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Empapado de memoria y cotidianidad

119-La_lluvia (1)

 

La lluvia

Antonio Rivero Taravillo

Renacimiento, 2013. Colección «Calle del Aire»

ISBN: 978-84-8472-805-4

75 páginas

12 €

 

 

 

Juan Carlos Sierra

Cada uno tiene sus lecturas, sus referencias, sus autores, su tradición. En mi caso, siempre que me cruzo con la palabra «lluvia» me acuerdo de Antonio Machado, de su «Recuerdo infantil»: «Una tarde parda y fría/ de invierno. Los colegiales/ estudian. Monotonía/ de lluvia tras los cristales»; o del «Poema de un día. Meditaciones rurales«, con su repiqueteo de lluvia en la ventana de la habitación baezana del poeta en trágica y demoledora armonía con el tic-tic del reloj, el hastío, el paso del tiempo,…; en definitiva, las meditaciones, las reflexiones a las que invitan los días de lluvia.

En La lluvia, el último poemario de Antonio Rivero Taravillo (Melilla, 1963), también se cruzan memoria y meditaciones o meditaciones que son memoria o memoria meditada. Y como en el segundo poema mencionado de los de Antonio Machado, la cotidianidad y sus cosas -los campos con sus frutos y cosechas, el reloj, las campanas, el hilo de una bombilla, «librotes,/ revistas y papelotes»,…- se convierten en la llave que abre la puerta de la memoria o de la reflexión.

Como quien recorre todos los días el mismo camino para ir al trabajo, solemos olvidarnos de mirar, de observar, de valorar o entregar un significado a aquello que nuestras rutinas han «desemantizado». La labor de la poesía -y de la literatura, en general- consiste, entre otras cosas, en descubrir los relieves de la vida, por muy sencillos o imperceptibles que parezcan. En este sentido, el último poemario de Rivero Taravillo se encarga de dotar de significado a aquellos elementos, utensilios, aparatos,… que nos rodean en el día a día: las gafas del poeta contemplarán la vida de otra manera -«en pendiente hacia abajo»-, el calendario de la pared se convertirá en una cuenta atrás -«Habrá un día en que quede solamente/ un hueco en la pared sucia y sin fechas»-, el frigorífico nos espetará reproches «con este ruido que ahora/ emite lamentándose», el cuarto de baño compartido por los amantes será la antesala del amor –«y mi agua de colonia y tu perfume/ aguardan el matraz de su mixtura/ en ese laboratorio, la alcoba»-, los tranvías girarán en las curvas de las bellas muchachas -«no de codo, sino de nalga/ o seno»-, el espejo de la funeraria nos devolverá nuestra imagen más veraz, las llaves abrirán nuevos significados paradójicos, la palangana «manchada de su horrendo contenido» se convertirá en sinónimo de muerte y las monedas de una herencia tendrán la utilidad que el difunto les hurtó en vida.

Por otra parte, la memoria se erige en La lluvia en el elemento complementario que proporciona una musculatura poderosa al poemario. Si en los poemas anteriores predomina el retrato, el instante, la impresión, en muchos de los que se encargan de indagar en el pasado gana por varios cuerpos la estructura narrativa. Además de esto, algunos de los más sobresalientes suelen estar vinculados con la infancia como «Nueva borrasca antigua», «Peleas de 1975» o «Las hijas del comandante Oráa».

Esta insistencia en la infancia, este mirar tan atrás en la biografía del personaje poético -o del poeta sin más- contrasta intencionadamente con el lugar y el momento desde el que estos poemas están escritos -en la frontera del medio siglo de vida-. Parece que es tiempo de ajustar cuentas, como se subraya en «Temporal», poema que inicia el libro. Pero, sobre todo, es tiempo de plantearse los horizontes que van acercándose y que desembocarán indefectiblemente en la muerte. Este tono más sombrío, en ocasiones casi existencial, atraviesa gran parte del libro y produce sus mejores momentos en poemas como «Biografía autorizada», «Cambio de agujas», «Casa de cambio» o «El hombre»: «El líquido amniótico// y la laguna Estigia.// Entre dos aguas,/ nada».

En este brevísimo texto se puede apreciar otro de los elementos que hacen de La lluvia un libro especialmente interesante. El uso aquí de la dilogía en la palabra «nada», fundamental para hacer respirar a estos cuatro versos, es solo una muestra de las habilidades líricas que Rivero Taravillo despliega en su último poemario. En este sentido, otro de los poemas más sobresalientes puede ser «Xilófono»: «Xilófono/ monótono/ la lluvia/ cansada/ de to-/ car sobre/ las tejas».

En cualquier caso, quizá en el aspecto formal lo más destacado sea la estrategia que sigue el poeta para componer muchos de los textos que componen La lluvia. En «Teología del tacto» escribe: «Las líneas de la vida,/ sus inscripciones/ que son las tablas de la ley/ de nuestra alianza./ Obedezco tus manos/ con sus diez mandamientos.// Si no me tienen,/ esa es la diáspora.// El Templo, sin tu amor, se desmorona/ y parto al cautiverio, hacia el exilio». El juego de significados y, por tanto, de planos, basados aquí otra vez en la dilogía de la palabra «alianza» asociada al sintagma «las tablas de la ley», desencadena una red de meandros que, bien manejados en manos de Rivero Taravillo, proporcionan al texto una riqueza y una complejidad que, por un lado, revitalizan el lenguaje y, por otro, desembocan coherentemente en el propósito final del poema.

Todo lo expuesto hasta aquí demuestra el salto de calidad que supone La lluvia en la obra poética de Antonio Rivero Taravillo hasta el momento. Ahora solo queda esperar que en el futuro su poesía siga empapándose de estas gotas de lluvia y el tiempo nos depare otros frutos aún más sabrosos.

[Publicado en Paraíso. Revista de Poesía]

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