MANUEL HARO CONEJO | En su introducción a la Filosofía del derecho, Hegel escribió: “la filosofía es el propio tiempo captado por el pensamiento”. Esta frase del pensador alemán dejaba traslucir su querencia por aquellos filósofos que tuvieron la fina inteligencia de desentrañar el presente que les tocó vivir. Hegel no apreció especialmente a sus colegas coetáneos. Sí que tuvo en alta estima a los del pasado; sobre todo a los que extrajeron de sus presentes circunstancias aquellas que fueran dignas de ser pensadas. El filósofo surcoreano Byung-Chul Han ha logrado cosechar una considerable aceptación como pensador del presente tecnologizado. En sus ensayos (hasta ahora publicados en el ámbito hispánico por la editorial Herder) practica el difícil equilibrismo de moverse entre el análisis crítico de la sociedad y la divulgación. De una posible caída en la superficialidad le sustenta una red tejida con un profundo conocimiento de la filosofía occidental. Hacer una filosofía que analice un mundo tan frío y tan dudoso como el que vivimos ahora no es tarea fácil. Cuando muchos huyen a las falsas espiritualidades del siglo; cuando otros tantos se agarran al palo ardiendo del pseudo-desarrollo personal siguiendo el ritmo del coach de turno, lo único que casi nos queda es el pensamiento. Atravesar el camino que Han propone en sus escritos es una buena invitación para llegar potencialmente a un estado de lucidez.
En No-cosas. Quiebras del mundo contemporáneo recoge sus reflexiones en torno a la descorporalización del mundo, atrapado en una red de excesiva información que se hace pasar como una consecuencia de la libertad. Esta información habita en todos los ámbitos de nuestro día a día, llegando, dice, a provocarnos una ceguera que no permite percibir las necesarias “cosas silenciosas que nos anclan en el ser”. En la descripción que realiza acerca del avance de las cosas hacia lo que él denomina no-cosas (cualquier elemento que sirva de recipiente y surtidor de información), defiende que hoy día ya producimos y consumimos más información que cosas. La sobresaturación ostenta la cualidad de la adición, no de la narración. La infoesfera, ayudada por la ubicuitaria tecnología, nos somete a una creciente vigilancia y a un control continuo de gustos y tendencias ideológicas. La “información deformativa” nivela lo verdadero y lo falso; su eficacia no se vincula con la realidad. La información no tiene la firmeza del ser, que sí posee la verdad. Por lo tanto, afirma Han, la “sociedad de la información postfactual” se opone en sus planteamientos a “la era de la verdad”. Esa verdad requiere de un tiempo que ya no se tiene o no se quiere tener. La precipitación es cualidad intrínseca a la digitalización y, por tanto, enorme brecha por donde se colarán las ausencias del saber, del conocimiento, de las experiencias (verdaderas) y de los recuerdos. El homo faber convertido en homo ludens ha abandonado la mano (la vida como esfuerzo) para concentrar en el dedo toda su actividad humana (la vida como un juego). En esta mudanza de la mano al dedo coloca el autor el final de la historia: la dominación perfecta vendrá con la renta básica y los juegos de ordenador, nuevas formas posmodernas del “pan y circo” de Juvenal.
Lo que nos gusta de Byung-Chul Han es que su sagacidad parece nacer de un simple paseo por El Corte Inglés cualquier tarde de la semana. En el epígrafe “De la posesión a las experiencias”, aborda el concepto de “libertad” dentro del mundo consumista. Cita aquí a Jeremy Rifkin cuando habla de los drásticos cambios en la vida sobrevenidos por la transición de la posesión al acceso. El libro electrónico, por ejemplo, no es una cosa; se trata de una información, de un mero acceso. Cualquiera que haya utilizado un dispositivo de estas características sabrá que sin el tacto no se crean vínculos. Resulta difícil leer al propio Han en un kindle y que sus tesis permanezcan más allá del momento de lectura. Este capitalismo de la información convierte también lo inmaterial en mercancía: pagar por ver y escuchar lo que, en algunas ocasiones, ya teníamos en casa (discos, libros o películas). Spotify es un claro ejemplo. El paulatino empobrecimiento espiritual del mundo refleja peligrosamente el hecho de la desaparición de una cultura que transmite valores simbólicos a la comunidad. Convertida la cultura en mercancía, se rompe la comunidad. Miren, si no, lo que puede llegar a significar la silenciosa destrucción del tejido social de las ciudades (históricas o no) a causa del turismo de masas.
En el centro de toda esta incorporación de las no-cosas a nuestras existencias está el smartphone. El dedo índice toca la pantalla y convierte mágicamente a “el otro” en objeto consumible. Se trata de una degradación del ser sin paliativos. La desaparición de lo físico (lo hemos comprobado con las medidas socio-sanitarias aplicadas hasta no hace mucho tiempo y aún latentes en gran parte de nuestros quehaceres sociales) nos expone menos y, como consecuencia, hace que poco a poco nos vayamos convirtiendo en presencias fantasmales. La fisicidad de la voz se sustituye por el silencio del texto. El teléfono inteligente, ya lo sabemos, es un “informante-vigilante” contra el que pocos se alzan. La tecno-adicción aniquila el pensamiento mientras que la hiper-conexión ahonda nuestra soledad. En el contexto del capitalismo neo-liberal de vigilancia se implementa una incitación continua a consumir, comunicar (en todo momento y sin fin) y a contar nuestras vidas. Resulta de gran interés analizar el concepto de “objetos de transición” que maneja Han en contraposición a los “objetos autistas” como el smartphone. Los primeros estimulan la imaginación, el niño se acuerda de ellos, son blandos, favorecen la relación con el otro, tienen un efecto estabilizador y dan seguridad; por contra, los segundos plantean un manejo repetitivo, presentan aristas y dureza, promueven una relación narcisista y son desestabilizadores. Esta idea se puede ver claramente en la infancia, en donde los niños son expuestos prematuramente a cachivaches plásticos y parlantes sin haber pasado por juguetes silenciosos realizados con materiales naturales y sin apenas forma definida que pudieran llevar su imaginación más allá del propio objeto. Una manta de lana antes que una tablet.
De especial interés resultan igualmente las reflexiones surgidas del análisis de la fotografía digital frente a la analógica. Aquí Han se coloca bajo el magisterio de Roland Barthes. Ciertos conceptos del francés le ayudan a trazar unas interesantes líneas en torno al asunto. La foto digital es una mera manifestación de datos matemáticos, por lo que la luz se pierde en el proceso; en cambio, la fotografía analógica tiene una relación mágica con la luz. Los retratos se entienden como naturaleza detenida. Al contrario del selfie, el retrato analógico cuenta una historia personal. Su silencio manifiesta una gran fuerza expresiva. La esencia del selfie es informar (otra no-cosa); su esencia reside en la exhibición chismosa en redes sociales mediante una expresión lúdica por la que se diluye la persona real.
Las no-cosas se conforman alrededor del tan traído y llevado concepto de la inteligencia artificial (“demasiada inteligencia” para hacer el idiota, dirá Deleuze en defensa del abandono necesario de los juicios, conocimientos y prejuicios por parte de todo aquel que desee pensar). El pensamiento humano cuenta con una dimensión afectivo-analógica (corazón) que no tiene la I.A., que calcula sin espíritu, sin pathos. Se cita aquí a Heidegger cuando se afirma que el pensamiento requiere de una “disposición anímica fundamental”: el asombro en Platón y la duda en Descartes. El Big Data sólo reconoce patrones por medio de una horizontalidad aditiva, frente a la profundidad reflexiva del pensamiento humano que ilumina el mundo con el fuego prometeico. El presente educativo de nuestro país es una prueba de la pérdida de profundidad reflexiva: se plantea, por ejemplo, el estudio a-cronológico de la historia; es decir, estudiar el pasado como una acumulación de beats históricos sin relación, eventos aislados que rompen el continuum cultural del mundo. La I.A. aprende del pasado para crear un futuro irreal; habría que preguntarse si no se estará imponiendo un patrón propio de la I.A. en las cabezas de nuestros jóvenes. La digitalización, afirma el pensador surcoreano, exacerba la desrealización del mundo al codificarlo. Sin nada ni nadie frente a la pantalla daremos vueltas sobre nosotros mismos. Por todos los frentes nos llegan historias de adolescentes en un preocupante estado de depresión, que no es sino una manifestación de la exacerbación patológica de la pobreza en las relaciones. “Solo una reanimación de lo otro podría liberarnos de la pobreza del mundo”. La tan común comunicación digital elimina rostros, miradas, presencia física. La danza fantasmagórica de voces se impone. Sin nada enfrente, sin un tú al que dirigirnos, damos vueltas sobre nosotros mismos.
La magia de lo tangible (sea persona o cosa) está en la exposición a la herida que viene de la apertura definitiva hacia el otro, y desde ahí cabe la posibilidad de llegar a una epifanía. El rescate de dos conceptos barthesianos como el stadium y el punctum aportan una reflexión de grandísimo interés cuando se aborda el tema de la mirada. En una fotografía (analógica) nos moveremos entre la propia información sobre lo que se muestra (el stadium) y lo secreto, lo indefinible, lo que se nos revelará (el punctum), si sabemos atravesar la fina tela que la envuelve. El arte portará también esta dualidad en su interior.
Tras la excelente panoplia expuesta por Byung-Chul Han se esconde la condena y la muerte del Humanismo. Los últimos pasos de su análisis están acompañados por la historia de una gramola, la cual compra en una tienda semiderruida de un barrio de Berlín. Desde el 2017 acompaña sus días en casa. Es un instrumento que cuenta historias a cambio de una moneda. Se sienten en ella el roce del tiempo y las vidas que dejó atrás, enredadas en los surcos de los discos. Han termina su ensayo con una frase de gran sencillez, pero que esconde el drama y la esperanza del tiempo que nos ha tocado vivir: “Ahora las cosas están casi muertas. No se utilizan, sino que se consumen. Solo el uso prolongado da un alma a las cosas”. Este libro es una invitación a pensar nuestro día a día, a replantearnos a nosotros mismos como seres humanos enredados en la era de la hiper-información sin contraste alguno. Luis Buñuel, al final de su biografía Mi último suspiro, vaticinaba un mundo donde la sobreexposición a la información formaría parte de las normalidad en la sociedad futura. Él solo pedía que le permitieran salir de la tumba, comprar unos cuantos periódicos, y volverse a ella con su compra debajo del brazo. Corremos el riesgo de estar muertos ya sin necesidad de esperar a llegar a la tumba. Desbrozar la información y re-humanizar nuestros actos resulta éticamente esencial. Byung-Chul Han da algunas claves para ello.
No-cosas. Quiebras del mundo contemporáneo (Taurus, 2021) | Byung-Chul Han | Traducción de Joaquín Chamorro Mielke | 144 páginas | 13,90 euros