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Escribir contra el tiempo

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El violín mojado

Javier Sánchez Menéndez

Libros del Aire, 2013

ISBN: 978-84-941469-4-7

118 páginas

10 €

Introducción de Rocío Fernández Berrocal

 

 

Rafael Suárez Plácido

Cuando leí hace unos años la antología Faltan palabras en el diccionario (Libros del Aire, 2011), me quedé con ganas de más de algunos de los libros de Javier Sánchez Menéndez. Y eso me ocurrió muy especialmente con los poemas de su tercer libro, El violín mojado, que se había publicado en 1991, en la editorial Seuba. Por eso, cuando a finales del pasado 2013 me encontré con esta nueva edición de este libro inencontrable, fue motivo de doble alegría: por una parte, iba a poder completar la lectura de aquellos poemas que el autor había escogido en aquella ocasión y que, según él mismo aseguraba, le resultaba “muy complicado seleccionar (…) ya que se trata de un largo y extenso libro correlativo y unitario”; por otra parte, me iba a permitir profundizar en el que ya presentía, desde esos pocos poemas, que era el mejor y más personal de los libros de un poeta que, quizá por sus enormes pausas creativas o, quizá por sus otras labores relacionadas con el mundo de la literatura, es editor, agitador -mal que le pese- y algunas cosas más, no está recibiendo toda la atención que merece como poeta. Ahora, con el libro recién leído, puedo decir que mis expectativas, en esta ocasión, se han visto superadas.

La imagen del “violín mojado” del título se refiere a un instrumento que ya no suena como antes, incluso que ya no puede sonar más. Todo el libro es una historia de amor, y gravita en torno a la idea de la dificultad de la creación poética, de subir “infinitas escaleras”, o de bajarlas para sentir el pulso de la calle, en la que se viven experiencias que luego hay que plasmar con la palabra precisa. Las dos citas que inician el libro, de dos de los maestros más reconocidos por el autor, Julio Mariscal y Félix Grande, se refieren a esa misma pasión, en la que creen los poetas, en su doble vertiente. Julio Mariscal utiliza la metáfora del amor apasionado -que ha vivido- que nos da la felicidad, aunque sea algo que los demás no podrán comprender, aunque lo vivan, y nos culparán por ello, y Félix Grande, directamente, menciona su fe en el “fenómeno poético”. El violín mojado es el tercer libro publicado por un jovencísimo poeta de veintisiete años, pero está lejos de ser una colección de poemas primerizos: está estructurado en tres “episodios” con tres capítulos cada uno, excepto el tercero que tiene cuatro. Y cada uno de los episodios mantiene una coherencia tanto temática como formal, que hacen pensar en un autor más maduro. De hecho, entre este libro y el anterior, Derrota y muerte de los héroes, hay solo tres años, pero si sabemos que se trata de una colección de cuatro poemas que se publicó en la revista Abalorios, tendríamos que retrotraernos hasta el primero de ellos, Motivos (1983), y pensar así que dedicó a su elaboración ocho años, pensemos que al menos cuatro de ellos intensamente dedicados a la poesía. Y cuando digo “intensamente” no es una forma bonita de describirlo: se trata de la necesidad de sobrevivir.

El primer episodio se titula: “La huella” y, ya desde el primer poema, reconocemos algunos ingredientes de la teoría de las ideas platónicas sobre el cuerpo y el alma. El cuerpo es finito “y su forma desdibujada / como lo infinito que va dentro de mí / pero que fuera es limitado / pues todo es apariencia.” El cuerpo tiene que subir “estas infinitas escaleras”, que probablemente y salvando la hipérbole, existieron, para llegar a su casa, lo que no siempre ocurre pero a veces sí. Del recuerdo de esos encuentros nace la poesía.

El recuerdo son huellas que tienen formas de mujer, y esa mujer es amada. Ya se sabe que la poesía amorosa ha dado algunas de las formas poéticas más destacadas en todas las literaturas. Muchos de estos poemas podrían leerse como tales poemas de amor, que continúan esa tradición. El poeta conoce a la mujer antes que ella a él. A veces, ella es esquiva, aunque a veces, también, sonríe al poeta que se acerca a ella como hará después con la misma poesía. A veces la encuentra, a veces no. Admira su pelo, su risa, sus labios y sus ojos. Y vive en el presente, que son aquellas huellas del pasado, aunque reconozca que “no me importa el pasado / porque en el ayer ya estamos”. El poeta necesita la experiencia y mirar hacia atrás para crear: “he llenado de amor mi solitaria vida / y me he reído un poco de mí mismo.

Otro requisito que necesita el autor es el silencio: “Desde que te conozco llego más tarde a casa / porque prefiero andar en silencio / y vagar por las calles”, pero siempre vuelve: “Y llego tarde a casa, / pero prefiero verte.” Y esta querencia no asegura nada, porque el silencio a veces es voluntario y a veces impuesto, pero siempre duele: “Duelen estos días posados en la ausencia.” Hay un tiempo pasado que es real, la propia vivencia amorosa, y un presente en el que una parte de esa historia se repite: ese “fenómeno poético”, que no es real, pero que nos permite seguir vivos.

Definir un rasgo de los muchos que confluyen en un libro vivo, siempre es complicado. Pero tendría que mencionar el humor. Otro de los poetas favoritos del autor es Javier Salvago, que también miraba atrás con esa sutil mezcla de humor y dolor, y que utilizaba, como Sánchez Menéndez, el lenguaje claro -llamar a las cosas por su nombre- y coloquio al mismo tiempo: “Abel siempre dice que no sabe cuándo hablo de veras o de broma, / y la verdad, no sé, chico, no sé, / no sé cuándo se miente y cuándo se menciona / una mentira, / no sé cuándo sincero lo que digo”. La presencia del amigo poeta, Abel Feu, es constante en el libro. La amistad es el atributo que mejor caracteriza a la persona del poeta que lo lleva a gala: “Y yo te digo amigo / que en asuntos del alma / nunca te fallaré”.

Amor, conocimiento, creación poética, sentimientos que siguen aflorando, lenguaje claro, humor y amistad. Por eso decía que este libro, desde sus primeros poemas, es el compendio de una vida. Pero el dolor, desde el inicio, siempre está presente, aunque el poeta que no la busca y aún no nos ha dado todas las claves, para que entendamos el libro: “Y no recuerdo más, / porque el recuerdo duele”, pero que ya nos deja ver que esa tristeza va a ser su compañera fiel y desinteresada: “Contigo no es necesario que hablemos de nosotros, / ni que nos pongan un preludio de luna, / ni siquiera merecemos un poco de cariño.” Todo está aún por venir.

El segundo episodio, ya desde el título, “Impresión & expresión”, marca un tono diferente. El poeta explica lo que para él es el arte, y utiliza esa dicotomía: Impresionismo-Expresionismo, para tratar de entender lo que el mundo busca y lo que rechaza. La figura de Van Gogh, y el enorme éxito comercial que consiguieron sus cuadros tras su muerte, le sirve para explicar con cierto distanciamiento lo que podría trasladarse al mundo que rodea a la poesía. En varios poemas comenta la noticia que dan los telediarios cuando el cuadro de los lirios bate el record de ventas en una subasta de arte: “el locutor de turno / se ha confundido al decir que Van Gogh era expresionista / y ha dicho impresionista. / En fin, / la impresión más o menos no es lo suyo.” Sus referentes en ese arte impresionista son Leopardi o el citado Julio Mariscal, que no soportaron esta vida, o el “protagonista de mi corta novela, / o tal vez es mi historia”. Porque este libro podría leerse como una novela: “y voy contando historias / tan tristes / que fabrican impresiones sin que nadie se entere.” Este distanciamiento ya mencionado se acaba en el último poema de este segundo episodio: “Autorretrato impresionista”, en el que el poeta sorprendido por el hecho de estar vivo, con veintitrés años, reflexiona sobre todo lo que ha vivido hasta entonces. Menciona que ha vivido dos guerras pero, aunque algo intuimos, aún nos faltan datos para comprender de qué se trata.

El tercer episodio, “Imaginar y recordar”, se abre con dos citas de autores que suelen leerse desde perspectivas muy distantes: Juan Ramón Jiménez, que expone lo efímero del instante de encuentro con la belleza al que asistimos temblorosos, y J. P. Sartre, que explica que si Dios no existe, no tienen sentido los valores que se inculcaron en su nombre. Ambos tienen en común la indefensión del hombre ante el mundo. Estas dos reflexiones, que el autor hace suyas, nacen de la experiencia del autor: “Y ahora, / que he perdido a dios / y a la mujer que más quiero / y he arrojado mis huesos ante la vía de un tren / equivocado, / (…) … qué me decís del hombre…” No conozco la biografía del poeta pero, en esos pocos versos, se esconde la justificación de todo el libro y, probablemente, de todos los libros y silencios que vinieron después. Imaginar y recordar es lo que queda, lo más parecido que se encuentra a vivir. O a no morir. En eso consiste la poesía: “la experiencia de un hombre / que vive para amar y ser amado, / y para producir, de ahí que escribo / y todo es para ti.

¿Qué le pedimos a la poesía? Los poemas de este tercer episodio duelen. Lo hicieron al ser escritos y lo hacen cada vez que los leemos. Duelen porque el autor ha sido capaz de transmitirnos, desde un lenguaje poético y personal, todo lo que pasaba por su cabeza aquellos años. Y aunque duelen, el sufrimiento, unido al paso del tiempo, alivia, ya “que los contrarios son los principios de las cosas, / al menos en esta vida leve, / decía, después de algunos años, / sé, que el mar es el amor más puro”.

Hay pocos momentos, en los que el poeta se permita revivir aquel tiempo en el que fue feliz: “Te enseñé pocas cosas, / todo en mí es tan leve / que imagino el recuerdo / y lo acaricio.” Y concluye que “mejor es no pensar, / imaginar y recordar / se superponen y confunden.

Sus lecturas de filosofía están presentes a lo largo de todo el libro, y así lo vemos en “Amor como principio”, donde cuenta que aunque los primeros filósofos buscaban otros elementos para explicar el mundo, “en el principio de todas las cosas está el amor. / (…) / nada será más excelente porque el amor es crudo.

“Variación de Moguer” es, con toda esta tercera jornada, un momento culminante del libro. Es la vuelta a la infancia, a los años de adolescencia, a las calles, a sentir la vida alrededor. Probablemente sea la época en la que nos hemos sentido menos contaminados por lo que hemos vivido, por lo que está por vivir, y la época en la que los recuerdos no son más que recuerdos inocentes, sin reflexiones.

El último poema podría ser el epílogo de un libro que, en efecto, no admite bien las selecciones de algunos de sus poemas, porque sí, muchos de estos poemas son muy buenos por sí solos, pero siempre perderían parte del sentido que tienen. En este último poema, el poeta habla desde cierta distancia al lector que ya conoce todo lo que ha pasado y reconoce que sigue sintiendo ese amor sobre el que se construye la historia. Por otra parte, casi cada verso es un título de un libro que entonces no había escrito, o de un capítulo de este. En ese sentido, también este libro será el centro sobre el que gravita toda la obra posterior de Javier Sánchez Menéndez, que con El violín mojado se situó hace unos años a la altura de los mejores poetas del momento, lugar que ahora, con esta nueva edición, reivindica para todos aquellos que aún no lo habíamos leído.

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