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El poder del verbo

 

La transmigración de los cuerpos

Yuri Herrera

Periférica, 2013

ISBN: 978-84-92865-69-7

134 páginas

16 €

 

 

 

 

Sara Mesa

No había leído nada de Yuri Herrera hasta ahora, a pesar de que me lo habían recomendado encarecidamente amigos de cuyo criterio me fío. Intuía que sí, que me iba a gustar, pero he de decir que las expectativas se han superado con creces. Leí primero este, La transmigración de los cuerpos, y después, fascinada, sus dos anteriores, Trabajos del reino y Señales que precederán al fin del mundo, todos ellos editados en Periférica. Puf, increíble. Me tiene noqueada la escritura de este tipo. Decir que es bueno es decir muy poco. Decir que es sensacional puede sonar exagerado -y más en mí, que tiendo al entusiasmo cuando algo me gusta-, pero creo no estar pasándome en este caso: Yuri Herrera tiene una fuerza narrativa y un dominio del lenguaje inusuales. Sus libros son para quitarse el cráneo, y sin embargo, a pesar de su grandeza, son libros que podemos sentir como nuestros, que nos miran de frente, que no nos imponen, sino que entran en nosotros con la sencillez de lo verdaderamente valioso, sin subterfugios ni trampas, para quedarse.

En La transmigración de los cuerpos nos encontramos con una ciudad asolada por una epidemia en la que El Alfaqueque, un personaje dotado del poder del verbo («y de la verga», dirá él de sí mismo más adelante), acomete una misión, una más, de mediador entre turbios conflictos familiares. El poder de la atmósfera -irracional, pesadillesca-, la creación del ambiente de una ciudad en estado de alerta, el dibujo de un paisaje de decadencia moral, el simbolismo de los personajes y su caracterización brevísima y certera, son elementos que sobrecogen desde el primer momento, y que nos conquistarían hubiese o no detrás una buena historia. Pero es que aquí, además, hay una buena historia, una historia con una dimensión mítica, clásica en estado puro, de regreso a las raíces básicas del relato. Al igual que en Señales… el protagonista emprende una misión, vence obstáculos, tiene oponentes y ayudantes, y hay una lectura moral -que no moralista- de los hechos. El Alfaqueque, situado al borde del relato, es al mismo tiempo el afortunado que consigue seducir a la, en apariencia, inaccesible Tres Veces Rubia. La trama así se desdobla en dos hilos: el exterior –esa ciudad llena de charcos sanguinolentos, inseguridad y caos- y el interior –las sombras de los cuartos, el bloque de vecinos, la imperiosa necesidad de los cuerpos-. Impresiona comprobar cómo en poco más de cien páginas -ese formato de la novela corta tan difícil de acometer- nada sobra, nada falta. Belleza y dureza se dan la mano: la historia es sórdida, es cruel, hay violencia y hay desesperanza, pero los personajes se mueven por pulsiones arraigadas, humanas, de extremada pureza. Las escenas sexuales entre El Alfaqueque y La Tres Veces Rubia son de una sugestión turbadora, raramente perfectas, poseen la hondura y el arrebato necesarios que solo en extrañas circunstancias nos regala la vida pero que aquí podemos sentir gracias al poder alquímico de la palabra.

Entre las muchas virtudes de la escritura de Yuri Herrera una de las más destacables es su talento –que se percibe natural, nada forzado- para aunar dureza y delicadeza en la narración, muy en la onda faulkneriana. El lenguaje posee una cualidad poética sorprendente, en el sentido más filológico de desplazamiento del lenguaje habitual. Y esto lo consigue, además, sin perder ni un momento el sentido de la oralidad. No es un lenguaje en absoluto enrevesado, y sin embargo está dotado de una plasticidad y una riqueza de matices que consigue dar peso a cada una de las frases, cada una de las palabras. Nada que ver con el preciosismo, tan odioso, sino al revés: un respeto reverencial a la palabra, a la esencia de cada palabra, que se explora, se retuerce, se exprime en todas sus capacidades sonoras, morfológicas, semánticas. Frases cortas, contudentes, con giros inesperados. Diálogos llenos de veracidad, de fuerza expresiva, de neologismos bellísimos. Ritmos endiabladamente cautivadores. De verdad, leer a Yuri Herrera -y leerlo despacio, demorándose, paladeándolo- es un gustazo. «El verbo es ergonómico», dice El Alfaqueque, «sólo hay que saber calzarlo con cada persona». Y cómo lo calza Herrera. El poder del verbo -presente en sus tres novelas, pero más explícitamente en sus dos últimas- se destaca desde el planteamiento mismo de las historias. El poder del verbo, incapaz de alterar el destino -terribles equívocos y casualidades nefastas en la historia de estas dos familias que intercambian cadáveres-, incapaz quizá de darle sentido a las bromas macabras de la vida, pero capaz, eso sí, de dar dignidad -y qué dignidad- a los seres humanos que pueblan los mundos desolados a los que nos transporta el autor, y de elevar los personajes humildes y cotidianos a la categoría de dioses y de héroes.

Hablar de libros malos suele ser fácil: basta con desgranar los argumentos que nos causaron rechazo. Hablar de libros buenos tampoco es del todo difícil: es suficiente con enumerar los rasgos que nos atrajeron, aquello que nos enganchó. Hablar de libros como este, en cambio, es extremadamente complejo: hay en ellos un valor que siempre escapa al razonamiento. ¿Qué es, en el caso de la narrativa de Yuri Herrera? ¿El simbolismo de sus historias? ¿El perfecto dominio del formato corto, tan intenso? ¿El ritmo medido, la textura perfecta? ¿La mezcla de belleza y crueldad, de lo culto y lo popular? ¿El lenguaje? ¿La experiencia, la sabiduría que se atisban detrás? ¿Todo ello junto? Sí, quizá todo ello junto y algo más. Ese «algo« más que sacia, sobrecoge y hace pedir más y más y más. Ese «algo«que arranca el entusiasmo, la admiración y la sonrisa. Ese «algo« indefinible que nos lleva a cerrar el libro y agradecer profundamente que su autor haya nacido con el talento necesario para escribirlo. ¿Aún no les convenzo? Seguro que El Alfaqueque lo lograría con dos palabras…

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