Ostende. 1936, el verano de la amistad
Volker Weidermann
Alianza, 2015
ISBN: 978-84-206-9767-3
152 páginas
16 €
Traducción de Eduardo Gil Bera
Coradino Vega
En el mes de julio de 1936, cuando las aguas comenzaban a bajar revueltas por Europa, un grupo de escritores coincidió de vacaciones en Bélgica, junto al mar, en Ostende. La mayoría eran expatriados de la Alemania nazi, autores cuyos libros habían sido prohibidos en la lengua germana, judíos transterrados o simpatizantes comunistas. Operaba de anfitrión generoso y protector Stefan Zweig, que se había convertido en uno de los intelectuales más reputados del momento, enriquecido por las grandes ventas internacionales de sus títulos, y que había preferido dejar atrás a su mujer, a su hija y su palacete de Salzburgo, para huir a la costa con Lotte Altmann —la joven silenciosa que además de secretaria fue su amante— en busca de una libertad interior, un equilibrio y una seguridad que percibía más amenazada que nunca. Allí se les había unido su amigo Joseph Roth, que era el primero que había huido de Hitler, devastado por el alcohol, y que mantenía una relación de dependencia con Zweig que a éste comenzaba a incomodarle. Pero por allí pasaron también Irmgard Keun —que a su vez mantendría una unión sentimental destructiva y atávica con Joseph Roth—, el zar de la prensa durante la República de Weimar y posterior agente de propaganda comunista Willi Münzenberg, sus camaradas Egon Erwin Kisch y Ernst Toller, o Arthur Koestler: figuras todas ellas presentes por entonces en Ostende a las que acompañan desde lejos nombres como los de Romain Rolland o Klaus Mann, en esta especie de documental narrativo con apariencia de novela que ha compuesto —refundiendo citas de diarios, cartas y textos literarios— el redactor jefe del suplemento cultural del Frankfurter Allgemeine Zeitung, nacido en 1969, Volker Weidermann.
El perfil biográfico de Zweig y Roth, sobre los cuales pivota esencialmente el libro, se remonta en cambio a 1914, y ya desde esta reconstrucción inicial son apreciables el afán divulgativo del autor, sus aciertos y sus debilidades. Stefan Zweig era un hombre fino, aterciopelado, que rezumaba bondad y filantropía, angustiado por la pérdida del mundo del que era originario, pero que seguía confiando en la humanidad, la tolerancia y el entendimiento, por mucho que algunos se burlaran de él y lo tacharan de ridículo, tibio o pasado de moda. Mundano, elegante y acicalado, hablaba de Viena con efusión cariñosa y un velo de melancolía en la mirada, y pintaba con encantadores tonos pastel las imágenes de una vida que ya había empezado a descomponerse de una forma callada e inexorable. Arrasado por dentro, aún creía por fuera que debía regir su vida por la compasión, la admiración y el imperativo ético de vivir sin perjudicar a los otros. Por el contrario, Roth era maledicente y sardónico, intransigente y lúcido, estaba desesperado y su hígado amenazaba con reventar. Por más que bromeara sobre la ingenuidad y la inamovible fe en las personas de Zweig, lo había admirado desde siempre, aunque también era un lector implacable de sus manuscritos, y sus cartas estaban repletas de reproches, peticiones desgarradas de ayuda económica y chantajes emocionales que en Zweig, que valoraba más que nada su manera de leer y su clarividencia, producían una mezcla de atadura y mala conciencia. Ambos buscaban su salvación en el pasado, en las ruinas del antiguo imperio, si bien representaban dos clases de judíos casi opuestos: Zweig, vienés, a la cómoda burguesía asimilada; y Roth, al gueto de la periferia, pobre y marginado incluso por los primeros. Zweig, temeroso de que su amigo alterara su salud anímica, “quería refugiarse en un agujero de ratón y no tener nunca más que leer un periódico”. Roth estaba en las últimas. Las cartas que se cruzaban —y que ha publicado recientemente Acantilado— guardaban un complejo equilibrio combativo y cariñoso entre amistad, envidia, admiración, dependencia, pedantería y celos.
Gracias a su habilidad narrativa y oficio documental, Weidermann logra mostrarnos esa relación desde fuera, sin entrar en la conciencia de ninguno de los dos pero haciéndonos ver la psicología de cada uno, con un tono preciso que, sin embargo, a veces se torna demasiado enunciativo, muy explicativo, sin margen para la sugerencia, la elipsis ni los significados implícitos. Su estilo es sobre todo claro y, cuando decide volverse poético, sortea los excesos líricos de Geoff Dyer —pues podríamos considerar Pero hermoso como una propuesta similar—, pero sin alcanzar la fuerza evocadora de éste. Ostende suena en algunos pasajes a artículo cultural, a biografía, a ensayo divulgativo; en varias ocasiones, las citas, las referencias o la paráfrasis no dejan que el texto respire; y cuando se acerca más a la novela, se vuelve muchas veces cursi, sobre todo en los finales de párrafo: plano, sin desazón, algo artificial, como prefabricado. La intención de Weidermann, no obstante, resulta atractiva tanto por su tema, como por el propósito de encontrar una forma que evite las intromisiones del yo y la repetición machacona de “esto es un novela sin ficción” que, con Carrère y Cercas a la cabeza, se han puesto tan de moda. Sin embargo, en este caso, el resultado puede decepcionar por su autoindulgencia, por su laxitud, por su aroma ‘kitsch’ de producto cultural como destinado a quienes les gusta mucho que les guste la literatura.
Stefan Zweig salió de aquel verano renovado, con el optimismo reforzado, y viajó por primera vez a Brasil no sin antes hacer una escala en Vigo y admirar el pintoresquismo de una España en guerra que le evocó admirablemente a Goya. Parecía como si, sabiéndolo, se negara a reconocer lo que iba a suponer ese conflicto para su vieja Europa tres años después. Huyendo del hundimiento definitivo, encontró en Sudamérica la posibilidad de una nueva vida. Joseph Roth acabó sus días en París, después de intentar una absurda conspiración para devolver al trono al heredero del imperio austro-húngaro con el objetivo de evitar el Anschluss. Poco antes de morir, escribió ese relato anticipatorio y enigmático que es La leyenda del Santo Bebedor, y en él ve Weidermann un juego de paralelismos entre sus personajes y la relación Zweig-Roth bastante plausible.
Con Ostende, Weidermann parece reivindicar aquel mundo que se fue y que ya nunca vino, reflejar la nostalgia mitificadora de un exilio dorado en tonos pastel, revivir aquella atmósfera brahmsiana como forma de recuperación de una cultura que, en aquel verano, vivió su puesta de sol. Lo que cabe preguntarse es si con estos sucedáneos ‘light’, que nos presentan a autores como Roth o Zweig de un modo que habrá a quienes les resulte innecesario leerse sus libros; con cubiertas y subtítulos tan empalagosos; y con una edición de texto tan descuidada, sobre todo en su tercio final; se contribuye a la restitución de aquella alta cultura que embelesara tanto a Zweig o, más bien, se facilita la pereza intelectual de nuestra época, el mínimo esfuerzo para saber, y la concepción de la literatura y la historia como un museo, o un escaparate de tienda, en el que contemplar cosas inocuamente bellas.
Trágica época que terminó con Zweig (aunque lejos de Ostende) y otros muchos.
Gracias por la reseña.
El maestro Coradino vuelve con su lucidez de siempre. La última reflexión es tan demoledora como tristemente cierta, la querencia por lo fácil con la sola idea de vender un producto presumiblemente cultureta, cuando tenemos la oportunidad de leer los libros de todos esos monstruos (Roth, Zweig, Musil, Schniztler…).