxima a la modernidad narrativa del expresionista polaco Döblin que al autor de La insoportable levedad del ser. En cualquier caso, ya sea por filiación historicista o por rechazo a las losas comparativas, preferiría hablar de literatura checa surgida a partir de la Revolución de Terciopelo de 1989. Y ahí es donde sobresale el autor de Buenas noches, dulces sueños, considerado por la crítica como el mejor escritor checo a partir de la caída del régimen comunista en Checoslovaquia.

Después de Canto en medio de la noche y La promesa de Kamil Modrácek: réquiem por los cincuenta, ambas editadas recientemente por Impedimenta, nos llega Buenas noches, dulces sueños, una novela (aunque de la unidad podríamos debatir cuando la lean) que nos relata los horrores de las primeras horas de la posguerra europea en la ciudad checa de Brno, aún abatida por la rabia de los últimos bombardeos y las detenciones sumarias. Y lo hace en clave de fábula, de fantasía épica, de cuento de hadas; espacios en los que suele moverse Kratochvil.

Un escritor, decía Ricardo Piglia, debe ser il miglior fabbro, entendido como lo hacía Eliot para referirse a Pound: el mejor artífice, el mayor conocedor de su técnica y del alcance de su escritura. Claro, sabemos que no siempre es así y que, en ocasiones, la propia inconsciencia del escritor hace que el lector tantee las estructuras más profundas del relato y, si se produce el milagro, haga sobresalir del subsuelo literario ese espacio donde los enlaces más inesperados nos revelan algo que parece estar escrito solo para él, es decir, para ti o para mí; y al creer sus mentiras, otorgue al escritor el rango de buen contador de historias. Pero no es este el caso, en absoluto. Jiři Kratochvil convierte su pluma en batuta y realiza un más que interesante juego narratológico donde en ningún momento nos permite sentirnos dueños azarosos de lo que leemos. Es más, nos impele a quitarnos de la cabeza esa no siempre absurda manía de detectives primerizos en busca de huellas falsas. Su dominio de la orquestación es tan visible, que pareciera que en cada acorde hiciera un aparte para explicar las técnicas de armonización sin distraernos de la melodía. Y eso, creo yo, lo hace un buen escritor.

Buenas noches, dulces sueños se vertebra en dos tramas de búsqueda que se inician el 30 de abril de 1945 (no hace falta tirar de listados de efemérides). Por una parte, la protagonizada por Kosta, director de un desvencijado hospital y buscador de obras de arte robadas por los nazis, que consigue en los mercados de trapicheos que han ido floreciendo en la ciudad, y su reciente amigo Kuba, antiguo empleado de una fábrica textil, transfigurado en su escudero. Ambos emprenden la delirante búsqueda de un supuesto soldado americano para conseguir penicilina, ese «medicamento mágico» del que han oído hablar. En la segunda trama, encontramos a Jindřich, un joven judío que es tocado por la protección mágica de eso para que cumpla una misión: descifrar y reelaborar el destino de la posguerra en un destiempo milagroso: el tiempo cero, un espacio contrafactual descrito con el enigmático verso inicial de «La fuga de la muerte», de Celan: «Leche negra de la madrugada la bebemos al atardecer», que aquí cobra sentido en la identificación vital entre el propio poeta y el joven. Un tiempo detenido donde aún todo está por decidir. Un tiempo que tiene la dimensión de un solo día y que el joven atravesará acompañado de la protección sobrenatural de una gata que habla y que a veces se transmuta en minotauro, especie de guía virgiliano que ayudará al joven a atravesar el infierno dantesco de la ciudad destruida. Y, claro está, el amor: la funámbula ciega que decide dejar de ver los espantos de la guerra. Y aquí tenemos al héroe de las narraciones épicas lanzado a su misión.

Destaca en la estructura narratológica la peculiar focalización a partir del juego incesante de narradores, donde encontramos una primera persona protagonista variable que convive con la omnisciencia que a ratos se convierte en testigo y que siempre, unos y otros, terminan interpelando al lector, a ratos como un narrador escéptico que juega a confundir, a ratos como un preceptor generoso que nos lleva de la mano y nos otorga el don de saber más que él mismo. Un narrador irónico, en todo caso, que nos anuncia, nos propone, nos distrae, pero que bajo ningún concepto nos permite escapar de esta fábula alucinada en la que las dos tramas se rozarán sin llegar a cruzarse (pero eso ya es otro cuento que el narrador, uno de ellos, nos reserva para el final). Dos tramas trufadas de guiños literarios en las que nos asaltan hermosas visiones de gótica melancolía y grotescas estampas, como los buscadores de difuntos que vuelven a escondidas una y otra vez a sus propias casas en ruinas en busca de los restos de sus familias, como «vampiros enamorados»; o el carro de los muertos que vaga por la ciudad rastreando yacimientos de cadáveres como una nave de los locos, como un carro de heno que limpia el aire de la ciudad; como el detective ayudado por una red de agradecidos cornudos informantes; como la boda de los enanos de un circo derruido en la azotea de un edificio devastado; o como alguna bella digresión de amor que nos recuerda a Grisóstomo y Marcela, no en vano se hace alusión directa al ingenioso hidalgo de La Mancha.

Ya ven, ya verán, un ilusorio viaje urbano por el «círculo del infierno» que puede leerse amablemente y que tiene la traza de los pinceles de Emil Nolde, de James Ensor; de los afilados lápices de carbón de Alfred Kubin, o de los grabado de cuentos de hadas de John Bauer: la gran tragicomedia humana. La máscara como escudo o como fusil. La historia como cuento. La literatura como reescritura expiatoria del acaecimiento. En fin, lo real como fantasía, o viceversa, según se mire.

Buenas noches, dulces sueños (Impedimenta, 2017), de Jiři Kratochvil | 352 páginas | 22,80 € | Traducción de Elena Buixaderas

admin

3 comentarios

  1. Fantástica reseña!!!! Qué gustazo dar leer estas joyitas de sapiencia literaria condensadas. Bien por esta nueva estadista!!!

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