
JUAN CARLOS SIERRA | Eduardo Jordá, poeta entre otras muchas cosas, suele titular sus poemarios a partir del último poema de cada uno de ellos; o, por lo menos, solía. ¿Se trata –o se trataba- de un capricho, quizá de falta de imaginación, de una saludable desmitificación o de la ausencia de un proyecto poético? No sé exactamente qué motiva –o motivaba- a Jordá a proceder de esta manera tan curiosa a propósito de los títulos de sus libros de poemas, pero de lo que sí estoy convencido es de que no es –o era- debido a falta de un proyecto poético. Lean, por ejemplo, La estación de las lluvias o Tulipanes rojos, para comprobar que no hay engaño en lo que escribo. Una estrategia análoga es la que utiliza Mario Vega en La mala conciencia, un proyecto poético coherente que, como ya se habrá imaginado el lector de esta reseña, inevitablemente concluye con un último poema homónimo del título. Este texto cierra el libro que nos ocupa como quien llega al final de un viaje, que se anuncia y anticipa en los altavoces del primer poema ‘El reflejo’, toda una declaración de intenciones.
El poemario se estructura en forma bimembre, en dos partes –‘El sueño del recuerdo’ y ‘La mala conciencia’-, que pretenden trasladar al lector, acompañado del personaje poético, hacia una toma de conciencia, una toma de tierra, a través del desvelamiento de una realidad que quizá se intuía, pero que no se conocía ni se había abordado en su complejidad, en sus contradicciones, en sus rincones más oscuros, más crueles, o en su alteridad. La mala conciencia recorre un camino que guía tanto al personaje poético como a los lectores hacia un estado nuevo de lucidez, que invita a mirar a la realidad desde la perspectiva del extrañamiento, desde un foco necesariamente desapegado de los discursos y lugares comunes sobre la vida, quizá la única forma de contemplarla en su esencialidad. Para alcanzarlo ayuda sin duda la estrategia distanciadora de la ironía que empapa a un buen número de los poemas que participan de este proyecto poético que es La mala conciencia.
La poesía, pues, realiza de forma más que efectiva aquí su labor de desvelamiento y de contenedor de esa revelación a pie de obra, empezando por ella misma en un proceso de autodesmitificación, de extrañamiento, casi de autoinmolación. Léase en este sentido el poema titulado ‘Homenaje’ (página 28), quizá el texto más radical del poemario. En él, además de mencionar a pie de página y a modo de broma privada -recurrente en algunos poetas asturianos últimamente- al crítico José Luis García Martín, se baja escatológicamente del Parnaso a los grandes nombres de la poesía de siempre amparándose el autor en cierto tono de chufla que le hace un guiño cómplice, a modo de homenaje también, a El mal poema de Manuel Machado. Y ya que estamos de homenajes, no dejaremos escapar la ocasión de mencionar las huellas y las deudas de poetas clave de la Generación del 50 que se aprecian en La mala conciencia, Jaime Gil de Biedma y Ángel González principalmente.
Pero volvamos a ese viaje que nos propone Mario Vega hacia la toma de conciencia sobre la realidad real. Digamos que se trata de un viaje privado, individual, que se concreta en la desaparición del yo o, más bien, en el reciclaje de este, al tiempo que se evidencia una realidad social, económica e incluso política que también va a destrozar la narración clásica del ‘somos la generación mejor preparada de la historia’ y del ‘viviremos mejor que nuestros padres’. La constatación de la precariedad más allá de la precariedad atraviesa el último poemario de Mario Vega como un tic poético generacional –pienso en Rocío Acebal o en Rosa Berbel o en Carlos Catena Cózar o, subiendo un poco el listón de la edad, en Elena Medel y su magnífica novela Las maravillas-.
Todo esto va decantándose, especialmente en la segunda parte del poemario, hacia la constatación de una contradicción insoportable en nuestro tiempo neoliberal: hay que intentar conservar lo poco y precario que tenemos e ignorar a quien está aún peor, hay que desclasarse por abajo. Cantarlo, contarlo, poetizarlo es la tarea de Mario Vega en este poemario; cantarlo, contarlo, poetizarlo desde la mala conciencia que crea haber tomado conciencia. Parafraseando a Gabriel Celaya, la poesía no puede ser un lujo, sino un arma cargada de futuro, pero con lo que el tiempo y la experiencia de este mundo nuevo que vivimos nos ha enseñado, sin ingenuidades, sin panfletos, con un nuevo discurso, con un lenguaje diferente, con una poesía que busca caminos alternativos como sucede en La mala conciencia.
Una vez que se ha vuelto la última página de este poemario, da la sensación de que se trata de un libro que ha nacido desde lo más profundo de una necesidad de contar y explicarse. El problema es que, llegados a este punto de toma de conciencia, qué queda por hacer: o coger la Parker 05 milímetros del poema ‘Poeta de batalla’ y seguir escribiendo o echar mano de una nueve milímetros parabellum y pasar a la acción. La vieja discusión entre la pluma y la espada. Para agitar conciencias, para removerlas y crear mala conciencia, motor de esta acción poética en forma de viaje interior que es La mala conciencia, mejor siempre la Parker 05. Mejor siempre la poesía.
¿Quién dijo que la poesía no era útil, especialmente en tiempos difíciles?
La mala conciencia (Hiperión, 2019) | Mario Vega | 64 páginas | 9.62 euros | Premio ‘València Nova’ Institució Alfons El Magnànim