RAFAEL ROBLAS CARIDE | Que lo “vintage” está de moda resulta indiscutible. Acude uno a la librería de turno y los anaqueles y expositores se comban exuberantes por el peso de las mil secuelas literarias de Cuéntame que, con los sugerentes títulos de Yo fui a EGB, Los niños de EGB o Yo fui teen en los 90, se exhiben en ellos, conquistando, dicho sea de paso, un abrumador éxito de ventas que alguno que yo me sé quisiera para sí. Es el fenómeno del momento, pues parece que a los cuarentones nos ha picado la mosca tsé-tsé de la nostalgia y ahora disfrutamos abriendo el baúl de los recuerdos -Karina ‘dixit’- para autoconvencernos, echando una lagrimita, de que cualquier tiempo pasado fue mejor. Será que nos estamos haciendo viejos.
Al rebufo de este fenómeno cuasimasoquista, nos llega un libro que puede inducir a algún equívoco. Y es que Verano azul. Unas vacaciones en el corazón de la Transición no se corresponde con el prejuicio que su solo nombre puede suscitar en la imaginación de los más puristas. Desde ya lo adelanto: prescindan de hacerse con él los devotos del frikismo descarnado o los apasionados de la frivolidad por la frivolidad. Su autora, Mercedes Cebrián (1971), lejos de sucumbir al recurso facilón y a la llamada del ‘merchandising’, se ha currado todo un repaso sociopolítico-sentimental a la telenovela veraniega por antonomasia, esa que desde octubre de 1981 ha hecho llorar a varias generaciones de españoles al grito de “¡Chanquete ha muerto!”.
Nace de este modo una breve obra ensayística que parte de la admiración incondicional hacia la serie -la misma Cebrián se confiesa fan de la misma hasta el punto de haber memorizado diálogos completos de su trama- y se apoya sobre una ruta “Verano Azul” que en la actualidad existe en Nerja y que explota la empresa que dirige Miguel Joven, Tito en la ficción. Así, con el pretexto de visitar los lugares donde se desarrolló el rodaje y de conocer ‘in situ’ hasta la reproducción a escala real de la famosa “Dorada” que languidece como un símbolo moribundo en la citada localidad costera, Cebrián descompone en prismas los distintos aspectos que pudieron pasarnos desapercibidos a aquellos inocentes niños que fuimos en los 80, pero que se muestran ahora con meridiana claridad treintaymuchos años después.
De este modo, hojeamos una página tras otra y, después de los necesarios repasos al guión original de la serie y al “¿quién era quién?” o al “¿qué fue de…?” de sus protagonistas, hay preguntas y preguntas que se acumulan en la lectura del antiguo adolescente. ¿Era tan inocentona y aséptica la fantasía veraniega de aquella pandilla de chavales madrileños? ¿Había alguna intención didáctica oculta tras las peripecias de la pequeña tropa? ¿Es Verano azul el inevitable reflejo ficcional de una realidad que afrontaba un delicado proceso de transición político-social? ¿Están diseñados con algún propósito concreto tanto los personajes como los argumentos de la serie? ¿Son tan neutros como nos parecían los diálogos de la misma? ¿Qué trascendencia ha tenido tanto dentro como fuera de nuestras fronteras la creación de Mercero? ¿Cuál es el secreto de su éxito y la fórmula magistral para que sus reposiciones no terminen de cansar? A todas estas dudas responde Mercedes Cebrián con el cuidadoso estilo que sustenta su impecable texto expositivo, analizando primero y convenciendo después a un lector que discurre sobre las vías trazadas por la autora, deslizándose con suavidad por los raíles de su argumentación.
Por destacar sólo algunos ejemplos significativos, se extiende la escritora en el estudio del pandillismo, profundizando en el caso de los jóvenes españoles y luego ampliando su análisis al contraste generacional entre distintas épocas de la historia de nuestro país. Un sólo ejemplo: Verano azul superaba -como quién no quiere la cosa- aquella pazguata separación que imperaba en los colegios del franquismo, donde niños y niñas componían una suerte de apartheid infantil que muchos hemos alcanzado a sufrir en nuestras carnes hasta ya muy entrada la transición democrática. Recuperada la perspectiva que da el paso del tiempo, sorprende por tanto comprobar que nuestra inocente serie veraniega supusiera un pulso que escandalizaba a un sustrato anquilosado de la sociedad española, que todavía en la década de los 80 se oponía al avance de algunas “moderneces” de esa nueva juventud, hija natural de la recién estrenada democracia. ¿Verano azul una serie transgresora? ¿Que estamos exagerando? Pues léanse entonces la siguiente traducción del clásico “¡pero dónde vamos a llegar!” procedente de esta irónica carta al director que Cebrián rescata de la hemeroteca de El País, fechada en los días posteriores al estreno de la ficción, en la que una telespectadora se pregunta retóricamente “[y qué vamos a decir] de las situaciones ejemplares actuales: los papás divorciados y la chica esa, tan buena, tan buena pécora, bañándose desnuda (costumbre no de liberadas, sino de las tribus salvajes y analfabetas de América, África y Oceanía, sin preocuparse si podían verla niños, con el consiguiente mal ejemplo, y, queriendo justificar un embarazo extramatrimonial (ambos actos inmorales); en fin, una serie muy podagógica [sic], un conjunto de vulgaridades que hacen una serie deliciosa”. Sin comentarios, ¿verdad?
Tampoco se olvida el ensayo de Mercedes Cebrián del carácter profético de la creación de Mercero cuando esta se interna en laberintos tales como el cuidado del Medio Ambiente o cuando aborda el entonces incipiente problema de la especulación urbanística, ambos asuntos hoy de una sangrante actualidad, sobre todo en localidades costeras. Porque, en efecto, muchos de los presentes en la sala hemos de confesar que nuestra primera experiencia como concienciados ciudadanos en pro de la conservación y del cuidado del planeta Tierra se dio precisamente en Matalascañas, recogiendo y tirando después a los bidones de basura las latas de Cruzcampo y de Coca-Cola recolectadas de la arena y ante la atónita mirada de nuestros padres, que no acertaban a comprender tan súbita ansia cívica de sus renacuajos. ¡Todo fuera por emular a nuestros queridos Piraña y Tito en aquel glorioso capítulo de “No matéis mi planeta”!
¿O quién -más allá de la treintena- no se ha sublevado nunca en la clase de Matemáticas al grito «revolucionario» de “no nos moverán… del barco de Chanquete -eso sí- no nos moverán”? Pues sí, no nos engañemos, que nuestra generación es heredera de aquella célebre imagen de la pandilla -encabezada por el mítico pescador y por la pintora Julia, guitarra en mano- delante de la “Dorada”, defendiendo con sus canciones la casa del marinero, símbolo de la libertad -¡palomitas o claveles a mí!-, y no de aquel Mayo francés del 68 que tan lejos nos pilla. Y allí permanecíamos anclados donde fuera, como la “Dorada”, aunque nos aburrieran los diálogos y no entendiéramos al personaje interpretado por Ferrandis cuando fruncía el ceño o cuando, enfadándose, mandaba al carajo a los directivos de la ficticia inmobiliaria Promobisa que querían quedarse con su idílico barco y con su huerto: “Esto no es una isla, no es Manhattan, y esa gente quiere tirarse un pedo de cemento como ya se lo tiró en otros lugares”. Por supuesto, aquellos niños nunca comprendimos la metáfora, pero nos quedamos con la sonoridad del “pedo de cemento” y con la melodía de la pegadiza canción -¿la compondría Julia?- para reivindicarnos en las huelgas infantiles del colegio, cuando queríamos imitar a los mayores… Pero no, ya paro, que me veo venir y la nostalgia es como las escopetas de feria: se dispara sola y atina mal.
Sólo voy a dedicarme, por último, a destacar la visión maniquea que de la serie propone Mercedes Cebrián y que, a buen seguro, también se nos escapaba cuando éramos enanos. Así no sólo citaré la oposición entre buenos y malos -fórmula bastante exitosa en obras cuyos protagonistas y receptores coinciden con la edad adolescente-, sino también otras tantas que se derivan de esta. Véase así la tradición contra la modernidad (los padres de los chicos vs. Chanquete, Julia); el orden contra el cambio (nuevamente los padres vs. los hijos); el hombre contra la mujer, simbolizados en ese micromundo que es la pandilla (Javi, Pancho, Quique, Piraña y Tito vs. Bea y Desi); los mayores contra los pequeños (Pancho, Javi, Quique, Bea y Desi vs. Piraña y Tito); e, incluso lo autóctono frente a lo externo, escenificado en ese episodio en el que los guaperas de la pandi -Javi y Pancho, rubio vs. Moreno, también- luchan contra Rafa, ese chico ajeno al grupo al que parece hacerle tilín Bea. Como puede comprobarse, nada nuevo bajo el sol. Todos los trucos narrativos y las tensiones creadas entre los personajes son más viejos que el hilo negro,… pero funcionaban -¿y funcionan casi cuarenta años después?- con la precisión de un reloj suizo.
Retomo el hilo y concluyo: no vengan buscando en este Verano azul. Unas vacaciones en el corazón de la Transición una lectura light, sin «chicha ni limoná». Saldrán defraudados porque no es una guía fácil dirigida a fans nostálgicos sin más. Pero tampoco se me asusten, que la obra de Mercedes Cebrián igualmente no es un coñazo intelectualoide de difícil acceso. Tómenla como un pretexto para volver con simpatía los ojos hacia un pasado no tan lejano y para revivir -ya con la reflexión de un adulto- todo aquello que se escapa a los ojos de un niño. Entonces sí que disfrutarán… y terminarán silbando esa melodía inconfundible. Es tan pegadiza…
Verano azul. Unas vacaciones en el corazón de la Transición (Alpha Decay, 2016) de Mercedes Cebrián | 160 páginas | 15,90 €