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Ese gigantesco descarrilamiento

HIJOSDELASVEGASCAROLINA LEÓN | «Quiero vivir en un lugar que no me produzca vergüenza…». ¿Puede cualquiera hablar de Las Vegas? ¿El lugar del lujo, del despilfarro, del vicio, donde todos los pecados son perdonados, puede ser narrado? ¿Quién tiene derecho a ponerlo en palabras y crear el relato? Puede ser narrado, claro, desde los clichés habituales y puede serlo en este otro sentido, dándole la vuelta como un calcetín y mostrando su esqueleto desnudo. Hay una vida subterránea en la ciudad del juego infinito, y la apuesta del autor de este libro, Hijos de las Vegas, es hacer emerger esa vida: dejar hablar a quienes han crecido en la ciudad, que en su desaforada carrera hacia el placer arrasaba y pisoteaba todo lo vulnerable; los niños, entre otras cosas.

Timothy O’Grady cuenta haber pasado dos años en la ciudad, sin ninguna intención de acabar allí, primero como investigador y después como profesor en la universidad estatal. Tampoco tenía intención de escribir un libro, pero la ciudad, dice, te pide observarla y no se deja entender. «Siempre que se menciona, provoca una respuesta: fascinación, envidia, un arqueo de cejas o una advertencia paternalista». Intenta hacer clases como las ha hecho siempre y, creyendo que sus alumnos son como todos, les pone un ejercicio de comentario de texto que ninguno logra hacer. Trabajan en casinos, reparten comida, bailan en clubes de noche y los fines de semana. Estalla la revuelta, todos quieren hablar. O’Grady les deja hacerlo uno a uno, en sesiones de entrevistas en su salón, y salen las diez historias que se recogen en este impresionante volumen.

Crecer en el patio de recreo del mundo es hacerlo en familias que se parecen muy poco a familias. Un patrón parece repetirse en las historias: todo iba bien hasta que llegamos a Las Vegas… Y, a partir de ahí, abandonar la infancia muy deprisa, vivir rodeados de alcohólicos, adictos al crack, a la heroína, a la meta, a las máquinas, vivir las adicciones, el pandillerismo, la coartada del bonito cadáver en carne propia… En ese contexto, O’Grady descubre que es normal que con seis años te encargues de tus hermanos pequeños y aguantes la cabeza de algún adulto que vomita. Los adultos: débiles, infantilizados por la adicción, ausentes; padres que roban a sus hijos y suplantan su identidades para hacerse tarjetas de crédito, que se encierran en su habitación o ponen candados a la despensa, que racionan la mantequilla de cacahuete y los cereales industriales porque es todo lo que hay para comer. No está solo en Las Vegas, pero aquí se condensa.

O’Grady pone una grabadora a los estudiantes que se animaron a contarle su historia, registra, transcribe; localiza a personas de otros ambientes, un muchacho heredero de un importante casino, una mujer que perdió todo, incluido sus hijos, y vivió en los túneles de la ciudad… Son sólo diez y son demasiadas. Las entrevistas son construidas en voz directa sin intermediación, y los protagonistas sacan toda la humillación y todo el dolor, también sobre sí mismos. «Creo que empecé a beber poco después de aprender a andar», dice Kenneth Patrick. Deciden que han de contar lo que han vivido aunque arrastren a otros. Y, a partir de ahí, las diez historias quitan el aliento. Dan escalofríos. Provocan llanto. Y apuntan a otro sitio.

«Lo veo todos los días, gente que ha ahorrado dinero durante treinta años lo pierde todo en una sola noche»: sus vidas discurren en diferentes puntos de la cadena del vicio -alguno es prostituto, alguno trabaja de relaciones públicas, alguna intenta graduarse y dedicarse al medioambiente o a los niños-, pero todos conforman ese ejército de sirvientes que puebla la ciudad de noche y de día, dedicados al placer de los demás; y han visto lo que la ciudad hace con aquellos que sólo querían ganar un poco de dinero fácil.

Aun así, a ratos asoman recuerdos felices: «Entré, le pedí (a su madre, que vive encerrada en una habitación) un par dolares para comprar comida y me los dio, sin más»; asoman el deseo de salir de la espiral destructiva, el anhelo de contribuir a un mundo medianamente humano. Lees estas entrevistas y piensas: pobre gente criada en el patrio de recreo del mundo, donde todo lo que imagines es posible, donde todos los sueños están al alcance de la billetera, y cada uno es libre de venderse en el formato que le sea más cómodo.

Sin embargo, de historia en historia, bajo la reconstrucción respetuosa que hace O’Grady, va emergiendo otro sentido: estas personas quizá sean víctimas, quizá sean responsables de su propia desgracia, el autor no emite juicios; pero también sabes que Las Vegas no tiene la culpa, que no es sólo Las Vegas, que aquí la ciudad es más bien una metáfora. Que ellos, niños y niñas de la ciudad del vicio, son una paráfrasis del universo en el corazón del país que lidera «el mundo libre» y están hermanados con tantos otros niños en Indonesia, Taiwan, Dubai, Rio, Barcelona. Que, al final, lo que muchos de esos chicos terminan anhelando es que sus vidas no estén marcadas por lo que el dinero puede vender y comprar.

«Ojalá no hubiese crecido aquí, ojala lo hubiera hecho en un sitio en el que los padres se quedan en casa los fines de semana, entretienen a sus hijos y cuidan de ellos»: esto, que es lo deseable, deja de pasar en cualquier contexto en que los padres, cualquiera, tiene que luchar por su supervivencia; claro que hablamos de Las Vegas, una metáfora centrifugada de Occidente y el capitalismo, «este gigantesco descarrilamiento» en palabras de una de las entrevistadas.

Es el descarrilamiento que sentimos cuando no encontramos seguridad o amparo ni siquiera en la red más cercana, la que debería proveernos al menos la familia, y cuando alrededor no existe ni remotamente otra red o estructura alguna capaz de aguantarnos y de ayudarnos a sobrevivir. El descarrilamiento hay que leerlo en las voces de estas personas, que cuentan historias necesarias, y al mismo tiempo pensar que estos chicos y chicas son víctimas privilegiadas del mundo hipercapitalizado, que en Sri Lanka o Bangladesh tiene a sus verdaderas víctimas. Me cuesta decidirme acerca de si este libro es un relato de esperanza o desesperanza. Me cuesta, porque a menudo las historias parecen tener como colofón algo tan desastroso como la «superación personal»; otras, en cambio, son capaces de atinar un poco más lejos en sus discursos. «Me gustaría tener una familia en algún sitio que transmita una sensación de comunidad, en vez de esta fugacidad e inestabilidad»: sí, sus familias fallaron, mientras que todo lo demás también los dejó en la cuneta. No hay nadie al volante, las vidas de estos chicos -y de tantos otros millones- pueden ser descartadas. O’Grady ha hecho un gran trabajo de canal conductor, aportando breves textos entre las historias para escarbar en los cimientos de la ciudad, que fascinan y repugnan a partes iguales. Pero su mejor logro es darle carta de dignidad a cada una de esas vidas, con el apoyo de los retratos de Steve Pyke. Lo que pasa en Las Vegas, finalmente, no se queda sólo en Las Vegas.

Hijos de las Vegas (Pepitas de Calabaza, 2019) | Timothy O’Grady | 168 páginas | 17,90 euros | Fotografías de Steve Pyke | Traducción de Enrique Alda

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