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El último poeta de Chile

lira

JOSÉ MANUEL GARCÍA GIL | Así lo definía Roberto Bolaño. Evidentemente no porque fuera el último de esa especie en extinción que son, también en tierra tan fértil para alumbrarlos, los poetas en Chile. Pero sí porque su figura estrafalaria e inclasificable representaba todo eso que el autor de Los detectives salvajes-antes también poeta raro y descarrilado- echaba en falta en las últimas hornadas de la poesía chilena.

De ese modo, excéntrico y desacostumbrado, el nombre de Rodrigo Lira apareció en la segunda mitad de los setenta como una interferencia en el poblado parnaso de la lírica de su país. En tiempos no demasiado propicios para la literatura, en medio de una dictadura sangrante y tiránica que se llevó por delante la vida y los sueños de buena parte del país americano. Para no olvidarlo, en una edición a cargo de Leila Guerriero para la Colección Vidas Ajenas de la Universidad Diego Portales, nos llega ahora, con cierto retraso a España, este magnífico libro biográfico sobre Rodrigo Lira de Roberto Careaga, periodista cultural y literario, actualmente en el equipo de Artes y Letras de la revista El Mercurio.

La poesía terminó conmigo, título de este paseo singular por la vida de Rodrigo Lira, nos brinda la oportunidad no sólo de conocer a uno de los poetas latinoamericanos que mejor ha sabido poner en tensión el lenguaje sino también, a lo largo de trescientas páginas, nos sitúa tras las pistas perdidas que conformaron su azarosa existencia. Las mismas que nos descubren los años primeros del poeta, su juventud universitaria y la dimensión más dura de su peripecia vital: sus frustraciones amorosas, su obsesión creativa, su exaltación y desesperanza, sus crisis psiquiátricas, su problemática inserción en el mundo. La incapacitación, en definitiva, de un poeta de culto y la inquietante situación de un escritor que muy pronto tuvo la consideración de genio incomprendido.

Lira, sin figurar en la primera línea de los poetas chilenos, era el llamado para continuar llevando la llama antipoética de Nicanor Parra o Enrique Lihn. Según este último,  «era alguien que ponía a prueba la capacidad para desestabilizar los códigos de comportamiento en la relación interpersonal», pero que en sus versos comunicaba la vida íntima y la vida colectiva. Con unas gruesas patillas o’higginianas que siempre me recordaron a las de nuestro añorado Rafael de Cózar, trabajó concentradamente -con la ayuda limitada de sus padres- en la producción y divulgación de su obra, una poesía irrisoria, experimental y hermética que circuló durante años de mano en mano, de manera clandestina y fotocopiada.

Su enfermedad -la esquizofrenia- y su suicidio, ayudaron a alimentar su figura de excluido, de poeta «polipolemista», maldito y complejo, de erudito de la contracultura, que se ganó un lugar entre las figuras míticas de las letras chilenas, convirtiéndose en autor legendario. Esta biografía de Ricardo Careaga busca precisamente organizar esa personalidad controvertida y disruptiva para poner en primer plano, a través de testimonios de decenas de amigos y conocidos y de muchos de sus mejores poemas, fragmentos de una vida profundamente existencial. Porque Lira vivía en carne propia casi todo lo que escribía, su vida estaba transmutada en su obra.  Y este libro aspira a demostrarlo, a poner en escena un diálogo entre esa literatura y momentos de la vida que le dieron sentido. Las anécdotas son numerosas y agridulces, compiladas en decenas de entrevistas realizadas por Careaga durante siete años de intensa investigación periodística. Y está también, acaso más importante que ninguna otra, la palabra de su madre, Elisa Canguilhem, quien tanto hizo por su hijo (gracias a ella se publicó póstumamente, en 1984, su Proyecto de obras completas).

Como Nicanor Parra, aunque más histriónico, un desaforado Lira ayudaba a combatir los fantasmas de la hipocresía, la impostura de lo solemne. Quebró la continuidad de una tradición poética, enmarcada en la opresión objetiva de la entonces dictadura pinochetista, destilando una síntesis lírica más radical y de vanguardia. Admiraba hasta el plagio a Kerouac y era un obseso confeso de la obra de Enrique Lihn, acaso, su mayor influencia entre los poetas chilenos que frecuentaba. Él formó parte del tribunal que le dio a Lira el único premio que ganó -a pesar de haberse presentado a todos-: el de la revista La Bicicleta de 1979, por la obra titulada «4 tres cientos sesenta y cincos y un 366 de onces»; título que se puede leer en clave como alusión al quinto aniversario del golpe de Pinochet. En cierto modo, Lira parece encarnar como nadie esos años tremendos de la dictadura: la atonía, el toque de queda, la policía secreta presente hasta en las lecturas de poemas, esa especie de vana y deprimida heroicidad que exige cualquier forma de vida intelectual bajo una tiranía cruel.

El libro de Careaga es brillante, lleno de frescura (a pesar de la oscuridad de su trasfondo) y de un magnetismo que, aun sin conocer al poeta, agarra al lector desde las primeras páginas. Gracias a la gran cantidad de testimonios recogidos e intercalados, con Lira en el centro como astro rey, es a la vez el retrato de una generación entera de poetas y artistas; de esos años de plomo que, por fortuna, no terminaron con la poesía.

A mediados de 1981, Rodrigo Lira le escribió a Nicanor Parra, José Donoso, Jorge Edwards y Enrique Lihn pidiéndoles la mano de sus respectivas hijas, todas adolescentes. “No acuso recibo de su mierda”, le contestó Lihn cuando el disparatado emisor, aprovechando un encuentro, se acercó a preguntarle si había recibido su envío. Fue la última vez que se vieron. Con sus poemas sueltos e intervenciones públicas podía conseguir risas y aplausos, pero de ahí no pasaba; para ser un iconoclasta de éxito se necesita ser un buen estratega y él no contaba con esa cualidad. Buscó sin resultados trabajo como publicista, locutor o actor de anuncios televisivos, y el 1 de diciembre de 1981 hizo una aparición en el célebre programa de la televisión chilena “¿Cuánto vale el show?”, recitando un fragmento de “Otelo” que ensayó mil veces. Le fue bien, pero esos serían sus quince minutos de fama. Durante las semanas posteriores habló del suicidio con más de un amigo, aunque no era la primera vez y el lunes 28 de diciembre había concertado una cita con su psiquiatra. El sábado 26, sin embargo, día de su treinta y dos cumpleaños, llenó la bañera de su apartamento y se cortó las venas, dejando a la familia una carta de la que sólo conocemos estas líneas: “…con respecto a mis textos y manuscritos, no sé si se podrá hacer algo. Durante mucho tiempo les tuve mucho cariño y les atribuí importancia. Ahora las cosas han cambiado, pero sentiría que se destruyeran así no más”. En “Testimonio de circunstancias”, el más extenso de esos escritos, decía: «porque no soy un poeta/ a no ser que ser un poeta/ sea ser un payaso/ o sea ser un espectro/ -saludable, pero espectro fantasmal […] O sea ser simplemente alguien/ con una forma larga de mirar/ uno de esos que de pronto mueren en forma trágica/ sin que nadie se sorprenda/ y sin que tampoco se entere mucha gente/ y que por ahora sobrevive/ y sonriendo intimida/ y con una tristeza apenas esbozada/ ¿o alguna bondad verdadera escondida y profunda?/ enternece un poco a algunas almas simples».

Ese propósito de Roberto Careaga de que vida y obra sean las raíces de un mismo árbol definitorio de la personalidad y la obra de su biografiado, está también en el título del libro, La poesía terminó conmigo, una cita de Nicanor Parra que Lira retoma en otro poema suyo y que aparece también en el pórtico de la biografía. Un trabajo, en definitiva, de casi siete años de investigación en el que, a lo largo de siete capítulos desordenados cronológicamente, su autor hace gala de su oficio de periodista con un estilo llano y un lenguaje directo y sin mayores interpretaciones. Leerlo es asomarse a un fascinante destino individual y a una época desquiciada, a un escritor con alma de performery de naturaleza iconoclasta, a un manipulador del lenguaje, a un poeta indefinible y disruptivo, a un ser inadaptado y en trance lisérgico o a un loco profesional. Cuando uno escribe un perfil biográfico corre el peligro de entregar un relato más o menos armónico de la vida de su personaje y eso es justo lo que Careaga ha evitado. Su intención no era explicar redonda, convincentemente la vida de Lira sino casi lo contrario: exhibir todas esas vidas, negarle una unidad.

Esta lectura me ha recordado, de algún modo, la vida de Carlos Edmundo de Ory. Como al gaditano le sucedió en España, también la historia de la literatura chilena considera a Rodrigo Lira un autor raro, inclasificable o de culto con esa circunstancia terrible que ello lleva aparejado: se los adora por sus cualidades extraordinarias y fuera de su momento, pero, cuando por circunstancias diversas, ese autor pasa a ser célebre, después de un tiempo su nombre comienza de nuevo a desdibujarse en su antigua abstracción de leyenda. A veces a estos escritores se les saca de su relativa oscuridad, de ese limbo que les permite en cierta manera estar fuera del tiempo, es decir, de los éxitos fulgurantes del mundo, pero también de sus sonados fracasos. Le pasó al propio Ory, a Albert Cohen, autor de Bella del Señoro al exquisito poeta Louis Zukofsky, padre del objetivismo norteamericano.

Es la extraña e inquietante situación de esta clase de escritores: su lugar es el purgatorio, de donde acceden de vez en cuando al paraíso de los justos. Este libro debe servir precisamente para eso, para impartir justicia. En ese sentido, conocer la vida de Rodrigo Lira llevará a muchos lectores a comprender y leer su obra; permitirá, en definitiva, normalizarla a estas alturas de la historia literaria chilena y colocarla en el lugar destacado que merece.

La poesía terminó conmigo. Vida de Rodrigo Lira (Ediciones UDP, 2017) de Roberto Careaga C.. 308 páginas, 37 euros.

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