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El sencillo placer de viajar

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Hacia la tierra del zar

Teodoro M. Kalaw

Renacimiento, 2014. Colección «Los viajeros»

ISBN: 978-84-84728429

244 páginas

18 €

Prólogo de Jorge Mojarro

 

 

José M. López

Debo reconocer que cuando me hablan de literatura en español escrita más allá de nuestras fronteras se me viene exclusivamente a la cabeza aquella creada en Hispanoamérica: desde la literatura colonial hasta los grandes figuras de hoy día que todos conocemos. Nunca me paro a pensar, sin embargo, en la literatura en español que se ha originado en otras zonas del mundo donde se habla o se ha hablado nuestro idioma. Poco o nada sé de la literatura en español creada en Guinea Ecuatorial o Filipinas, por ejemplo. Por ello, me parece muy valiosa la labor editorial consistente en rescatar estas pequeñas joyas de nuestras letras y descubrirnos escondidos senderos de nuestra historia literaria que habían permanecido siglos ocultos entre la maleza.

Curiosamente, la edad de oro de la Literatura filipina en español nace en época de la ocupación estadounidense, pues nuestra lengua seguía ejerciendo de instrumento de expresión preferido entre la clase culta. Uno de estos intelectuales filipinos de principios del siglo XX fue Teodoro M. Kalaw, al que se describe en el prólogo como “un conocido masón, patriota liberal y convencido constitucionalista, además de ferviente defensor de la identidad española de Filipinas”. Más que un literato propiamente dicho, fue un activista político, que emprendió un viaje a Europa con la intención de representar al gobierno filipino en un congreso en San Petersburgo. Y de este viaje nace Hacia las tierras del zar (1908).  Debo reconocer que, más allá de mi curiosidad como filólogo por toparme con este tesoro de la literatura filipina en español, el libro me ha parecido interesante y entretenido. Muy interesante por su valor como documento político en un momento muy concreto de cambios sociales a nivel mundial. Y bastante entretenido  por su sencilla fisionomía de libro de viajes. A ver. 

Con respecto a su marcado carácter político, es fascinante observar que no queda párrafo o frase, país o ciudad, que Kalaw no utilice como plataforma para mostrar sus ideas políticas liberales. Uno de los temas que más le martillea la cabeza es el odio infinito al invasor. Esta aversión que el político filipino sentía hacia el actual ocupante de sus tierras, Estados Unidos, aparece continuamente reencarnada a lo largo de todo el libro a través de diferentes agentes: Polonia con respecto a Rusia,  China o la India con respecto al Imperio Británico.  Al llegar a Rusia, la vertiente ideológica del libro se subraya aún más, y esta animadversión hacia el invasor aparece de nuevo, pero esta vez el invasor es la dinastía zarista que gobierna despóticamente Rusia a principios del siglo XX, y los invadidos un pueblo sometido política, cultural y económicamente; pueblo formado en su mayoría por campesinos ignorantes y esclavizados pero cuyo descontento dejaba entrever por entonces los prolegómenos de una revolución. El escritor se ceba, y su cuadro de la Rusia zarista es desolador y mordaz. En él un Kalaw iracundo denuncia  los que son, a su parecer, los grandes vicios del imperio ruso: la corrupción, la falta de libertad, el nacionalismo manipulado por el gobierno y la religión. Su periplo por esta Rusia de zares y agricultores se traduce en un honesto tratado sobre la libertad y los valores constitucionales de los ciudadanos, en un rabioso mordisco ético-político diseñado por un teórico adelantado a su tiempo, en representación de un pueblo sin voz, pero dispuesto a rebelarse en contra de ese mutismo impuesto por las fuerzas de ocupación.

Pero el relato cambia cuando el viajero se aleja de la zona soviética. La narración se hace más liviana y, sin dejar de lado las digresiones políticas,  se va transformando en un relajado libro de viajes. El editor titula su prólogo “Teodoro Kalaw o el curioso observador burgués”. Considero muy apropiado este apodo, ya que el narrador nunca se presenta como un temerario aventurero que se adentra en ignotos parajes, sino, más bien, como un típico turista de clase media que no puede dejar de asombrarse ante las maravillas que le regalan países como China, Japón, Rusia, Alemania o Francia. En la época en la que Kalaw escribe el libro, la epidemia del turismo ya ha empezado a propagarse, y sus apuntes ante lo que ve son los mismos que haríamos cualquiera de nosotros hoy día durante nuestras vacaciones. Sus observaciones son prácticas y cotidianas, pensadas para que puedan ayudar a cualquier otro viajero que con posterioridad visite aquellas tierras. Tan metódico es a veces en esta tarea, que el libro llega a recordarme cualquier guía de viajes de la actualidad. Kalaw ofrece apuntes sobre la comida, los tipos de hospedajes y sobre los diferentes precios; da consejos como los que hoy día daríamos a un amigo, en plan de qué vale un desayuno, una cerveza o una botella de vino en aquel país; encontramos incluso las clásicas afirmaciones sobre lo tedioso que se hace al viajero cruzar las aduanas -que en nuestro días identificaríamos con los infinitos controles aeroportuarios-; ni siquiera falta el mal endémico del viajero actual traducido en la típica afirmación del turista que se queja, precisamente,  de la enorme afluencia de turistas. Eso sí, al igual que hacemos todos cuando viajamos, siempre relacionando cada aspecto del país de destino (comida, arte, religión) con el mismo de nuestro propio país (Filipinas en su caso), y, al igual que hicieron los primeros colonos, rebautizando la nueva realidad a través de analogías léxicas que se refieren a objetos o costumbres de nuestro entorno.

Ya hemos dicho que Kalaw no era un literato, a pesar de lo cual el libro está muy bien escrito. El autor desarrolla con cierta elegancia el estilo ampuloso propio del Modernismo, que aún estaba en alza en las letras filipinas por aquellas fechas. Yo, sinceramente, agradezco la musicalidad de su prosa, pero es cierto que en ocasiones se muestra demasiado aferrada al ritmo asindético y las estructuras paralelísticas, lo que la dota  de cierta monotonía acartonada. Lógico para su tiempo. Sin embargo, me llega su afición a recrearse en el detalle, la yuxtaposición, a veces frenética, de cuadros y el entusiasmo iluminativo de las  descripciones; pero, sobre todo, me conmueve el hondo humanismo con el que traza el dibujo de cada pueblo, de sus costumbres y sus paisajes. Esta implicación emocional aporta a muchas de sus descripciones un lirismo intenso y cercano.

La edición de Jorge Mojarro, además, está especialmente cuidada, y reproduce literalmente la publicada por el autor en 1908 -a excepción de las obligadas actualizaciones ortográficas-. La ardua labor de documentación e investigación se ve reflejada en un estimulante prólogo que, más allá de explicar las bondades del relato de Kalaw, sintetiza con claridad los aspectos fundamentales de la literatura hispanofilipina culta. Y digo estimulante porque de verdad que me ha abierto el apetito por saber más de la historia literaria de esta antigua colonia española. Las notas a pie que acompañan al texto siempre son necesarias y nunca aparecen de manera gratuita o pedante. Eso sí, echo en falta alguna aclaración más en las partes del libro que no se refieren estrictamente a Filipinas.

Hacia la tierra del zar es, en definitiva, una pequeña perla del Pacífico dentro de la literatura española escrita más allá de nuestras fronteras. Es también un valioso documento literario, histórico y político. Y es, sencillamente, un canto entusiasta al placer de viajar, así sin más. Ha merecido la pena haberla repescado.

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