Mi ciudad perdida. Ensayos autobiográficos
F. Scott Fitzgerald
Zut ediciones, 2011
ISBN: 978-84-615-4993-1
314 páginas
18 €
Edición y traducción de Yolanda Morató
Manolo Haro
Los hombres mueren; los mitos sobreviven hasta que un cambio de ciclo los convierte en una sombra desvaída de la carne que habitaron. Los hombres escriben sus biografías; los mitos las dejan esbozadas en el aire. Francis Scott Fitzgerald fue un mito que dejó un rastro indeleble –con su estilo de vida y su obra– en todos aquellos que lo admiraron en la década a la que él mismo colocó un neón con el letrero de la “Era del Jazz”; todos aquellos que husmearon en el aire la suavidad de la noche que él supo materializar en palabras hicieron que sobreviviera Fitzgerald hasta que ellos mismos se convirtieron en polvo. A continuación, la faz de la Tierra cambiaría para siempre tras la década de los veinte. Un ciclo se cambió por otro –cuyas ramificaciones de este último llegan hoy mismo hasta la Plaza Sintagma–. El crítico Edmund Wilson –amigo intimísimo del propio autor hasta el punto de que éste llamaba en sus cartas “conejito” a aquél– acomodó sobre su memoria el doble mito de Atis-Adonis para referirse al novelista: joven cuando le sobreviene la muerte, al que lloran ritualmente las mujeres y que luego resucita –sus libros fueron reeditados y leídos con más rigor que cuando estaba vivo– para sumergirse sin quererlo en el mar de lo legendario.
Pero Scott Fitzgerald, como bien se sabe, estuvo vivo, realmente vivo. Tan vivo que el frenesí de sus días le dieron para viajar, dilapidar dineros, beber, observar los matices malvas de la existencia y luego escribirlos. Podemos suponer cómo fue a partir de sus ficciones; soñamos que lo conocimos personalmente a través de sus ensayos. Mi ciudad perdida. Ensayos autobiográficos es un libro gozoso por eso mismo. Confesiones, opiniones, reflexiones de un mundo que se fue, pero que él colocó al lado de la varita de sándalo para que también entrara en la cosmogonía del interbellum junto a su figura. La editorial Zut, bajo la edición y cuidada traducción de Yolanda Morató, viene así a cubrir un hueco de casi 30 años sin saber nada de estos escritos en nuestro idioma, que a su vez han coincidido en las mesas de novedades con una recopilación de cartas, artículos –algunos presentes en el libro de Zut–, apuntes y otras raras hierbas a cargo de Edmund Wilson y recuperada tal como la presentó el crítico norteamericano en 1945 bajo el nombre de El Crack-up por Capitán Swing.
¿Se puede dar la medida de un hombre a partir de los 18 textos antologados aquí? Lo desconozco, pero uno tiene la impresión de asistir a la apertura de una caja de metal y que, junto a las fotografías decoloras y comidas por la polilla, hay un rollo de película que se ha salvado. Una vez colocado en el proyector, ofrece vivas imágenes en movimiento de un hombre que recuerda y reflexiona en pasado, en acto y en potencia. Scott Fitzgerald escribió en 1920 –cuando aún no era él mismo o no se había descubierto como tal para el mundo– que la historia de su vida suponía una lucha entre una imperiosa necesidad de escribir y una combinación de circunstancias que se aliaban para impedírselo. A los 25 años, según un periodista local, tenía ya la idea programática de suicidarse a los 30 por miedo a la mediana edad. El caso es que por aquellos días ya se mostraba capaz de producir adagios que cabalgaban a lomos de la ‘boutade’ y del ingenio de alguien que no creía en la vejez y que conocía el secreto de las profundidades: “Nunca se coloque fundas de oro en los dientes”. Parecía como si la treintena fuera el final de una etapa gloriosa: “Poco después de los treinta, tanto el marido como la mujer saben en lo más profundo que el juego ha terminado. Sin unos cuantos cócteles las relaciones sociales se convierten en un suplicio”. El caso es que entre alguna que otra gracieta se escapa la lucidez de un talento que está creciendo y de un hombre que capta el lirismo de la existencia.
El Fitzgerald que será padre de Scottie, que sabe que el mundo de sus hijos “no será un mundo tan alegre como el mundo en que yo nací”, coloca cinco principios esenciales para su vástago: la ciudadanía del mundo, un conocimiento del cuerpo en el que vivirá, el odio hacia lo impostado, la sospecha ante la autoridad y un corazón solitario. Él fue un hombre que cumplió con todos ellos radicalmente. Los cinco resumen su postura hacia la vida. A pesar de sus amigos y de su mujer Zelda, fue un hombre al que la soledad y la quiebra (El Crack-up) paulatina lo llevó al desengaño, al cansancio y a la muerte prematura, alcoholizado y con el corazón enfermo. Antes de todo ello dio a la imprenta lo que para mí son los mejores textos del libro: “Las chicas creen en las chicas”, “Mi ciudad perdida” y “Ecos de la Era del Jazz”, donde su madurez e incisiva ironía se hace más evidente.
En el primero de ellos habla de la generación de las ‘flappers’ (mujeres surgidas en los años veinte en EE.UU. que usaban minifaldas, lucían un innovador corte de pelo y solían beber, conducir y fumar), haciendo un análisis certerísimo –quiere “analizar los cambios del corazón”– de cómo se está dando una revolución ideológica en las féminas norteamericanas del momento que ya no creen ni en príncipes ni en héroes. Afirma Fitzgerald que «los hombres, al quedar reducidos por el gran matriarcado nacional a animales para hacer el amor, ya no necesitan que se les consideren sus funciones retributivas, sacerdotales o dominantes, bajo las que pedían cuentas o emitían juicios, porque entonces no hacen sino «comportarse como estúpidos»». En “Ecos de la Era del Jazz” abundará sobre el asunto, colocando a las ‘flappers’ como la generación que corrompió a sus mayores, a cuyos hábitos se entregaron éstas por la presencia del «juvenilismo» arrollador que dictaba otros modos de dirigirse en público y en privado. El lector disfrutará aquí del manejo veloz y agudo del estilete, que en unos pocos apuntes disecciona el final de la década. 1926: “la preocupación universal por el sexo se había convertido en un fastidio”; 1927: “ […] y la Era del Jazz continuaba; todavía nos quedaba tiempo para tomarnos otra; 1928 y 29: “los nuevos ricos tenían el valor humano de un pequinés, un molusco, un cretino, una cabra […]. Alguien metió la pata y la orgía más cara de la historia tocó a su fin”. No me negarán que no les suena de algo esta crónica dentro del acelerador de partículas. Pienso que uno de los grandes valores del libro –además de su indudable interés biográfico y literario– reside en presentarse inconscientemente como el azogue donde se refleja nuestra más trágica actualidad.
Por último, he de decir que el título que da nombre al libro y que corresponde a uno de los artículos citados arriba supone una crónica del Nueva York de los 20 sumida en la extrañeza de un recuerdo de juventud, en el cual la ciudad rememorada representa la felicidad que se esfumará con la década. He aquí donde nos topamos con uno de los momentos más bellos del volumen: por el rutilante camino de la vida todos perdemos algo. El problema surge cuando lo que realmente hemos amado está escondido y codificado en los edificios de un espacio que nuestro corazón mitifica; entre otras cosas, porque la ciudad revisitada ya nunca será la misma. “Y finalmente, –dice Scott Fitzgerald– de ese período recuerdo haber ido en taxi entre edificios muy altos bajo un cielo malva y sonrosado; me dio una llantina porque tenía todo lo que quería y sabía que jamás volvería a ser tan feliz”. No dejen de leerlo.