MANUEL MACHUCA| Hace unos años, un amigo se casó con una argentina de padres españoles, afincada en nuestro país desde la crisis del corralito. Él no conocía la tierra de origen de su esposa y, con motivo del nacimiento del primer hijo de ambos, decidieron resolver la cuestión y viajar al país austral para que los abuelos maternos conocieran a su primer vástago. Es probable que con la intención de obtener una información más objetiva acerca de Argentina, como si ello fuera posible, pretendió conocer mi opinión acerca de la nación de Borges y Cortázar. Mi amigo sabía que yo, desde principios de siglo, más o menos desde que su mujer saliera por patas huyendo del presidente De la Rúa y su ministro Cavallo, visitaba el país al menos una vez al año para impartir clases en la Universidad de Buenos Aires o asistir a diferentes cursos y congresos. Es probable que debido a ello pensase, craso error por su parte, que mi visión acerca de la patria de su familia política le podía arrojar más luz que la de la mujer de la que se había enamorado. Preguntarme a mí, que lo que más me gusta de una ciudad es sentarme en una plaza a conversar con la gente
Obviamente le di, mi opinión, faltaría más. Pero mi amigo, un hombre que no se calla lo que piensa, tan pronto regresó, casi desde las escalerillas del avión en Barajas, me llamó ⸺echaba espumarajos por la boca⸺ para afearme la impresión que yo tenía acerca, y tengo, acerca del país. Y no digo yo que le faltara razón.
Y es que nuestros ojos no son libres, aunque poseamos el don de la vista. Y lo que ven, lo que somos capaces de ver cada uno de nosotros ante una misma imagen, está atravesado por la forma que cada cual tiene de estar en el mundo. Y mi amigo veía en Buenos Aires el calamitoso estado de las aceras, incluso en los barrios más selectos, la pobreza de los cirujas rebuscando entre la basura, el ensimismamiento narcisista y anestesiado de muchos ciudadanos, mientras que yo veía en los ojos de las personas con las que me cruzaba por la calle los sueños de sus ancestros, aquellos que, como los suegros de mi amigo, un día bajaron de los barcos para buscar lo que en su día sus antiguos compatriotas les negaron.
¿Por qué cuento esta anécdota si pretendo reseñar un libro de memorias de un señor de Alanís, provincia de Sevilla, una obra que habla de la Sierra Norte escrita por un señor que no ha estado jamás en Buenos Aires y que ha debutado en la literatura, y casi seguro que haya cerrado aquí su carrera, a los setenta y cinco años? Trataré de explicarme. Pero antes, contaré algo acerca del autor.
Gabriel Rojas Rodríguez fue un niño de la posguerra que nació en un cortijo de la localidad de Alanís, en la Sierra Morena sevillana, conocida hoy como la Sierra Norte por quienes habitamos en la provincia. Todo un eufemismo egocéntrico para unos ciudadanos que vivimos en el sur del sur de Europa.
Gabriel, hijo de una familia trabajadora dedicada por entero a labores agrícolas y ganaderas, se crio en medio de una naturaleza que ya no existe, de la que apenas permanece el eco de una vida salvaje hoy desaparecida. Un mundo borrado con impunidad por la mano agresiva y egoísta de las élites locales, ejemplo de esa burguesía inculta, ramplona que asola Andalucía, mal endémico de esta tierra desde los tiempos de la denominada, otro eufemismo que hiede a nacionalcatolicismo, Reconquista. Un mundo vaciado de contenido, eliminado cartucho a cartucho de escopeta, del que solo resta su continente, para solaz de urbanitas ecocapitalistas ayunos de memoria y hambrientos de aventura programada.
Dicho esto, puedo suponer que si mi amigo leyera el libro de Gabriel Rojas Rodríguez afirmaría que al libro le sobra la mitad de su paginado, que la historia pierde su interés conforme se aleja de las vivencias de su niñez. A buen seguro se quejaría de que hay ideas y frases que se repiten a lo largo del texto, que el texto hubiera necesitado un pulido a fondo para que esas reiteraciones no saquen al lector de la trama y que carece de valor literario. Y, claro, cómo podría yo llevarle la contraria a mi racional amigo. Por supuesto, tiene razón. Pero no toda, como siempre ocurre.
Porque mis ojos han visto en las memorias de Gabriel al niño al que una guerra truncó sus estudios y su futuro; al niño que luchó por salir adelante y por ayudar a otros muchos niños a hacerlo. He visto al profesor de autoescuela en el que se convirtió a fuerza de tesón y el que pudo dar a sus hijos, con la inestimable ayuda del esfuerzo de tantos y tantos españoles que se empeñaron en hacer lo mismo, lo que él no pudo conseguir. O que lo consiguió a través de ellos. Y he visto la tierra.
En el libro de Gabriel he visto la España negra que patriotas de cartera y crespón negro en el balcón pretenden resucitar con la ayuda de aporofascistas empeñados una vez más en ser víctimas de ellos mismos por culpa del fracaso endémico de un sistema educativo que jamás ha logrado liberarse de las cadenas que lo oprimen y que continúa generando seres tan poco libres y tan infectados por el odio. Y he visto la luz de la dignidad de los derrotados, el alma inconquistable de la humanidad que vuelve a brotar entre las cenizas de la derrota.
Creo que, sin pretenderlo, Gabriel nos ha ofrecido una aproximación antropológica al fracaso que hemos experimentado como seres humanos en estos últimos ochenta años. Un fracaso dulce, enmascarado, servido en copa de balón, pero fracaso, al fin y al cabo, porque la riqueza económica no supimos fortalecerla con la educativa. Como mi amigo, optamos por el continente en lugar de por el contenido.
El autor ha rescatado, además, un léxico perdido, un vocabulario culto. De cultura andaluza, de estar e interpretar el mundo desde una tierra que personajillos deleznables como los que se mofan de la forma de hablar de la vicepresidenta del gobierno María Jesús Montero, serían incapaces de valorar. Qué le vamos a hacer. Como dicen por acá, qué sabe un burro lo que es un caramelo.
Sí, es más que probable que Memorias, el libro de Gabriel Rojas Rodríguez no pase a la historia de la literatura. Que sus carencias en cuanto a belleza formal, como la que ha desaparecido de la Buenos Aires de hoy, le impida alcanzar un lugar que, estoy seguro, al autor jamás pretendió. Pero a mí me ha permitido ver, a través de sus renglones, la España que ha vivido secularmente acogotada bajo los botos camperos de unos, las botas de hebillas de otros y los “Castellanos” recién abrillantados del de más allá. La que, como Buenos Aires, pudo ser y no fue. Y lo agradezco.
Qué quieren que les diga, yo he podido contemplar la vida a través de los renglones de este libro. Y es esto, sobre todo, lo que le pido a la literatura. Sin renunciar a más, me basta con eso. Así que, gracias.
Memorias (Editorial Anantes, 2019) |Gabriel Rojas Rodríguez|252 páginas|15,00 euros
Lo que se puede decir de las Memorias de Gabriel Rojas Rodríguez, es que no es literatura, al menos no es literatura vacía, no… es la historia viva de una posguerra, de miedo al no hablar muy bajito, del hambre y la necesidad, de la carencia de casi lo que hoy nos parecería imprescindible, de la lucha de una generación de impenitentes luchadores como él, como mis padres y tantos y tantos otros contratada con un lenguaje real que le suma interés y curiosidad.. ¿A quién le puede importar la carencia de algunas de esas reglas literarias, si se puede disfrutar de todo eso de lo que rebosa su obra… Una publicación, la de un debut literario de la que se desprende la naturalidad y frescura de la realidad de toda una vida.