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Erudición insuficiente


Trabajos forzados. Los otros oficios de los escritores

Daria Galateria

Impedimenta, 2011

ISBN: 978-84-15130-17-8

198 páginas

18,95 €

Traducción de Félix Romeo

Sara Mesa

Hace no mucho Lucía Etxebarría hizo público un comunicado en el que, como protesta ante las descargas ilegales de su último libro, anunciaba su decisión de no escribir durante un tiempo. Argumentaba que, debido a la bajada de las ventas, no podía sostener su estabilidad económica, por lo que se vería obligada a buscar otro trabajo, lo cual le impediría escribir, ya que no veía compatible dedicarse a otro empleo, cuidar de su hija y además sacar tiempo para sus libros. «No quiero llegar a casa derrengada y ponerme a escribir a partir de las ocho. Lo hice con veinticinco años. Entonces me sobraba energía y no tenía una hija. Ahora no me siento capaz de repetir el esquema”. Más allá del debate sobre las descargas, lo que me llamó la atención fue la oposición irreconciliable que la escritora planteaba entre tener un trabajo alimenticio (“otro” trabajo) y escribir, olvidando quizá que muchos de nuestros mejores escritores -desde luego mucho mejores que ella- se ven actualmente obligados a trabajar en los oficios más dispares y lejanos a la literatura que se puedan imaginar.

La relación entre el trabajo (concebido como obligación para subsistir económicamente) y la escritura siempre me ha inquietado. ¿De dónde saca uno tiempo para escribir si pasa su jornada en otro empleo? ¿Es bueno para el escritor dedicarse en exclusiva a la creación? ¿Qué riesgos tiene la institucionalización del oficio de escribir? ¿Condiciona la libertad? Y la independencia económica que genera otro empleo, ¿perjudica la concentración, las oportunidades de moverse, viajar, relacionarse con otros escritores? ¿Hace peligrar la continuidad, la formación, otro tipo quizá de libertad? O al revés: ¿beneficia al estilo, acerca al escritor a otros ámbitos lejanos al mundo literario pero mucho más inspiradores?

Como en tantas cosas, en este asunto no solo influye la estructura socioeconómica del momento -la profesionalización de la escritura es relativamente reciente-, sino también las modas. Ahora lo que se lleva es poner en las solapas de los libros los trabajos de los escritores, aunque no todo tipo de trabajos: se valora por ejemplo que sean o hayan sido músicos, pinchadiscos, basureros, reponedores de supermercado, repartidores de periódicos. Sin ánimo de polemizar, pero ¿cuánto se ha explotado comercialmente el trabajo en la fábrica de cartón de David Monteagudo? ¿Suma o resta eso a su literatura? El debate me parece inagotable. Y también actual: en tiempos de paro hay que seguir hablando del trabajo, como bien ha hecho Isaac Rosa en La mano invisible.

Todo esto pone de manifiesto mi interés por el tema de Trabajos forzados, el ensayo en el que Daria Galateria, a través de la vida de 24 escritores, ha hablado de esos “otros oficios” y su relación con el hecho de escribir. Pero, o bien mis expectativas eran demasiado altas -yo esperaba algo más que una brillante sucesión de anécdotas- o bien, sencillamente, el libro defrauda porque, más allá de la apabullante exposición de biografías, no ofrece una reflexión ética y literaria sobre el asunto.

Evidentemente, hay elementos de valor innegables. El lector se va a encontrar con una edición preciosa, la traducción de Félix Romeo y un prólogo que es, para mí, lo mejor del libro (por eso se hace corto). Además, es más que probable que, de entre los 24 escritores seleccionados, haya un buen puñado de sus autores más admirados, de modo que leerá con gusto esas mini biografías que relacionan escritura y trabajo. Muchos de los hechos que se exponen tienen un gran interés por su capacidad de descender al detalle, la amenidad del relato y el variado retrato de los distintos perfiles de escritores.

Gracias a estas pequeñas semblanzas, nos encontramos con escritores atormentados por su oficio (Kafka, George Orwell), padeciendo penurias económicas en miserables trabajos manuales (Maxim Gorki, Jack London), incapaces de adaptarse al mundo laboral (Bukowski), pero también luchando contra el deseo de escribir (Svevo), inspirándose en su trabajo para sus obras (Boris Vian, Dashiell Hammett) o cómodamente instalados en tareas comerciales y burocráticas (T.S. Eliot, Jean Giono). El catálogo es apasionante y la labor de documentación es, desde luego, sorprendente.

Así, me ha encantado leer la dura historia de Gorki, los múltiples trabajos miserables que se vio obligado a desempeñar desde los once años en un entorno violento y de gran dureza física, lo que pobló su narrativa de desheredados; o la de Jack London, que llegaría a ser el escritor mejor pagado de su tiempo, pero que de muchacho trabajó casi como un esclavo en una fábrica de enlatado de conservas. También me interesaron los extravagantes empleos por todo el mundo de Blaise Cendrars y su vida agitada y extrema; las aventuras -algunas ciertamente peligrosas- de Dashiell Hammett como detective privado, y cómo acabó limpiando baños a consecuencia de la caza de brujas; el “descenso” social de George Orwell, que comenzó como policía birmano al servicio de la colonia británica y que, harto de los prejuicios raciales y de clase, acabó conviviendo en la calle con malhechores y vagabundos; la vida de obrero del acero de Bohumil Hrabal; la inquietante labor de Ottiero Ottieri como cortador de cabezas en un departamento de personal…

En el punto de lectura que viene con el libro estos escritores se agrupan con denominaciones afortunadas: buscavidas, ‘bon vivants’, animales políticos, burócratas atormentados, engranajes del sistema, fugitivos y correcaminos. Esta división es muy interesante; de hecho me pregunto por qué no se ha seguido este orden en el libro, estableciendo líneas de unión o disensión entre las biografías, planteando preguntas para la reflexión y el debate.

Porque, insisto, en esta acumulación de biografías no hay hilos que unan unas historias con otras y que nos permitan recapacitar sobre lo leído; no siempre el foco se sitúa en lo que significó para estos escritores, literariamente hablando, ese hecho de “tener que ganarse la vida”, o de verse forzados a enfrentar, en muchos casos, la estética a la ética. A menudo Galateria ofrece excesivos detalles (demasiadas fechas, demasiados nombres), que no siempre nos resultan relevantes. Hay erudición, sí, mucha, de la que gusta sacar en las conversaciones, pero para mí esto es insuficiente. Quizá esta decepción ha sido, como dije, una cuestión de expectativas, y no un fallo en sí mismo del libro, cuya orientación era distinta a la que yo esperaba.

Pero lo que sí veo claro es otra carencia: de los 24 autores seleccionados, solo hay una escritora: Colette. ¿Solo una? ¿Por qué solo una? El ámbito abarcado es amplio (escritores ya fallecidos, de varias nacionalidades, nacidos entre 1861 a 1940 y que produjeron sus obras a lo largo del siglo XX). ¿No podía haberse hecho un esfuerzo por incluir más escritoras? No es una cuestión de cuotas: es que resulta muy interesante hablar de “los otros” trabajos de las mujeres escritoras, a los que además, en muchos casos, debieron sumar el cuidado de la casa y de la familia. Quiero saber más de historias como la de Agota Kristof, que componía sus poemas mentalmente al ritmo del ruido de las máquinas de la fábrica de relojes y escribía por la noche, tras haber atendido ella sola a sus hijos, o la de Marguerite Duras, que comenzó como secretaria en el ministerio de las Colonias, o la de Eudora Welty, entusiasta publicista y fotógrafa, o la de Clarice Linspector, que se veía forzada a escribir con la máquina en las rodillas para poder sostener a su bebé al mismo tiempo; quiero saber más de los múltiples empleos alimenticios de Carson McCullers antes de conseguir publicar sus libros, o de los fracasos para encontrar empleo y la difícil subsistencia de Marina Tsvataeva. Son solo ejemplos, pero seguro que hay más, tiene que haberlos. ¿Por qué no están en este libro? Yo no tengo ni idea, así que se admiten respuestas…

admin

3 comentarios

  1. ¡Me gustan las reseñas que plantean buenas preguntas! Ésta, además, me deja cavilando sobre una cuestión: ¿Por qué un altísimo porcentaje de los escritores españoles de hoy son (somos) periodistas o profesores, tratándose de un país alfabetizado casi al 100 %? ¿Cómo influye eso en la monotonía del panorama?

  2. Alfabetizado al 100%… pero donde el 50% de la población no lee jamás un libro, amigo Luque, y con un sistema educativo horripilante y paupérrimo. Respecto a las profesiones más habituales, también hay muchísimos funcionarios. Se debe, supongo, a que para escribir hace falta tiempo, muchísimo tiempo (como recordamos con pena los que no somos ni periodistas, ni profesores ni funcionarios 😉 Excelente reseña, por cierto. Un cordial saludo

  3. Sara, qué gran reseña. Desde hace años el tema «trabajo» (su noción, su peso en el capital simbólico que adquirimos…) es un tema que me obsesiona. Sí, por eso La mano invisible me pareció tan pertinente. Y qué quieres, te aplaudo el último párrafo: no sé en qué fechas fue escrito el ensayo (detalle), pero si es reciente es simplemente imperdonable seguir invisibilizando así esa doble o triple economía de la mujer, y de la mujer escritora.
    Un pelín de spam, el libro de Luc Sante que reseñé por aquí tiene un artículo delicioso sobre el trabajo http://blogs.zemos98.org/carolinkfingers/2011/12/30/labour-of-love-ii/

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