Estancos del Chiado
Fernando Clemot
Paralelo Sur Ediciones, 2009
ISBN: 978- 84- 612- 8548- 8
196 páginas
10€
Rafael Suárez Plácido
Hace unos meses, un amigo me decía que el hecho de haber sido finalista en una de las ediciones del Premio Setenil, al mejor libro de relatos publicado en España, le aseguraba la posibilidad de, pese a aún no ser demasiado conocido como narrador, ser tenido en cuenta por casi cualquier editorial o revista especializada en el género. Y debe ser cierto si echamos un vistazo a la nómina de libros finalistas de estos seis años. La alternancia de autores consagrados con otros casi noveles, y el hecho de que alguno de estos haya recibido el galardón, parece garantía de pulcritud e imparcialidad de los jurados que han ido fallándolo. Este año, pese a que se presentaban libros como: Tanta gente sola, de Juan Bonilla, o Con tal de no morir, de Vicente Molina Foix, el premio ha sido para el barcelonés Fernando Clemot y su libro Estancos del Chiado, editado por Paralelo Sur Ediciones.
El libro se compone de once relatos que el autor ha ido escribiendo a lo largo de varios años y que, por motivos editoriales, ha dividido en tres partes: Mitologías, El jardín de la memoria y Ocasos. La serie primera, Mitologías, nos ofrece momentos rescatados de vidas de personajes célebres. Tengo la sensación muy cercana de que Clemot recoge estos momentos y trata de hacerlos suyos. Siempre hay un personaje que podría ser el alter ego del autor. Así es, muy especialmente, en el relato que abre el cuento: “El príncipe del Vómero”, donde el narrador es un periodista que al final de su vida asiste al entierro de un conocido con quien compartía un secreto que, de alguna manera, dio sentido a sus vidas. El secreto hace referencia a las últimas horas de vida del actor napolitano Totó y se convierte en un homenaje al actor que llenó las salas de la Italia de la posguerra. Si alguien piensa que es un tema que no le interesa se sorprenderá muchísimo al comprobar que es una historia que nos puede poner los pelos de punta. Una historia con muchas historias. Totó y las mujeres: la desgraciada vida de Liliana Castagnolo, junto a quien Totó deseaba pasar todo el tiempo tras su muerte, o el amor otoñal con Franca Faldini. Totó y sus amigos: Cassie, su representante y confidente. Totó y el público que lo veneraba. Pero muy especialmente Totó y Nápoles. Una de las últimas frases que dijo antes de morir fue: “Llevadme a Nápoles”. A partir de ahí, Clemot crea la trama: los paisajes de la ciudad que un ciego y moribundo Totó evoca de la mano del joven narrador que vive de esta manera el momento más pleno de su vida: “Me sobrepuse como pude a un arrebato de emoción que empezaba a dominarme y traté de recordar. Mi tono ahora era más vivo, inflamado como el Príncipe en una de sus largas improvisaciones frente a las cámaras.” Al final de la descripción se unen el amor a Liliana y el que sentía por la ciudad: “-¿Y el cementerio del Pianto? ¿Se ve también desde aquí? (…) Sonrió con amargura el moribundo y entendí que susurraba que pronto estaría allí con Liliana.”
No tengo claro cuándo se cierra un texto: si cuando se publica por primera vez, o si cuando se edita en libro. Espero que este relato tenga más oportunidades, porque el único problema que le encuentro es el final y el final en un relato es muy importante. Después de unas páginas emocionantes y antológicas, el final es torpe, y lo es porque busca crear a toda costa la sorpresa. Este es el problema de algunos de estos relatos, de algunos –además- de los mejores relatos. En este caso, hay que decirlo, las últimas siete líneas sobran.
Algo parecido encuentro en “Cazadores de ganado.” Tras unas páginas brillantes sobre la guerra y el oficio militar, que tienen mucho de la Historia universal de la infamia, de Borges: “La guerra es una suerte suprema que mide en la balanza a los hombres y yo sentía que estaba muy lejos del fiel que me pudiera medir. En los campos de Bélgica y de Francia se dirimían los destinos de aquella guerra.” Decía que tras estas páginas hermosas y contundentes encontramos un cambio de voz final que resuelve de modo artificial y poco claro la trama.
El relato central del libro está en la segunda parte y es el que le da título. “Estancos del Chiado” es una maravillosa crónica del tiempo pasado en Lisboa. Los personajes ya no son célebres, sino vecinos del barrio en cuya intrahistoria bucea Clemot para tratar de comprenderse a sí mismo: “Y hablo de ellos, de Horst y su novio, de los estanqueros, la mayoría gente sin peso en mi vida, porque son los únicos que conocí en Lisboa.” La soledad y la búsqueda son el germen de ésta y de casi todas las historias de Clemot. La única manera de rescatar estos momentos que pueden ayudarnos a entender nuestras vidas es por medio del lenguaje. El lenguaje duele. Escribir duele. El lenguaje bien trabajado perdona la mentira y convierte la vida en arte y el arte en vida. El libro de Clemot es una colección de vidas ajenas que siempre apunta hacia uno mismo.
Y la soledad de los personajes de esta segunda parte se convierte en entrada al ocaso en la tercera, de la que rescato otro de los mejores relatos del libro: “Terrazas de verano”. Aquí el narrador es un hombre mayor que se resiste a la vejez. Leyendo a Pavese y deseando parecerse a Henry Miller, en la terraza de algún bar, evoca momentos de juventud sin terminar de desligarse de ellos. Una joven, hermosa para él porque es joven, le ofrece un retrato y se sienta con él para hacérselo. Cuando lo acaba y se lo da, su propia imagen reflejada le hace volver al presente, que es el que es cierto. La joven se marcha y él se queda pensando en ella: “Se movía con un descaro que me ofendía; no volvió la vista atrás, pensé que los saqueadores tampoco vuelven la vista hacia la ciudad incendiada.”
Escribir, ya lo sabemos, duele, porque escribir es hablar con uno mismo, y uno puede tratar de engañar a los demás, pero nunca puede engañarse a sí mismo. Algunos de estos relatos nacen de ese dolor que supone buscar su sitio en el mundo. Clemot está en el camino de convertirse en un buen narrador. Hay que seguirlo atentamente.
El libro se compone de once relatos que el autor ha ido escribiendo a lo largo de varios años y que, por motivos editoriales, ha dividido en tres partes: Mitologías, El jardín de la memoria y Ocasos. La serie primera, Mitologías, nos ofrece momentos rescatados de vidas de personajes célebres. Tengo la sensación muy cercana de que Clemot recoge estos momentos y trata de hacerlos suyos. Siempre hay un personaje que podría ser el alter ego del autor. Así es, muy especialmente, en el relato que abre el cuento: “El príncipe del Vómero”, donde el narrador es un periodista que al final de su vida asiste al entierro de un conocido con quien compartía un secreto que, de alguna manera, dio sentido a sus vidas. El secreto hace referencia a las últimas horas de vida del actor napolitano Totó y se convierte en un homenaje al actor que llenó las salas de la Italia de la posguerra. Si alguien piensa que es un tema que no le interesa se sorprenderá muchísimo al comprobar que es una historia que nos puede poner los pelos de punta. Una historia con muchas historias. Totó y las mujeres: la desgraciada vida de Liliana Castagnolo, junto a quien Totó deseaba pasar todo el tiempo tras su muerte, o el amor otoñal con Franca Faldini. Totó y sus amigos: Cassie, su representante y confidente. Totó y el público que lo veneraba. Pero muy especialmente Totó y Nápoles. Una de las últimas frases que dijo antes de morir fue: “Llevadme a Nápoles”. A partir de ahí, Clemot crea la trama: los paisajes de la ciudad que un ciego y moribundo Totó evoca de la mano del joven narrador que vive de esta manera el momento más pleno de su vida: “Me sobrepuse como pude a un arrebato de emoción que empezaba a dominarme y traté de recordar. Mi tono ahora era más vivo, inflamado como el Príncipe en una de sus largas improvisaciones frente a las cámaras.” Al final de la descripción se unen el amor a Liliana y el que sentía por la ciudad: “-¿Y el cementerio del Pianto? ¿Se ve también desde aquí? (…) Sonrió con amargura el moribundo y entendí que susurraba que pronto estaría allí con Liliana.”
No tengo claro cuándo se cierra un texto: si cuando se publica por primera vez, o si cuando se edita en libro. Espero que este relato tenga más oportunidades, porque el único problema que le encuentro es el final y el final en un relato es muy importante. Después de unas páginas emocionantes y antológicas, el final es torpe, y lo es porque busca crear a toda costa la sorpresa. Este es el problema de algunos de estos relatos, de algunos –además- de los mejores relatos. En este caso, hay que decirlo, las últimas siete líneas sobran.
Algo parecido encuentro en “Cazadores de ganado.” Tras unas páginas brillantes sobre la guerra y el oficio militar, que tienen mucho de la Historia universal de la infamia, de Borges: “La guerra es una suerte suprema que mide en la balanza a los hombres y yo sentía que estaba muy lejos del fiel que me pudiera medir. En los campos de Bélgica y de Francia se dirimían los destinos de aquella guerra.” Decía que tras estas páginas hermosas y contundentes encontramos un cambio de voz final que resuelve de modo artificial y poco claro la trama.
El relato central del libro está en la segunda parte y es el que le da título. “Estancos del Chiado” es una maravillosa crónica del tiempo pasado en Lisboa. Los personajes ya no son célebres, sino vecinos del barrio en cuya intrahistoria bucea Clemot para tratar de comprenderse a sí mismo: “Y hablo de ellos, de Horst y su novio, de los estanqueros, la mayoría gente sin peso en mi vida, porque son los únicos que conocí en Lisboa.” La soledad y la búsqueda son el germen de ésta y de casi todas las historias de Clemot. La única manera de rescatar estos momentos que pueden ayudarnos a entender nuestras vidas es por medio del lenguaje. El lenguaje duele. Escribir duele. El lenguaje bien trabajado perdona la mentira y convierte la vida en arte y el arte en vida. El libro de Clemot es una colección de vidas ajenas que siempre apunta hacia uno mismo.
Y la soledad de los personajes de esta segunda parte se convierte en entrada al ocaso en la tercera, de la que rescato otro de los mejores relatos del libro: “Terrazas de verano”. Aquí el narrador es un hombre mayor que se resiste a la vejez. Leyendo a Pavese y deseando parecerse a Henry Miller, en la terraza de algún bar, evoca momentos de juventud sin terminar de desligarse de ellos. Una joven, hermosa para él porque es joven, le ofrece un retrato y se sienta con él para hacérselo. Cuando lo acaba y se lo da, su propia imagen reflejada le hace volver al presente, que es el que es cierto. La joven se marcha y él se queda pensando en ella: “Se movía con un descaro que me ofendía; no volvió la vista atrás, pensé que los saqueadores tampoco vuelven la vista hacia la ciudad incendiada.”
Escribir, ya lo sabemos, duele, porque escribir es hablar con uno mismo, y uno puede tratar de engañar a los demás, pero nunca puede engañarse a sí mismo. Algunos de estos relatos nacen de ese dolor que supone buscar su sitio en el mundo. Clemot está en el camino de convertirse en un buen narrador. Hay que seguirlo atentamente.