ILYA U. TOPPER | Como tengo la sana costumbre de nunca leerme el prólogo de una novela antes de terminarla —es fundamental porque cuando quiero disfrutar de la lectura, no solo pido que no me cuenten el final, tampoco quiero que me cuenten el principio, ni el argumento, ni sus posibles interpretaciones metaliterarias, de manera que si ustedes son de mi cuerda, igual hacen bien en dejar de leer aquí, acudir a librería y pedir un ejemplar de Los argonautas de Baltasar Porcel—, como tengo dicha costumbre, digo, solo me enteré después de terminar la lectura de que en la novela Los argonautas, de Baltasar Porcel, no ocurre nada. Y que encima no tiene argumento.
Eso es, en todo caso, lo que dejó dicho el censor en 1968, cuando evaluó la novela de Baltasar Porcel; le debió de parecer inofensiva e incluso «un buen testimonio costumbrista», leemos en el prólogo —ahora sí— de Patricia Godes. Lo cual llama la atención, porque lo que narra es un viaje en barco de Gibraltar a Mallorca para transportar mercancía de contrabando, desde tabaco y café a máquinas de escribir y píldoras anticonceptivas. Con todo el costumbrismo que supone, en este oficio, la complicidad ocasional de policías, funcionarios y altos cargos; si no en el transcurso mismo de la novela, sí en los flasbaques o analepsis, elijan el término que prefieran, que iluminan no solo el pasado de los personajes sino también buena parte de la sociedad mallorquina e ibicenca y la tradición del estraperlo.
No, no llega a la afilada denuncia política de El último pirata del Mediterráneo, aquella gran novela verídica de Manuel J. Benavides, pero en su descarnado realismo es político también. Y más teniendo en cuenta que la acción transcurre en el presente contemporáneo del lector de entonces; una breve referencia del cocinero de a bordo, recordando el Tánger «del reyecito Hassan» (llegó al trono en 1961) deja claro que no hay intención de ubicar el viaje de los argonautas en décadas pasadas.
Hablando de argonautas, solo puedo pensar que Porcel eligiera el título para confundir al censor y hacerle creer que la novela tuviera una intención mitológica, metafórica, alegórica o esdrújula, en lugar de ser simplemente la obra maestra del realismo moderno que es. Y lo es no porque carezca de argumento, sino porque sin necesidad de elaborar una trama especialmente alambicada, mantiene en todo momento la tensión del lector, ansioso de saber qué va a pasar, porque puede pasar cualquier cosa (que es algo totalmente distinto a esa literatura que era moderna en el siglo XX y que intenta mostrar su literaturalidad dejando claro al lector desde el principio que no sucederá nada en ningún momento). Y sí, cuando se juntan en un barco del tamaño de la Botafoc a siete personas, cada una de su padre y de su madre si es que tienen —el patrón, el nostramo, el maquinista, el segundo mecánico, el cocinero, el novato y el capitán que no sirve para nada, sin contar el gato Llosca—, es inevitable que pasen cosas. Amenaza borrasca en cada página. Yo tenía el corazón en vilo. Hasta el desenlace. Sí, tiene.
Lo que sí es alambicado es el lenguaje. No solo por los necesariamente frecuentes términos de marinería, que de alguna forma intuiremos aún cuando no los entendemos. Sino porque Porcel coloca a sus frases más adjetivos que granos de arena tienen las playas mallorquinas. A veces, no sabemos si por diversión o capricho, incluso contradictorios —«la mar pulida y revuelta», cosa difícil que una mar sea a la vez— o reforzados por dobles cargas —«temblaban las titilaciones de Ceuta»— no estrictamente necesarias. Esto, añadido a la profusión inmoderada de comas, motivada en parte por el hábito de poner los sujetos hacia el final, causa al principio sensación de un estilo sobrecargado. Hay que recordar, no obstante, que Porcel no escribió esta obra en castellano, sino en catalán, y posiblemente, esto es una mera conjetura, en un catalán con tintes de su Mallorca natal. Quien lo tradujo fue la escritora Concha Alós, a la sazón pareja del autor, nacida en Valencia, pero residente gran parte de su vida en Barcelona, aparte de más de una década en Mallorca.
De Alós, dos veces ganadora del Planeta, nadie pensará que no sepa escribir bien, pero quizás se haya dejado llevar —conjeturo de nuevo— por ciertas cercanías etimológicas o fonéticas del idioma original, manteniendo voces que tal vez no trasmitieran al lector nativo de aquel la misma sensación barroca que cargan en castellano (así, el verbo condormir existe en catalán, enrocar es efectivamente encallar en una roca y maturranga significa prostituta).
Aún así, conforme uno avanza en la lectura, se acostumbra: ya no importan los adjetivos cuando empiezan a tomar forma con tanta plasticidad los personajes, sus aspiraciones, que sería desmesurado llamar sueños, y el pasado que llevan a cuestas, cada uno el suyo, intransferible, inconfesable, como bultos de contrabando. Solo que a diferencia del tabaco y las máquinas de escribir en el vientre de la Botafoc, esos fardos de ayeres de estraperlo, a la deriva entre Gibraltar e Ibiza, no tienen comprador, ni cala quizás donde arribar. ¿Desenlace, dijimos? Como si la vida lo tuviera, más allá de un golpe de mar.
Los argonautas (1968; JDB, 2024) | Baltasar Porcel | Traducción de Concha Alós | 270 páginas | 20 euros