Días sin huella
Charles Jackson
Alianza, 2013
ISBN: 978-84-206-8294-5
320 páginas
10,90 €
Traducción de Iris Menéndez Sallés
Daniel Ruiz García
Entre las objeciones apuntadas en el informe de lectura sobre Bajo el volcán de Malcolm Lowry, que el editor Jonathan Cape envió al escritor británico para forzarle a reelaborar algunos pasajes de su novela -ya vimos aquí que inútilmente-, se encontraba el hecho de que hacía sólo tres años (1944) se había publicado una novela que guardaba bastantes semejanzas con la obra de Lowry, y que por tanto le había usurpado su condición de primera incursión psicologista en los padecimientos cotidianos de un borracho. Era una objeción realmente infundada, ya que la novela de Lowry es, sí, la crónica miserable de la vida de un dipsómano, pero también mucho más que eso. En este sentido, la novela que nos ocupa, ésa a la que se refería el lector impertinente de Lowry, resulta mucho más rotunda y certera como ejercicio de recreación de la fragilidad, miseria y sordidez de la vida de un borracho.
Días sin huella es un ejercicio descarnado de exhibicionismo de las heridas provocadas por el alcohol. Un exhibicionismo que mantiene el foco permanentemente sobre el personaje central, Don Birman, y su forma indigna de desenvolverse con el horizonte permanente y exclusivo de la próxima botella. Durante varios días, aprovechando que su hermano, quien cuida de él, está de viaje, Birman se entrega a la bebida con fruición, en la soledad de su apartamento o en las calles, a la búsqueda del siguiente trago, para cuya consecución no renuncia a la degradación de pedir dinero o incluso de robar. Entretanto, su novia intenta desesperadamente acercarse a él, ayudarlo a salir del pozo, obteniendo por toda respuesta de Birman la negación, el desprecio, la ira, la soberbia, el autoengaño de creerse a salvo. Durante varios momentos de la novela, se plantea el juego metaliterario de asomar a Don Birman al espejo de Raskólnikov, el célebre personaje dostoievskiano, pero es un espejo absolutamente deformante, irreal: porque si en el protagonista de Crimen y Castigo hay conciencia de culpa, en el protagonista de Días sin huella no hay asomo alguno de conciencia sobre la gravedad de su problema.
Los que hemos conocido o conocemos de cerca a personas que viven el problema del alcoholismo somos conscientes de que esa insumisión de la conciencia es uno de sus más graves implicaciones: el alcohólico no se deja ayudar porque no tiene conciencia real de su problema, cree que no existe, que sólo está en la percepción de los otros. Con un enfoque netamente psicologista, Charles Jackson nos conduce por los meandros de la atribulada y desequilibrada conciencia de Birman, llena de altibajos producidos por las mareas de la bebida -deprimido en la resaca, inflamable ante la amenaza de una sobriedad prolongada, exultante después del primer buche-, dando voz al borracho y a todas sus cuitas, por lo demás perfectamente identificables en los que padecen esta terrible enfermedad: negación del problema, aislamiento e incapacidad de comunicación, hipersensibilidad, discurso autojustificativo, sublimación de la vanidad y el yo, ensimismamiento. Jackson, que pudo regresar de su gran borrachera de años para convertirse en un escritor de éxito, conjura a los fantasmas del alcoholismo a través de su desnudamiento. No hay nada de moralina en su discurso, sino plasmación diáfana de un estado de ánimo, de un comportamiento, de un modo de construcción de la realidad donde la alucinación, la paranoia, el malestar y el desequilibrio son constantes. Al lector no le cuesta nada reconstruir sobre la construcción de Jackson la personalidad de un desgraciado, incapaz de ver lo que pasa en torno a él, con la empatía castrada, ciego frente al desmoronamiento y desgaste de todos los que, en su entorno, intentan ayudarlo en vano. Es un libro tan rotundo en el análisis del alcoholismo que uno siente ganas de regalarlo a todos los que padecen esta enfermedad, como quien propina un guantazo o arroja un rayo de luz sobre unas pupilas demasiado acostumbradas a la oscuridad. Lástima que la mayoría de los borrachos no leen, ni interactúan, ni realmente disfrutan de nada que no sea beber (y tampoco). Fingen que viven, pero en verdad sólo hacen tiempo entre trago y trago.
Gran reseña, Dani. La película de Wilder me gusta muchísimo. Me lo pillaré.
«Lástima que la mayoría de los borrachos no leen, ni interactúan, ni realmente disfrutan de nada que no sea beber (y tampoco). Fingen que viven, pero en verdad sólo hacen tiempo entre trago y trago.»
Lástima que destroce usted una buena reseña con un final en el que demuestra -cosa harto habitual por otra parte cuando se habla de este tema- que no tiene ni idea de lo que está afirmando. Saludos.
Gracias por la lectura, Sr. J. Cada uno habla desde su propia experiencia. Y mi experiencia/vivencia como espectador cercano del alcoholismo me lleva a afirmar eso. Imagino que Vd. ha tenido ocasión -y suerte- de lidiar con otros alcohólicos más empáticos, interactivos, festivos y «saludables». De ese tipo, particularmente, sólo los he visto en las películas.
Soy alcohólico, y como tal hablo. Tampoco quiere ello decir que haya de tener razón, faltaría, pero tachar -en un país como el nuestro, además- a los ‘borrachos’, así, al peso, como poco lectores e incapaces de disfrutar mínimamente de la vida (ah, disfrutar de la vida…), me parece, cuando menos, poco acertado. Lo soy, repito, y los he visto a mi alrededor. Y he convivido con unos pocos. Dentro y fuera de una clínica. Desde la salud y desde la enfermedad. En la cercanía y en la lejanía. Hay de todo, créame. Por no hablar de la larga lista de escritores, conocidos y no, que han lidiado, y lidian, con este feroz animal. Leyendo, intentando desesperadamente vivir. Escribiendo, quizás, para comprender la vida. Mis saludos (afectuosos, se lo aseguro).