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El ratonizador de acción retardada

CAROLINA EXTREMERA | Si realmente pensara en el libro que más miedo me ha dado nunca, sería también el que más ilusión me ha hecho sentir. Esa mezcla de anticipación, deseo de comenzar y de terror al posible fracaso, a no estar a la altura, sólo me la ha producido un objeto que a lo mejor ni siquiera se puede decir que fuera un libro, aunque estaba encuadernado y tenía más de cien páginas. Me refiero, por supuesto, al programa de la Licenciatura en Ciencias Matemáticas de la Universidad de Granada, cuando todavía no se podían descargar desde su página web porque entonces descargar sólo se hacía con los camiones y no sabíamos lo que significaba la palabra web fuera de las redes de las arañas. Reseñar ese programa habría sido un ejercicio de talento para el que no me he encontrado capacitada aunque recuerde muy bien la sensación que experimenté al leer las palabras “diagonalización de endomorfismos”, algo que finalmente resultó ser una operación bastante sencilla.

Así que, para esta reseña especial en la que tenemos que hablar del libro que nos haya suscitado el mayor terror, he decidido retrotraerme al miedo primitivo, al terror primordial. Como persona tremendamente racional que soy, tengo cierta dificultad para impresionarme con lo sobrenatural. Cuando veo películas de miedo, disfruto, pero es complicado que me asuste y mucho más que después vaya al cuarto de baño por la noche y me reverberen en la cabeza las imágenes vistas pensando que las apariciones, espíritus o demonios podrían estar allí. Esto significa que para buscar un libro que realmente me haya dado miedo he tenido que retroceder a la infancia. Y la combinación de las palabras libro, miedo e infancia nos conduce necesariamente hasta Roald Dahl.

Leí Las Brujas en la colección de Alfaguara aquella de libros naranjas que se compraban en un kiosco y que mis padres iban completando religiosamente cada domingo en nuestro paseo. Ya he hablado en otra reseña especial, la de La trilogía de los trípodes (http://www.criticoestado.es/mi-primera-distopia-chispas/) sobre esta colección. En cuanto a Roald Dahl, es el responsable de algunos de los mejores ratos que pasé en la infancia. James y el melocotón gigante es uno de mis libros favoritos, no solo infantiles, sino que entraría en una lista absoluta. Las brujas, otro gran éxito suyo, quizá iría justo por detrás de ese y por delante de Charlie y la fábrica de chocolate. El argumento del libro es el siguiente: las brujas existen, camufladas entre las demás mujeres con un gran esfuerzo que consiste en llevar unos zapatos que les duelen, una peluca que les pica y unos guantes molestos y su objetivo es eliminar a los niños. Un niño, el protagonista, y su abuela, se ven envueltos en la lucha contra ellas.

El miedo que experimenté con Las Brujas era un terror en el que la suspensión de la racionalidad, en realidad, no estaba actuando. Quiero decir, que yo sabía y entendía en todo momento que ninguna de las cosas que se describían en el libro eran reales ni mínimamente posibles pero, sin embargo, me asustaba igual. Creo que tenía que ver no tanto con la posibilidad de que me ocurriese a mí como con la empatía de ponerte en lugar de los niños afectado por aquellas brujas. Hay una escena, en el segundo capítulo, en la que la abuela del protagonista le explica los casos de cinco niños que acabaron desapareciendo a causa de las acciones de brujas vecinas y narra cómo una niña acabó atrapada dentro de un cuadro de un prado con gansos hasta que envejeció y murió – este progreso se iba viendo dentro del cuadro, poco a poco, en instantáneas siempre fijas pero cambiantes – y cómo otro se convirtió en una estatua de piedra. Estos dos casos me impresionaban tremendamente. También me impactaron mucho las circunstancias de las propias brujas, gobernadas por una Gran Bruja que en cualquier momento podía freírlas con la mirada si la disgustaban y que, de hecho, reduce a una de ellas a cenizas delante de las demás en una de las escenas más aterradoras del libro: el congreso anual de las brujas de Inglaterra donde se planea la conversión de todos los niños del país utilizando el “ratonizador de acción retardada, fórmula 86”.

Roald Dahl no tiene contemplaciones ni la más mínima intención moralista, y eso es lo que hace que tenga tanto éxito en los niños. En el segundo capítulo, su abuela ofrece al niño una calada de su puro y, al sorprenderse él de que le ofrezca tabaco a su corta edad ella le explica que si fuma muchos puros nunca tendrá un catarro. Tampoco tiene piedad con el pequeño lector: varios de sus protagonistas se quedan huérfanos antes de llegar la página cuatro, ambos de forma bastante impresionante. De hecho, el propio autor perdió a su padre cuando tenía tres años y se tuvo que trasladar desde Noruega para vivir en Inglaterra, como el niño de Las Brujas. Su aborrecimiento por el sistema educativo inglés y por cómo se trataba a los niños inspiró la mayoría de su escritura, donde la crueldad con la infancia – seguida después, a modo de venganza, por la crueldad contra los que la ejercen – es una constante en todas sus obras. En esta relectura de adultez he llegado a la conclusión, también, de que las propias brujas, constreñidas como están por el el inmenso sacrificio que deben hacer para disfrazarse y por los objetivos de productividad que les marca su líder, son un símbolo de la vida diaria del adulto que trabaja en una empresa.

Lo más impactante, y lo que consagra definitivamente este libro como una obra maestra de la literatura infantil es el final: no hay final feliz, pero tampoco trágico. El niño queda, para siempre, convertido en ratón, pero satisfecho por no tener que separase de su abuela, con la que se puede seguir comunicando. Al fin y al cabo, ser ratón es mucho mejor que ser británico. Eso dice Roald Dahl.

¿Y qué tiene de maravilloso ser un niño, después de todo? ¡Por qué ha de ser, necesariamente, mejor que ser un ratón? Ya sé que a los ratones los cazan, los envenenan o les ponen trampas. Pero también a los niños los matan a veces (…) Los niños tienen que ir al colegio, los ratones no. Los ratones no tienen que examinarse. Los ratones no tienen que preocuparse por el dinero (…) Cuando los ratones se hacen mayores no tienen que ir a la guerra y luchar con otros ratones. Todos los ratones se llevan bien, la gente no. Sí, me dije, creo que no está nada mal ser un ratón.

Las Brujas (Salvat Alfaguara, 1986) |Roald Dahl| Traducción de Maribel de Juan |200 páginas con ilustraciones | Se puede comprar la edición actual por 14,95€

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