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Entre todos la mataron

ALEJANDRO LUQUE| Contrariamente a lo que se pueda pensar, reseñar un libro con el que estás casi completamente de acuerdo no es más fácil que discrepar. Uno corre el riesgo de asentir bovinamente, orillando la obligación de añadir algo, apuntar o matizar lo que ya dicen sus páginas. En el caso de Dios, marca registrada me resulta doblemente difícil, porque se dicen muchas cosas, todas muy atinadas y muy bien dichas. Por si fuera poco, con el autor, Ilya U. Topper, me une una larga y fraternal amistad y un proyecto, la revista digital MSur, que durante casi dos décadas ha venido trabajando en asuntos afines a los que se abordan en este ensayo. Y sin embargo, voy a intentar compartir mi lectura en las líneas que siguen, porque el título que nos ocupa merece todo, menos el silencio.

Vayamos directamente al meollo: Europa y las llamadas democracias occidentales tienen un serio problema, y se llama religión. En concreto, todos los aspectos de la religión, o las religiones en plural, que colisionan con los principios fundacionales de esas democracias, y que amenazan socavarlos. Topper pone el foco en las tres que conoce mejor y que están más presentes en Occidente: cristianismo, judaísmo e islam. Si ya teníamos asumido el precepto montesquieuano de separar los poderes legislativo, ejecutivo y judicial, ahora toca, además, protegerlos de las injerencias eclesiásticas.

Bastaría consultar las cartas magnas de cualquiera de estas democracias y compararlas con los mandamientos de las citadas iglesias para entender esta incompatibilidad, así como el hecho de que los regímenes democráticos solo pueden ser, por definición, laicos. Pero Topper se toma además la molestia de explicar los orígenes y devenires de unas y otras, analizar sus postulados y sus contradicciones. Y lo hace, además, con una claridad muy poco habitual y muy de agradecer.

Cabe señalar que el reparto entre las tres confesiones no es equitativo, y que el islam acapara una parte notable del ensayo. Ello se debe principalmente al hecho de que, en los últimos tiempos, cristianismo y judaísmo han sabido adaptarse mal que bien a los sistemas democráticos, por más que se detecten ramalazos totalitarios que van del hostigamiento de los abogados cristianos en nombre del delito de ofensa contra los sentimientos religiosos a los endogámicos y espeluznantes guetos ultraortodoxos que proliferan en diversos rincones del planeta. Pero el islam es otro cantar, y no precisamente desde el alminar.

En el último medio siglo, esta fe que había conocido durante siglos prácticas mejores, ha sido objeto de una colonización tan feroz como plenamente consentida. Feroz porque los exportadores, muy bien localizados en el Golfo Pérsico, representan la interpretación más rigorista, intransigente y liberticida de cuantas haya habido, y ponen en su empresa difusora un empeño y unos medios dignos de mejor causa. Y es plenamente consentida, porque Occidente, ya sea por un mal entendido respeto a la diversidad y la ancestralidad, ya sea por su inclinación a prostituir sus convicciones a cambio de petrodólares (véase el clamoroso caso del fútbol), ha venido aceptando esos productos tóxicos como potables e incluso dignos de amparo y subvención.

El ensayo de Topper nos va a hacer reflexionar así sobre los asesinatos de Charlie Hebdo, la fatua contra Salman Rushdie, los atentados de las Ramblas de Barcelona y muchos otros episodios que nos impiden mirar para otro lado u ocupar posiciones tibias. El momento de cobrar conciencia de la magnitud del problema es ahora, es ya. Y también debemos hacernos cargo de que el trasfondo del asunto no es solo de índole religiosa, sino que se trata de una cuestión de enorme importancia política y social, pues está directamente conectada con ambas dimensiones.

Me permito adelantar que, en su defensa de un mundo sin sometimiento al dogma religioso, Topper acaba fustigando a todos, pues -como suele decirse- entre todos la mataron (a la laicidad), y ella sola se murió. Pero parece especialmente acertado en su análisis de los constantes desnortes y errores de las izquierdas occidentales sobre el tema, y el modo en que, en nombre de las mejores intenciones, han allanado el terreno para que el fascismo religioso, el machismo y otros terribles ismos que figuran en ciertos pendones eclesiásticos ondeen a todo trapo.

Libro, pues, fundamental para hacer frente a algunos de los retos más apremiantes de nuestro tiempo, y que como mínimo debería alentar un debate amplio y en profundidad. Sin embargo, desde su salida a la luz el verano pasado, apenas se han ocupado de él algunas reseñas. Como si un extraño tabú pesara sobre este tema, o peor aún, que todos esos opinadores profesionales que pontifican en medios y redes estuvieran demasiado ocupados para fijarse en esta bomba de tiempo que tenemos ahí, a la vista de todos.

Un solo pero me atrevería a poner a la minuciosa y aguda argumentación de Topper. En varios pasajes de su obra, critica el absurdo de las creencias religiosas, equiparándolas a fantasías de cuentos de hadas o delirios de la ciencia-ficción. Es un argumento recurrente y hasta cierto punto plausible, pero me parece que desvía el tiro de un modo similar al de, por ejemplo, A. C. Grayling en su breve e interesantísimo ensayo Contra todos los dioses.

Creo que el ser humano lleva recorrida suficiente Historia como para demostrarnos que necesita de los mitos. Sea por su temor a la muerte, por su incomprensión del mundo o cualquier otra perplejidad, tendemos poderosamente a abrazar todo tipo de relatos sobrenaturales. Quizá haya que aceptar que siempre ha sido así, y así seguirá siendo. Incluso ha habido acreditados hombres de ciencia que eran fervorosos creyentes. Por eso creo que, en lugar de impugnar desde la racionalidad los dogmas de la fe, entrando sin querer en el difuso terreno de la discusión teológica, deberíamos poner toda nuestra atención en subrayar la línea que separa la esfera pública, donde esos dioses no deben dictar nada, y la privada, donde cada cual puede creer en lo que le venga en gana. Esta ha sido la fórmula más exitosa para que un creyente pueda vivir en un sistema de derechos y libertades sin ser lesionado en su fe y sin lesionar a nadie.

Por otro lado, plantearía una cuestión: a nadie se le escapa que las iglesias no son solo empresas inmobiliarias que venden parcelas de cielo o de paraíso, sino también estructuras articuladoras de la sociedad. Lo saben muy bien en Estados Unidos, por ejemplo, que se valió de las comunidades religiosas para su sistema. El laicismo es más que necesario si queremos aspirar a un mundo justo y libre, pero los gobernantes van a querer siempre disponer de una estructura alternativa antes de erradicar la religión política. ¿La tenemos?, se preguntarán. ¿Es mejor que la que vamos a dar de lado? Porque, como dijo alguien, si las masas van a dejar de adorar a un judío crucificado hace dos mil años para adorar a un botijo o a Carlos Jesús, el de Raticulín, quizá tengamos que hacer antes algunos cálculos.

Dios, marca registrada (Hoja de Lata, 2023) | Ilya U. Topper |320 páginas | 19.90 euros

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