JOAQUÍN PÉREZ-BLANES | El té con su madalenita—ahora muffin—de Proust, la “vaga prudencia de caballo de cartón en el baño” de la que hablaba Luis Rosales, el Je chante sur mon chemin de Charles Trenet, la senectud de Adriano, descarnadamente descrita por Marguerite Yourcenar. Llega un momento en la vida en la que parece necesario detenerse, respirar profundamente y echar la vista atrás. Algunos, hostigados ya por los años y con cierta necesidad de hacer memoria, deciden escribir sobre determinados momentos considerados dichosos que sirven para hacer balance a toda una vida, como si eso los salvara de la mortalidad.
Tengo especial predilección por el comienzo de La resistencia, que escribió Ernesto Sabato—sí, Sabato, sin tilde, pronunciado “sábato”—cercanos los noventa años. Ese comienzo que dice: “Hay días en que me levanto con una esperanza demencial, momentos en los que siento que las posibilidades de una vida más humana están al alcance de nuestras manos. Éste es uno de esos días.” Imagino que el antropólogo francés, Marc Augé, con 84 años a sus espaldas, se incorporó de la cama uno de esos días luminosos y llenos de fulgor y después de un panecillo y un café se lanzó a escribir sobre las pequeñas alegrías del instante.
Marc Augé (Poitiers, 1935) es un antropólogo francés reconocido por establecer la idea del no lugar (le non-lieu) que es, escuetamente, todo ese espacio cotidiano en el que el ser humano es anónimo y pierde la esencia de su personalidad, de su singularidad. Toda una vida movida por la antropología y agitada por esos no lugares para llegar a una edad provecta en la que inclinarse a recordar una serie de instantes alegres que, obviamente, son tan particulares como intrínsecos a su propia existencia. No es el primer autor que escribe sobre la felicidad, tampoco será el último. Parece como si hacerlo—escribir sobre la felicidad—nos exonerase de todo sufrimiento, lamentablemente no es así, nada nos salvaguarda de la tristeza. Abundan los libros de autoayuda para ser feliz o más feliz, si cabe, como si un libro nos diese la clave de la felicidad y no la vida misma, la armonía cotidiana o el humilde ejercicio de respirar.
Es agotador encontrar en las librerías una sección de autoayuda en la que podemos “tropezar con la felicidad” o encontrar “las gafas de la felicidad”, estanterías donde descubrir “la auténtica felicidad” o ecuaciones donde hallar “el algoritmo de la felicidad” o, incluso, sumergirnos en “la ciencia de la felicidad”, persiguiendo siempre la búsqueda de la felicidad o el ser felices, como si una ecuación o una receta de abuela nos permitiese atinar. Todos estos títulos podrá encontrarlos el lector a su disposición en cualquier papelería-librería de pueblo que se precie. Verdaderamente, ¿todavía creemos que estos libros nos darán la clave de la felicidad? Seríamos más felices atendiendo a un estoicismo esencial que a tanta erudición sobre la felicidad en libros que terminan calzando una mesa o en la pila de un mercadillo solidario. Dirán que exagero y tendrán ustedes razón, pero eso de vender recetas para la felicidad me devuelve la imagen de los charlatanes del Oeste americano vendiendo ungüentos desde la atalaya de sus carromatos.
El libro de Marc Augé creí que iba más en la línea del de Philippe Delerm, aquel exitoso El primer trago de cerveza de los años noventa que, efectivamente, hablaba de momentos muy concretos en los que nuestra vida era un gozo y era un libro liviano y nada pretencioso que se disfrutaba precisamente por esa falta de petulancia. Sin embargo, Augé busca más la reflexión filosófica mezclada con autobiografía y literatura universal (principalmente francesa) para hacer un recuento de su vida y de esas pequeñas alegrías que la memoria todavía le regala con gratitud. Para Augé, “la edad nos enseña a vivir el presente, a vivir «al día», (…) a extraer del presente todo lo que este nos pueda aportar”. Honestamente, imagino que no es la edad, en el sentido de cumplir años, la que nos enseña esto, sino la edad como etapa existencial, porque cuando uno es joven tiene grabado a hierro el lema: carpe diem o su análogo “deja un bonito cadáver”. Otra cuestión es que esa “edad”, ya curtida en años, sirva para tomarse la vida de otro modo y a otro ritmo.
Para Augé, la felicidad depende de la mirada que aplicamos a la realidad, una mirada, critica el francés, que hoy está revestida de alegoría mediática y mercantil, se es feliz en las redes sociales, se es feliz en la conquista de objetos o de metas con una finalidad utilitaria, no en el concepto inasible de la felicidad.
Que la ONU coloque la felicidad en el centro de las políticas de desarrollo significa una actitud positiva frente a una causa inabarcable. La prescripción de la felicidad pasaría por tres estados: conocerse uno mismo, estar atentos al presente y ser útil para los demás. Esto, en una sociedad que tiene todas sus necesidades cubiertas podría concebirse pero, en otras sociedades, cuyo espíritu persigue la supervivencia y la libertad más básica del ser humano, está claro que no corresponde.
Es curioso, tal vez hasta alarmante, que viviendo en una sociedad considerada desarrollada como es la occidental, tengamos que servirnos de manuales para ser felices porque nuestra ceguera emocional nos impide valorar lo que el día nos regala cada mañana: la persona que se despierta a nuestro lado, el amanecer que se despliega en el horizonte como un abanico luminoso, el canturrear madrugador de los pájaros, la corteza sabrosa del pan, la amarga dulzura del café, la complicidad de quien vive contigo, la tradicional ceremonia de tu mascota, la canción que se pega a los labios y nace de no se sabe bien qué recuerdo imperecedero, o el pensar, una vez más, que la vida es apacible por cotidiana.
Es verdad que, parafraseando a Sabato, hay días en que me levanto con esa esperanza demencial en los que siento que las posibilidades de una vida más humana están al alcance de mis manos y pienso que puede ser un gran día, pero también recuerdo esos cartelitos que rezan: “Hoy es un día estupendo, verás como viene alguien y lo fastidia” y temo, efectivamente, encontrarme con un ser ingrato y que el día se amargue, pero en seguida se me pasa porque en un muro alguien dejó una pintada en la que se puede leer: “Ten un buen día tú, que leíste esto sin querer” y en ese mensaje nace el principio de la felicidad: la sencillez altruista, sin necesidad de leer uno de tantos manuales de autoayuda para ser feliz.
Las pequeñas alegrías. La felicidad del instante (Ático de los Libros, 2019) | Marc Augé | 112 páginas | 9,90 euros | Traducción de Claudia Casanova